Se tienen noticias del escepticismo por el testimonio de dos historiadores y filósofos casi contemporáneos, Diógenes Laercio, nacido en Laertes de Cilicia a finales del siglo II o principios del III y el médico Sexto Empírico, un médico de la escuela metódica, sobrino de Plutarco y natural de Queronea, que florece bajo Antonino Pío y es probablemente uno de los maestros de Marco Aurelio. Diógenes en su libro VII de la Vida de los filósofos más ilustres al hablar de Pirrón, el primer escéptico, hace según su método, un recorrido por los filósofos que desde Alejandro hasta su tiempo han desarrollado esta doctrina.
En cuanto a Sexto, escribe, además de las Hipotiposis pirrónicas (una especie de manual de las doctrinas escépticas), diez libros Adversus mathematicos, que contradicen sucesivamente las opiniones de los gramáticos y retóricos, los geómetras astrónomos, aritméticos y músicos, y en fin los lógicos, físicos y éticos. Según Diógenes es además autor de una serie de «tratados excelentes» que desgraciadamente se han perdido. Su obra, además de presentar una visión exhaustiva de los principios del escepticismo griego y romano, proporciona abundantes noticias sobre los filósofos de la época helenista.
El siglo II es la edad de plata de la literatura greco-latina y la época de mayor esplendor del derecho romano y del Imperio, regido sucesivamente por Adriano y los Antoninos. Allí escriben Luciano de Samosata, Arriano de Nicomedia, Galeno, Claudio Tolomeo, Apuleyo, y el propio emperador Marco Aurelio, además de los juristas Gayo, Papiniano y Ulpiano. También los primeros apologistas cristianos, San Justino, Taciano y Atenágoras, y en fin los gnósticos Valentín, Basílides y Marción.
Los testimonios de los dos escritores sobre las diversas variantes del escepticismo coinciden plenamente. Diógenes Laercio es un excelente historiador, que resume en unas pocas páginas las tesis centrales de la escuela. Su fuente ha sido con toda seguridad la muy extensa obra de Sexto, que concentra convencionalmente en la vida de Pirrón, la última de sus biografías. antes del libro de homenaje a Epicuro. Las Vidas, igual que las Hipotiposis, separan las dos variantes de la escuela, por una parte los desarrollos de la Academia Media y Nueva, y por otra el último escepticismo, que se remite de forma artificial a su fundador.
El escepticismo como negación
El primer filósofo escéptico de que se tiene noticia es Pirrón de Elis, con quien se inaugura la política y el pensamiento helenista. Es efectivamente contemporáneo de Alejandro Magno, participa en su campaña de Oriente, y junto con el atomista Anaxarco conoce a los magos de Persia y a los gimnosofistas de la India. Pirrón no deja nada escrito, y su escuela de Elis tiene corta duración, pero su condición de pionero de una de las tres o cuatro grandes tendencias de la filosofía helenista es motivo de que los doxógrafos e historiadores se ocupen de su figura y le dediquen en sus escritos permanente atención.
A finales del siglo tercero –esto parece una constante en todas las crisis de una civilización– aparece lo que ahora se llama el pensamiento débil. Por un lado los megáricos con sus discursos aporéticos critican la robusta filosofía del Liceo; además los académicos, fieles a la enseñanza de Platón reconocen al lado de la ciencia de las esencias, la opinión incierta sobre el mundo cambiante del devenir sensible; en fin los sofistas distinguen lo que es bien por naturaleza y lo que se considera como bien por una convención.
Pirrón critica esta doble alternativa de los sofistas, y de acuerdo con el texto de Diógenes, dice que «no hay cosa alguna honesta o torpe, justa o injusta». Después generaliza este principio, que no sólo tiene valor para la moral y la política: « nada realmente hay cierto, pues los hombres determinan todo por ley o por costumbre, y no hay más o menos en un ser que en otro».
Según esto, no se puede atribuir a una proposición y al mundo a que se refiere las condiciones de verdad o falsedad. Pero hay más: toda la gama de valores que va desde lo necesario –lo que es y será siempre verdadero– hasta lo imposible –lo que ha de ser irremisiblemente falso– pasando por los grados de posibilidad o de probabilidad, notiene ningún sentido, pues todo es una pura convención indemostrable y arbitraria.
