* Especialista en Valores y Alumno de la Maestría en Humanidades ICES-UCIME
Para aquellos que hace tiempo dejamos atrás la adolescencia y nos hemos enfrascado en la juventud desarrollada, nos será más fácil comprender la analogía del presente ensayo.
Cuando fuimos niños, en alguna ocasión llegó a presentarse cerca de nuestra casa un circo, no era un circo con grandes estrellas ni con una cartelera que se dijese extraordinaria, pero para un chico de aquella época era la cosa más fantástica.
De todos los artistas que se presentaban el que más llamaba la atención era el mago; su rostro serio, su vestimenta tan formal y el halo de misterio que envolvía su persona, marcaba la diferencia entre todos los demás personajes del circo. Aparecer y desaparecer cosas, un conejo, una paloma, cortar en dos a una bella chica y volverla a unir, nos hacían pensar que de la nada podíamos sacar cualquier cosa y que cualquier cosa podíamos hacerla volver a la nada, quedaba en nuestras manos transformar la realidad a nuestro antojo.
Con el paso del tiempo nos dimos cuenta que todo lo que el mago hacía no era más que un truco muy bien preparado y que todo aquello que nuestros ojos veían no era otra cosa que el desarrollo de una gran habilidad de parte de éste, al grado tal que nuestra vista nos jugaba una mala pasada; siendo objetivos, debemos reconocer el esfuerzo que se requiere para hacer que el espectáculo de magia parezca una realidad posible.
Comparando el acto de magia con la virtud, tenemos que al igual como sucede con el mago, quien desarrolla sus habilidades para el acto tras horas y horas de práctica, la virtud no se puede adquirir de la noche a la mañana, no surge de la nada, no es un acto mágico que permita al hombre, por el simple hecho de pensar en la honestidad, desarrollar una actitud honesta, se requiere la acción directa del sujeto para alcanzar tal perfección.
A diferencia del mago, cuyos actos son externos a él y sus efectos permanecen fuera de él, la práctica de la virtud tiene un efecto inmanente a la persona que la practica, ya que la va plenificando como persona, es decir, sus efectos modifican al hombre en razón a la perfección como ser.
La modernidad y la posmodernidad han hecho creer al hombre que no hay necesidad de esforzarse para alcanzar el fin, lo podemos ver claramente en los métodos de alimentación, de ejercitación física, de educación y hasta en algunas prácticas religiosas; donde la consigna parece ser piensa menos, esfuérzate menos y disfruta mucho más, al fin lo que deseas, si verdaderamente lo deseas, llegará como por arte de magia.
Nuestra única aliada contra tales corrientes de pensamiento es la misma realidad, ella nos muestra las cosas tal cual son, dejándonos muy en claro que todo lo que requerimos para perfeccionarnos conlleva una acción necesaria de nuestra parte para lograrlo, a manera de ejemplo, bastaría con investigar un poco haber en cuantos hogares existe un maravilloso aparato para bajar de peso fácilmente, el cual nos sirve tanto para secar toallas, colgar camisas y hasta detener puertas, menos para bajar de peso, ya que para lograrlo hay que adicionarle a dicho aparato nuestra voluntad, y sin ella no hay resultado posible.
El mago basa su actuación en habilidades desarrolladas a través de un entrenamiento continuo, de igual manera el hombre se va haciendo virtuoso a través de la practica cotidiana de hábitos buenos, en caso contrario, si da rienda suelta a sus pasiones se vuelve vicioso.
Aristóteles(1) señala que de entre las virtudes la más importante es la prudencia y que en ella descansan todas las demás. La prudencia sin duda se aplica a lo que es justo, a lo que es bello, y más aún a lo que es bueno para el hombre; y esto es precisamente lo que el hombre virtuoso debe hacer, no se llega a ser prudente por el simple hecho de conocer que es la prudencia, sino que para ello debemos poner nuestras habilidades particulares orientadas a la consecución de la misma, teniéndola como base de la justicia, la templanza y la fortaleza. Por tanto cabe la afirmación de que la prudencia es útil no para conocer las virtudes sino para hacernos virtuosos.
La idea de hablar de valores, cosa que hoy muchas personas están haciendo, no es mala del todo, pero pensar que con hablar de ello ya estamos del otro lado, es decir, ya alcanzamos la virtud, sería como creer que verdaderamente el mago hace aparecer de la nada un conejo.
La magia de los valores fundamentales, si es que podemos hablar de magia, radica en que si el hombre, en una decisión libre, decide practicarlos, los efectos de tal práctica transforman a dicho individuo en una persona más plena, cuya plenitud es comparada con una sensación de mayor libertad, ya que tiene mayor certeza sobre su ser personal y su fin trascendente por encima del desorden que puedan infringirle sus pasiones, otorgándole un mayor dominio de las mismas.
El reto en esta hora de la humanidad, es retomar el camino del esfuerzo y la acción, para hacer que la persona conozca más de sí misma a través de la formación integral tanto en la escuela como en el hogar, considerando en todo momento su nivel sociocultural, ya que buena parte del éxito de este esfuerzo formador, radica en poder penetrar nuestra cultura y permearla con la práctica de las virtudes por parte de aquellos que pretendemos colaborar en el mismo; dejando de pensar que todo mejorará como por arte de magia.
(1) Aristóteles, Ética Nicomaquea, Libro VI, apartado XII. Ed. Porrúa.