En su limitada concepción de las funciones del estado, donde, pese a su brillantez literaria, se revela la debilidad de la concepción de Vargas Llosa, que no advierte —dadas las omisiones en sus lecturas—, que sí existe más de un liberalismo, pero que la división no pasa por escindir el liberalismo político del económico.
Pese al título, que parecería sugerir un contenido de resonancia nacionalista, el último libro del Nobel Mario Vargas Llosa es un clamoroso manifiesto liberal.
Según su autor la obra relata esta ideología a través de “sus principales exponentes” y los acontecimientos que les dieron sustento. “No lo parece —reflexiona—, pero se trata de un libro autobiográfico”, que describe una peripecia bastante frecuente entre veteranos nacidos en la tercera década del siglo pasado. La historia del tránsito entre el marxismo juvenil, en tiempos augurales de la revolución cubana, cuando todo parecía posible y la consiguiente decepción, a comienzos de los setenta.
Las lecturas por Vargas de críticos de los procesos estalinistas, como Camus, Orwell y Koestler, más la progresiva asunción del autoritarismo habanero, culminado con la injusta prisión del poeta Heberto Padilla en 1971 lo llevaron al rescate del valor de la libertad basándose en las ideas de siete autores que componen el libro: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friederich von Hayek, Karl Popper, Isaiah Berlin, Raymond Aron y Jean-Francois Revel. De cada uno de ellos y de sus ideas realiza una breve semblanza, escrita como solo lo hace un maestro de la literatura contemporánea. Por más que de manera sorprendente agregue a esa pléyade, de coherencia discutible, las figuras de Margaret Thacher y Ronald Reagan, admitiendo que si bien defendían “posiciones conservadoras y hasta reaccionarias”, en suma, ambos contribuyeron “a la cultura de la libertad”. Una asunción que confirma cuando expone que el Estado contemporáneo, necesariamente mínimo, debe asegurar “la libertad, el orden público, el respeto a la ley, la igualdad de oportunidades”. De no seguirse esta receta, reflexiona, se desembocará en un gobierno “que iguale económicamente a todos los ciudadanos mediante un sistema opresivo, haciendo tabla rasa de las distintas capacidades de los individuos”
Creo que es aquí, en su limitada concepción de las funciones del estado, donde, pese a su brillantez literaria, se revela la debilidad de la concepción de Vargas Llosa, que no advierte —dadas las omisiones en sus lecturas—, que sí existe más de un liberalismo, pero que la división no pasa por escindir el liberalismo político del económico. De hecho todo liberalismo es político. Lo correcto es distinguir entre el liberalismo clásico y el igualitarista. Asumiendo que ambos coinciden en su reconocimiento de las libertades y el respeto de las mismas por parte del Estado (neutralidad) y se diferencian porque el igualitarista agrega a tales premisas, que también deben rectificarse las desigualdades inmerecidas (como el talento o las capacidades), sin que ello implique dejar de otorgar prioridad a las libertades básicas y a la igualdad de oportunidades. Por eso las instituciones, además de eficaces, deben privilegiar a los menos favorecidos. Esto no significa que algunos liberales clásicos rehusen todo intervencionismo estatal (como es el caso de varios de los tratados por Vargas), sólo que lo conciben como una carga moral de carácter caritativo y no como una responsabilidad institucional, sustento básico del liberalismo igualitarista. Esto lo aporta John Rawls, el mayor filósofo político del siglo XX a quien ninguna versión del liberalismo contemporáneo puede omitir.
Hebert Gatto
Fuente: https://www.elpais.com.uy/opinion/columnistas/hebert-gatto/llamado-tribu.html
21 de mayo de 2018. ESPAÑA