2. Los sucesores inmediatos de Platón son su sobrino Espeusipo y Jenócrates: los dos jefes de escuela han compuesto una serie de diálogos, que desgraciadamente se han perdido. Les suceden Polemón y Crates, y a éstos Arcesilao, que abandona la enseñanzas de Teofrasto en el Liceo y se convierte en el primer filósofo de la Academia Media. En su época –primera mitad del siglo III– ya no interesa la filosofía teórica sobre los seres, y sólo se conserva de Platón la parte negativa y débil de su doctrina, que niega validez a la ciencia del mundo sensible.
Diógenes Laercio señala los pensadores que influyen en el pensamiento de Arcesilao: «Al parecer apreciaba mucho a Platón y estudiaba sus obras, pero algunos dicen que imitó también a Pirrón y a los dialécticos». Concretamente Aristón dice por tres veces que es al mismo tiempo Platón, Pirrón y el torcido Diodoro. Esta triple doctrina sirve para corregir las pretensiones metafísicas del primer jefe de la Academia y encierra sus enseñanzas dentro de un universo tan seguro como incierto.
El procedimiento que siguen Arcesilao y sus seguidores de la Academia Media para negar los valores de verdad al mundo que desde ahora ha de ser el teatro de la actividad ética del hombre se ha hecho clásico. Consiste en primer lugar en presentar las opiniones contradictorias de las distintas escuelas sobre las cuestiones más diversas, estableciendo así la duda y la abstención de juzgar sobre los temas más elementales.
Pero además, el mismo Arcesilao provoca en sus discursos esa contradicción hablando a favor y en contra de un mismo asunto, al parecer de una forma igualmente convincente. Por otra parte el dominio de la lógica de los megáricos le permite deducir de una proposición dos enunciados contradictorios, anulando de esta forma su pretendido carácter de verdad. En este sentido –dice Diógenes– es el primero que se atreve a cambiar la forma de argumentar de Platón, introduciendo una violenta negación por medio de preguntas y respuestas.
3. Después de descubrir que la vida terrena es el campo de la conducta ética, Arcesilao –todos sus sucesores de la Academia Media le imitan– determina de acuerdo con la orientación general de su pensamiento, que la acción no ha de ser dirigida por el conocimiento, sometido a la duda y a la epockê. Para obrar racionalmente es suficiente tener un motivo fundado o una buena razón (eulógon). Cuando en el siglo II Carneades funda la tercera Academia, sus principios recuerdan las tesis de su predecesor, a las que da una formulación más precisa. Es uno de los grandes propagandistas de la filosofía griega en Roma cuando en el año 156 ha estado en embajada junto con un estoico, Diógenes y Critolao, un discípulos de Aristóteles.
Igual que Arcesilao, Carneades defiende tesis contradictorias sobre un mismo lugar común para producir la duda. Durante su permanencia en Roma construye un discurso espléndido sobre la justicia, demostrando que es el fundamento de la vida civil y del Estado, pero pocos días después expone a los espantados provincianos latinos otro discurso, todavía más convincente que el primero, diciendo que la justicia es diferente en todas las edades y que los romanos se han convertido en amos del mundo, gracias a que practican la injusticia robando a los demás pueblos las posesiones que en rigor les pertenecían.
Los filósofos de la Nueva Academia permanecen fieles a las enseñanzas de Platón, y niegan que haya un criterio de verdad, ni siquiera un motivo bastante fundado objetivamente para la acción. Hay que decir que su actividad se extiende a los primeros siglos de Roma y todavía más, pues el propio San Agustín escribe uno de sus primeros libros contra el escepticismo de los académicos, afirmando, sin ningún género de dudas la primacía del sujeto, que se salva en esta universal puesta en paréntesis del mundo objetivo.
4. El mismo Carneades introduce un criterio para la acción, pero como se trata de un criterio subjetivo, el mundo de las cosas materiales sigue sometido a la rígida condena decretada por Platón. Carneades descubre que la seguridad en la verdad o falsedad de un enunciado es imposible, y es también imposible la suspensión total del juicio a la hora de orientar la conducta. En cambio sí se puede establecer un canon de medida subjetivo: son los tres grados de probabilidad, que se ponen en conexión con el comportamiento que se quiere desarrollar.
La probabilidad simple, que se corresponde con la estadística clásica se aplica a una representación probable, antes de consultar otras alternativas que la pueden invalidar el modelo tópico es el número que marcará un dado al comenzar el juego. Este grado inferior vale para aquellas acciones que no tienen demasiada trascendencia, y sustituye a una conducta, en otro caso puramente pasiva.
