EL hogar primigenio del hombre en su contingencia ha sido, por tanto, el territorio, independientemente de su constitución como refugio, ya sea como dominio del horizonte desde el abrigo, la cueva o la choza, estando su origen en el más allá de la arquitectura. Francisco Careri, desde esta visión, nos habla del hecho de que “las dos grandes familias en que se divide el género humano viven en dos espacialidades distintas: la de la caverna y el arado que cava su propio espacio en las vísceras de la tierra, y la de la tienda colocada sobre la superficie terrestre sin dejar en ella huellas persistentes”.
De su posesión nace la imperativa necesidad de una defensa, en cualquiera de ambas, amparada en mil razones, desde la mera supervivencia, pasando por la creencia religiosa hasta el moderno concepto de la obligada seguridad a prestar por quien es garante de su ejercicio, la tribu, la comunidad, la nación o el estado. Así, modernamente de todos son conocidos los desajustes en la aplicación del concepto de la territorialidad con la existencia de pueblos como el kurdo o el vasco sin Estado propio y con una territorialidad dispersa dentro de otros (Turquía, Irak, Irán, Siria / España, Francia). Y junto a ello, por ende, el miedo a una definitiva pérdida de lo que es o queda, por conquista del otro, y el subjetivo resabio del saberse conquistado, dando sentido a la altruista muerte así como a la heroica y hasta resistente, en ocasiones, necesidad del matar en presunto beneficio del absolutismo perverso (Lévinas) de la comunidad, que Sebreli, entre otros, achaca a los excesos del romanticismo.
Aunque en este sentido, comunidad no siempre tiene que ver con una realidad identitaria enraizada en la Tierra y, con posterioridad, en la sangre, concepciones que tradicionalmente han derivado en malentendidos conducentes al exterminio del otro, del que lo ocupa no siendo considerado como natural de aquél, de solidaridadesbasadas en el lazo de unión que supone un grado de parentesco, o del obviamente diferente en función de una mera característica física. Un sentido, trabajado desde presupuestos diferentes como los defendidos por Roberto Esposito cuando, de forma categórica, llega a afirmar el que en realidad la función del Estado en la tradición hobbesiana no es la de eliminar el miedo sino, todo lo contrario, el de hacerlo seguro.
El nacionalismo, por otro lado, como ha sabido apreciar Joan Nogué haciendo suyos los humanos sentimientos de filiación identitaria basada, entre otros, en la territorialidad, ha promovido un retorno al lugar amparándose nuevamente en la dialéctica de lo global frente a lo local en época de la mundializadora globalización. Espacio y territorio, por tanto, aunque participen el uno del otro no son la misma cosa. Desde luego, sin espacio no hay territorio, pero la naturaleza de lo espacial no se ciñe a este único ámbito. Existe un espacio aéreo, otro acuático, así como un espacio público y otro privado, o uno de percepción subjetiva frente a otro más objetivo y, finalmente, un espacio en el tiempo que es el histórico, otro en el geográfico, por no decir nada del político que todo parece condicionarlo. A ello se refiere Karl Schlögel cuando menciona la pluralización de los espacios. Estos espacios constituyen a su vez mundos en su acervo más universal y lugares, que a veces son comunes, en el más local. Y todos y cada uno de ellos pueden llegar a ser considerados en sí mismos como mundos. Pero como bien supo apreciar McDowell, en el supuesto de que quisiéramos concebir el conjunto de la experiencia de un sujeto como algo que está hecho a base de impresiones, a base de afecciones por parte del mundo, siempre habrá de serlo “sobre alguien que posee capacidades sensoriales”, iniciándose a partir de ahí el debate sobre la doble naturaleza humana, nudo gordiano de todo aquello que a partir de aquí desarrollemos. Y cuestión que vino a ser matizada por el filósofo Zubiri con su diferenciación entre la animalidad por él denominada sentibiente, basada en el estímulo y la impresión, frente a la condición humana como un complejo donde convergen simultáneamente en la acción los elementos de la intelección, del sentimiento y de la volición, resumido en la fórmula del hombre como animal de realidades frente a la quiescencia estimúlica conducente a la satisfacción del resto de seres vivientes.
Del viviente nos habla también, desde el quinismo, el filósofo alemán Peter Sloterdijk, interrogando el pensamiento de Heidegger cuando afirma que: “Viviente es aquél que se entiende a sí mismo como superviviente, como alguien ante el cual la muerte ha pasado y que comprende el espacio de tiempo que le resta hasta el definitivo y renovado encuentro con la muerte como posposición”. Idea que comparto plenamente. Entendiendo, con anterioridad, el que en conclusión del mismo pensamiento heideggeriano, tras una “primigenia deshogaridad de la existencia, el mundo nunca puede ser el hogar seguro del hombre. Ya que la existencia es profundamente deshogarizada, el hombre no albergado siente un impulso que lo hace dirigirse hacia los albergues y patrias artificiales” que le han de “permitir así huir del miedo retirándose a las habituaciones y a las habitaciones”. En Zubiri, otro ejemplo más, habitud viene a ser el modo propio de todo viviente de “habérselas con las cosas”. Y a nadie se le oculta el que este filósofo fuera influenciado por Husserl y Heidegger, por el pensamiento fenomenológico del primero que derivase en el existencialismo del segundo, con quienes trabajó entre los lejanos años de 1928 y 30. Para finalizar, Rorty, cuya tradición poco tiene que ver con los anteriores, aunque bajo el intento de conciliación de pragmatismo analítico y hermenéutica continental, nos dice de las cosas mismas que pueden ser de dos clases: “una espacial y otra no-espacial”.
De este espacio y mundo, en el que Fustel de Coulanges propone ser el lugar donde se ubica el hogar del ambivalente fuego sagrado, protector a la vez que destructor, y donde en ocasiones también nos desfogamos, se infiere un consumo de la materia experiencial que es en sí misma la vida. Y aun siendo así el lugar que ocupe la humanidad en el mundo, para su convivencia, debería estar abocado a erigirse en hogar. Esto es lo que constituye para el geógrafo Yi-Fu Tuan la idea de mundo-casa donde el hogar “aun siendo reconstituyente puede resultar opresivo”, así como “el cosmos aun siendo liberador, puede presentar aspectos apabullantes y amenazadores”.
Fuente: http://www.noticiasdenavarra.com/2010/02/19/opinion/tribuna-abierta/el-hogar-de-una-humanidad
SPAIN. 21 de febrero de 2010