“Estado llamo yo al lugar donde todos, buenos y malos, son bebedores de venenos: Estado, al lugar en que todos, buenos y malos, se pierden a sí mismos: Estado, al lugar donde el lento suicidio de todos se llama «la vida»”. Friedrich NIetzsche, Así habló Zaratustra
La sociedad está hecha de monstruos edificados para devorarse a sí misma. Son monstruosidades creadas a semejanza de masacres selectivas del pensamiento y el alma que mantienen el orden de la política neoliberal, cuya economía se sostiene engendrando la descomposición humana en todos sus niveles, en todos los espacios de la vida para privilegiar estructuras dominantes del poder.
El andamiaje de la opresión imperial no se ha levantado solo a base de injusticias, aparatos militares –paramilitares–, mafias y dictaduras. Su veneno es de mayor alcance y cubre hasta los espacios más íntimos y cotidianos de la sociedad.
Ignorancia, odio, desesperanza y resignación son algunas de las inyecciones letales que incautos e inocentes beben de democracias que nacieron jubiladas, fachadas de la dominación, donde traidores y arrodillados interpretan el papel de enfermeros de la infamia que se encargan de suministrar la dosis constante de sumisión y control social.
Las sociedades capitalistas secuestran la dignidad y generan un tipo de odio controlado, teledirigido a mantener poblaciones enfrentadas entre sí, a provocar angustias y frustraciones del espíritu, o enfocado a volver al grueso de la sociedad contra contradictores del sistema que representan una minoría en las calles.
No es extraño entonces que Joker, película de Todd Phillips, genere preocupación. Porque en Joker el control está perdido, provocando que el odio engendrado por el sistema termine traspasando las fronteras del cuerpo y el pensamiento que controla el capitalismo.
En Joker encontramos a Joaquin Phoenix interpretando a Arthur Fleck, personaje emocionalmente devastado que recrea soledades, violencias, frustraciones y necesidades no atendidas del alma. Pero su dolor no encaja, no es importante para una sociedad que premia la individualidad por encima de los abrazos, el compartir y la solidaridad, que desdibuja y rompe vínculos afectivos, que impone la acumulación de capital, la depredación a todo nivel, sin importar a qué o quién haya que sacrificar para sostener privilegios de una clase dominante.
Bajo el influjo del capitalismo el espíritu de lucha y la pasión por la vida terminan corroídas. Porque estamos a merced de un sistema que impone la competencia, el destruir al otro como quien somete a un enemigo derrotado en la guerra, hasta fragmentar los hilos afectivos que tejen solidaridad, procesos de trabajo colectivo y movilización social organizada, para finalmente dejar poblaciones invadidas por odios y frustraciones que aprenden a destrozarse a sí mismas y a atacar a quienes tratan de impedirlo.
Así el sistema moldea su Joker, haciendo que el rostro de Arthur Fleck termine en posesión del maquillaje que expone la máscara de la violencia capitalista, una violencia que empieza matando a los engendros del sistema que han abusado de él en distintos espacios de su vida, incluido el familiar.
El maquillaje del capitalismo invade trayendo muerte. Los rostros poseídos por su máscara son el Joker donde ya no media solución alguna más que el asesinato, el borrar al otro, el sobrevivir sin importar cómo ni a quién se pisotea, del mismo modo que actúa la competencia anulando a quienes se oponen a los intereses de una clase privilegiada: esas son las enseñanzas, el libreto del sistema que el Joker termina reproduciendo.
Asistimos de esta forma a una función que presenta la barbarie sin ropajes, al desnudo. Situación insoportable que deja la película a merced de ataques y críticas. Algo que no es nuevo. Ya lo había vivido George Romero en 1968 cuando sus zombis fueron espejo de putrefacción, de mutilación y sangre de la guerra de Vietnam, y de cómo una sociedad puede caminar sin voluntad propia; y lo había vivido también, y la lista no termina, Stanley Kubrick en 1971 con Clockwork Orange desnudando un sistema que vomita demonios, pero los niega, para luego vender represión y control social como única cura.
Se escudan calificando la película de “violenta” para agredirla. Sin embargo, lo cierto es que los guardianes de la moral no atacan a Joker por la violencia que expone la película. La atacan, aunque no lo digan, y sin sentir la más mínima vergüenza, porque presenciamos una sociedad incapaz de pensar por cuenta propia, carente de autonomía, pero capacitada para ser influenciada por cualquier discurso sin sentido, violento, como el que llevó a Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos: misógino y fascista.
Las palabras de Todd Phillips nos sumergen en un viaje donde muere cualquier intento de desviar la atención, desconociendo discusiones de fondo, que pretende responsabilizar a una película del fracaso que somos como sociedad. Para Phillips todo es más claro, revelador, al saber que no podemos “culpar al cine por un mundo que está tan jodido que cualquier cosa lo puede destruir”, un mundo, debemos añadir, deshumanizado y corroído por el sistema capitalista.
Queda al descubierto que al sistema no le preocupa la violencia en sí. Su preocupación, su angustia, radica en que la violencia se vuelva contra los privilegios de una clase social; le intranquiliza que el odio, los vacíos del alma, el secuestro de las condiciones materiales de existencia, vuelvan su enojo contra quienes produjeron la injusticia, la iniquidad.
Ese Joker fuera del control capitalista es su real preocupación, ése que ha dejado de devorarse a sí mismo y a quienes comparten su enojo para levantarse contra la normalidad del statu quo.
Todd Phillips nos ha traído con el Joker una estética de la violencia donde aprendemos a disfrutar de las bellas escenas compuestas de sangre, muerte, odio y enojo, sin que ello nos convierta en seres enfermizos que disfrutamos del asesinato y la sangre derramada. El disfrute de esta barbarie está reservado para los engendros regurgitados por el sistema capitalista cuyo alimento es la muerte, el desangre, el sufrimiento y la explotación humana.
Y gracias al cine el Joker continuará su danza. Su cuerpo seguirá balanceándose al compás de las calles encendidas, mientras HAL 9000 le contemplará desde el espacio soñando con el crujir liberador del fuego. Sus pasos bordearán los precipicios y límites del alma, y no se detendrán hasta recoger las cenizas de un sistema que habrá muerto a manos de cada pueblo rebelado.
Notas
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