Cuando en una observación natural, una representación no se contradice con otras de la misma clase, el grado de probabilidad es superior. Así cuando los médicos diagnostican una enfermedad, fundándose en una serie de síntomas concordantes. Esta probabilidad, digamos, de tipo medio dirige actividades más importantes: el mismo modelo del acto médico es el mejor modelo de interés del segundo proyecto. Todavía es posible una probabilidad máxima, la que se corresponde con un fenómeno examinado en todas y cada una de sus partes. Es lo más parecido a un experimento de la ciencia moderna, donde el investigador provoca las condiciones del dato observado en busca de un control exhaustivo. y de una conexión que evita la falsación de los datos sensibles. Este grado de verdad se aplica a momentos decisivos de la vida, cuando, sin llegar a una verdad absoluta se exige una mayor seguridad.
5. El escepticismo en todas sus variantes, igual que las demás filosofías helenistas, no se circunscribe al largo período que empieza en el siglo III a. de C y se prolonga durante más de seis siglos en Grecia y Roma. A cada cierto tiempo vuelve a aparecer en figuras ilustres de la Edad Media, de los tiempos modernos, y hasta en el siglo actual, y tiene por consiguiente una condición inmortal. En su versión probabilista está representado por uno de los grandes pensadores del siglo XVIII, David Hume.
El filósofo escocés, en un brillante análisis de la relación de causalidad exige que la vivencia de la causa preceda a la del efecto y que los dos fenómenos guarden una conexión constante. A medida que experimentamos esta sucesión la visión del primer fenómeno aumenta la creencia de que aparecerá el segundo y aumentará también su probabilidad. Pero en todo caso nunca se tiene consciencia de un nexo necesario entre los dos acontecimientos, ni se alcanza la certeza absoluta de su relación. Por un mecanismo análogo se puede alcanzar con creciente probabilidad la creencia en la continuidad de fenómenos no percibidos. Cuando una y otra vez vuelvo a la habitación y compruebo que los muebles mantienen de una forma constante el mismo orden y coherencia, cuando en un horizonte más amplio tengo una vivencia de un sol que aparece Interminablemente en intervalos repetidos, fácilmente atribuyo la causa de estos estados discontinuos de consciencia a la permanencia de un mundo más allá de la percepción.
Hume no puede tener la seguridad de una existencia absoluta de las cosas, pero la repetición constante de los mismos fenómenos aumenta la probabilidad de su nueva aparición, y esta creciente probabilidad, cada vez más cercana a la certeza, es suficiente para desarrollar su vida. De esta forma el filósofo toma parte en la larga cadena de pensadores académicos, y es una buena muestra de lo que Husserl llamaba «la inmortalidad del escepticismo».
El escepticismo como interrogación
6. Es el aspecto más positivo de la escuela escéptica, el que, la permite desafiar continuamente a los dogmáticos y los negadores. Ya en el primer apartado de sus hipótesis pirrónicas, Sexto Empírico se refiere a la suprema distinción de las filosofías. Frente a los que pretenden haber encontrado la verdad –los aristotélicos, los epicúreos, los estoicos y algunos más– y frente a quienes declaran que no puede conocerse, como Clitómaco, Carneades, sus discípulos y otros académicos, la escepsis simplemente se pregunta.
Así que, por la pluma de uno de sus más ilustres representantes, los escépticos se dividen en dos tendencias, según que nieguen la posibilidad de encontrar la verdad, o superen cualquier juicio de existencia o no existencia a través de la interrogación. Esta idea de la filosofía como nesciencia rigurosa tiene sus antepasados en Sócrates con su afirmación de una ignorancia total, y en Arcesilao, que acentúa la doctrina del maestro, ya que niega hasta la seguridad de ese desconocimiento.
La teoría del significado de los estoicos ayuda a comprender esta actitud interrogante. Los enunciados o lekta completos pueden ser preguntas, interrogaciones, órdenes, promesas, ruegos, proclamas y suposiciones. Pero ninguno de ellos admite los valores de verdad o falsedad, reservados únicamente a los axiomas, que en el vocabulario de la Estoa se traducen por los juicios o proposiciones de Aristóteles.
Así pues, todos los filósofos que se interrogan se separan claramente de quienes afirman o niegan un evento cualquiera. Es más una interrogación sólo tiene sentido cuando la posibilidad de enunciar un juicio o su negación queda totalmente excluida. Y por otra parte el sujeto que se pregunta se encuentra en un estado de ánimo de radical inseguridad, la única que hace posible y exige la actitud de interrogar.
7. Lo mismo Diógenes Laercio que Sexto Empírico –en este punto sus testimonios son concordantes– explican la técnica que los maestro de la escuela emplean para lograr la epokhê en forma de interrogación. Parece ser que es Enesidemo quien presenta diez antítesis, que en vista de su carácter contradictorio obligan a suspender cualquier actitud dogmática. Un primer grupo de tropos o antítesis se preocupa de los distintos sujetos de conocimiento , de sus disposiciones y estados de ánimo o de la variedad infinita de costumbres.
El primero de estos conflictos trata de la diversidad de los animales y de sus correspondientes sensaciones y estados de placer o de disgusto. Según su diferente constitución perciben el objeto sensible de diferente forma, y a propósito de esta diversidad Sexto multiplica los ejemplos y establece el principio general según el cual «como las cosas aparecen desemejantes según los animales, podremos decir ciertamente cómo se nos aparece un objeto, pero tenemos abstenernos de decir cómo es en realidad.»
En relación con esta primera diversidad de animales, está la contradicción entre las sensaciones. La manzana –y lo mismo los demás objetos sensibles– aparece lisa, fragante, dulce, de determinado color, pero aunque la vista, el olfato, el gusto y el tacto, captan cada uno de estos fenómenos, todos los sentidos se paran en estas diferencias, pero ninguno nos informa, ni todos juntos, de lo que la manzana efectivamente es.
Siguiendo con los modos o antítesis propios del sujeto, es preciso añadir que varían también de acuerdo con los estados de ánimo de cada uno. El mundo se ve de distinta forma según se es joven, maduro o anciano, pero también si se está alegre o triste, atrevido o tímido, amante o desdeñoso. Como no se puede decir que todas estas disposiciones son verdaderas ni que ninguna de ellas se cumple, sólo cabe admitir su diversidad y la diversidad del mundo al que hacen frente.
8. Bastante más importante es la contradicción de los hombres, también diversos en su cuerpo y su alma, y lo que es más importante en sus opiniones. Esta variedad aparece más claramente en las opiniones de los dogmáticos, que llevan inevitablemente a la epokhê. «Pues o los creemos a todos o sólo a algunos; pero a todos es imposible, pues ello equivale a admi= tir enunciados contrarios, y si debemos creer a algunos, que nos digan por favor quiénes son». Es una de las primera muestras de la «irrisio philosophorum», destinada a suscitar la epokhê en forma de interrogación y sostener así paradójicamente un sistema de filosofía.
La última contradicción resalta todavía más esta diferencia entre los hombres, pues se refiere a la variedad de costumbres en los pueblos, a las leyes tan opuestas en Roma a los bárbaros o los griegos, a las conductas –el cinismo de Diógenes nada se parece a la moral de Aristipo, los espartanos o los antiguos italiotas– a las conjeturas dogmáticas, a los mitos que los poetas introducen. Como en este modo tan grande contrariedad de cosas, no se puede saber cuáles son los que por naturaleza son reales, y sólo cabe describir la infinidad de las que aparecen a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía.
Sexto Empírico analiza todavía un nueva modalidad, que desemboca sin remedio en el estoicismo, y es la de relación. Al término de su descripción dice que «todo guarda relación con nosotros, puesto que frente a nosotros aparece. Y determinando así que todo es relativo, es evidente que no podemos decir con precisión cuál es la naturaleza misma del objeto, sino cómo aparece en relación con nuestro conocimiento». Es claro que en estas condiciones se impone la abstención del juicio, que no puede establecer la condición absoluta de ninguna cosa.
Los otros tropos o antítesis tienen menos importancia para producir la epokhê y se refieren a los caracteres cambiantes del objeto. Aparecen efectivamente distintos según sea su posición y su distancia, sus cantidades, su mayor o menor frecuencia, pues algo tan espantable como el sol no nos asusta al verlo todos los días, y en cambio llenan de temor los cometas, por su rareza. En fin las cosas nunca se muestran aisladas, sino mezcladas, y la naturaleza de la mezcla nos las presenta con caracteres muy diferenciados.
9. Tanto Sexto como Diógenes, atribuyen otras cenco modalidades o tropos a Agripa, un filósofo del que poco se sabe, como no sea que pertenece a las escuelas más tardías del escepticismo. Las dos primeras aporías repiten las más importantes de Enesidemo y se refieren a la imposibilidad de conocer la existencia absoluta del objeto. Por una parte la discrepancia de las escuelas dogmáticas –no podemos quedar con todas, ni elegir arbitrariamente a una cualquiera– y por otra el carácter relativo del conocimiento que sólo alcanza a describir los fenómenos tal como se nos aparecen, pero no las cosas en sí mismas.
Las otras tres aporías son nuevas y se ocupan de la lógica y en particular de la imposibilidad de enunciados ciertos. Los primeros principios de una cadena de demostraciones son evidentemente indemostrables y no pueden ser conocidos, ni por sí mismos ni por una razón anterior que los justifique. Son hipótesis puramente convencionales y sin valor alguno de verdad. Para estar seguros de una proposición sólo caben dos recursos.
En primer lugar evitar esos principios mediante, una cadena interminable de enunciados, cada uno de los cuales exige una razón previa, que necesita igual mente demostración. Porque en otro caso sólo es posible el dialélon o reciprocidad, cuando lo que ha de confirmar una cuestión tiene necesidad de que esa proposición lo confirme. De esta forma el criterio de verdad –sea el hombre, los sentidos, la razón o la imaginación– necesita ser demostrado; pero esa demostración se establece con base a ese criterio en un círculo vicioso igualmente interminable.
Las Hipotipósis en su apartado dieciséis reducen todas estas aporías metafísicas y lógicas a una sola que se despliega en dos momentos. Se parte de la discordancia entre todos los filósofos dogmáticos, sobre todo los peripatéticos, los epicúreos y los estoicos. Esa contradicción exige demostrar una doctrina con toda seguridad para escapar de la duda y la abstención de juzgar. Pero la demostración es imposible pues desemboca en principios indemostrables, en hipótesis, recursos al infinito o en círculos viciosos.
10. En el segundo libro de las hipotipósis, Sexto Empírico, después de repetir las aporías de Agripa, negando la posibilidad de una demostración, las aplica a cada uno de los apartados clásicos de la lógica. Para empezar por lo más evidente, niega todo valor al método inductivo, pues nunca se establece una ley general partiendo sólo de algunos casos particulares, los pasados por alto la pueden contradecir ni de todos, pues los casos concretos son infinitos e indefinidos.
Critica también el silogismo categórico y demuestra que ninguno de los argumentos de los maestros de la Estoa o del Liceo es concluyente. En el ejemplo tópico, la premisa mayor «Todo hombre es animal» se confirma inductivamente a partir de cada uno de los casos particulares. Resulta entonces que la proposición «Sócrates es animal», que justifica esa premisa, es al mismo tiempo su conclusión en un claro ejemplo del dialélon o círculo vicioso.
Lo mismo sucede con la definición, que no es necesaria para la comprensión –se pueden y deben comprender las cosas antes de definirlas– ni para la enseñanza. Por lo demás es otro ejemplo de circularidad, porque la definición se juzga por el definido y a su vez el definido toma todo su valor de la definición. Además, cuando se pretende ascender en el conocimiento, definiendo cada uno de los términos de la definición, se cae en otra de las aporías de Agripa, la reducción al infinito.
El último apartado de esta crítica de la lógica de los dogmáticos es probablemente el más interesantes, al tratar de los sofismas, y particularmente del argumento cuya conclusión es falsa, como sucede con la lógica de los megáricos. Es necesario que ese razonamiento, no sea concluyente –si la conclusión no se deriva de las premisas– o haga falsas esas premisas si efectivamente existe una implicación. En los dos casos trabaja a favor de los escépticos al negar la validez de una proposición y abrir camino a la interrogación.
11. Las aporías presentadas por Enesidemo y Agripa y recogidas por Diógenes Laercio y Sexto son la técnica que los escépticos emplean para lograr la abstención del juicio y adoptar una actitud interrogativa. En la Hipotipósis se renuncia a conocer las cosas en su ser independiente, pues sólo conocemos –y esto con toda evidencia– los fenómenos, tal como se nos presentan. El primero que intuye que esta condición puede desembocar, no sólo en una negación o una permanente interrogación, sino en una descripción, es San Agustín: «Si me niegas el mundo estamos discutiendo de palabras, porque yo a eso que vemos lo llamo mundo».
Mucho más cerca de nosotros, la fenomenología descubre que el dato original de que se debe partir es el fenómeno en cuanto objeto de percepción o recíprocamente, el acto de percibir, que necesariamente requiere un objeto. A partir de esta vivencia primera, una enérgica operación de limpieza –la epokhê fenomenológica– suprime todo cuanto se ha ido añadiendo al mundo inmediatamente vivido. Entre otras cosas es preciso eliminar la existencia independiente y externa de los objetos y el universo en que están contenidas. Esta puesta entre paréntesis impide cualquier juicio, que afecte a la realidad percibida, dejando de lado la percepción.
En cambio sí es posible (Ideen 90 ad finem), porque de ello hay vivencia inmediata, decir que una percepción es consciencia de una realidad, e incluso describir esa realidad tal como se aparece. Lo que queda después de la reducción fenomenológica es un mundo que mantiene toda su riqueza –incluidas sus propiedades secundarias y su carácter mismo de existencia– pero todo ello en forma de fenómeno de consciencia.
Pero esta reducción afecta también al sujeto, que no sería tal si no se proyectase directamente sobre un mundo. Por eso en la experiencia original, ni la consciencia está afectada por la duda ni su mundo, en cuanto referente objetivo es dudoso. La fenomenología completa así el doble, parcial y genial descubrimiento de Descartes y Berkeley –«Pienso, luego existo»– «Es percibido, luego existe», a través de una fórmula –escasamente literaria, pero exacta– que expresa el carácter bipolar y complejo de la realidad radical: «Ego cogito cogitata.»
El escepticismo como actitud
12. Todas las escuelas helenistas están orientadas hacia la acción, sobre todo en la época romana, y habrá que esperar al neoplatonismo para volver al espíritu teórico, que ha inspirado la filosofía griega. Esta preocupación por determinar una técnica de vida es visible en el epicureismo, con su control de los deseos innecesarios y de los temores infantiles, y en el estoicismo, que predica la paciencia y la tenacidad, muy de acuerdo con la conducta individual y colectiva de los hombres del Imperio.
La base de este comportamiento inalterable, es en cada uno de los casos una forma de enfrentarse al mundo, una actitud, de donde surgen las diferentes acciones que la definen. En el epicureismo esta actitud es el sosiego y el gozo ante una existencia tan bella como breve. Los estoicos, por el contrario son un modelo de impasibilidad, ante los acontecimientos cambiantes de la fortuna, y de dominio de los que dependen de su control.
En un principio parece que los escépticos no participan de una actitud práctica y de las acciones que se derivan de ella, pues su filosofía es teórica, aunque niegue o someta a una perpetua interrogación cuanto los dogmáticos afirman con toda seguridad. Pero su abstención de juzgar es preludio de otra disposición, posiblemente mucho más radical que la de sus compañeros de la Estoa o del Jardín. Su forma de ver las cosas es tan esencial y primera que a su lado tanto el sosiego como la apatía parecen estados de ánimo derivados.
En el vocabulario de la época helenista esta actitud recibe el nombre de ataraxia, que de una forma imprecisa significa tranquilidad. En una traducción más exacta –y por cierto muy española– vale tanto como «ver los toros desde la barrera». Naturalmente quienes disfruten de esa condición no necesitan adoptar un ánimo sosegado o imperturbable, pues su situación es previa a cualquier avatar de la vida o de la fortuna. Este carácter primero se manifiesta en la necesidad que los escépticos, y particularmente Sexto Empírico, tienen de combatir a los dogmáticos y a la conducta que se deduce de su teoría.
13. Los escépticos censuran duramente a las demás escuelas helenistas porque su actitud y su conducta vienen en segundo lugar, después de haber establecido teoría física. Mientras se adelantan a juzgar sobre la verdad o falsedad de las cosas son incapaces de adoptar la actitud del espectador desinteresado, la única que puede proporcionar la total tranquilidad del espíritu. Por eso los desarrollos de Diógenes y sobre todo el libro tercero de las hipotipósis de Sexto se dedican a desmontar los conocimientos de los epicúreos y estoicos, que tienen la misma condición de las otras filosofías dogmáticas.
Cuando todos ellos escriben sobre los dioses, la discrepancia de opiniones y la consiguiente irrisio philosophorum es máxima: «Entre los dogmáticos, unos dicen que dios es cuerpo, otros que es incorpóreo, que tiene o no tiene figura de hombre, que está o no está en un lugar, y de quienes lo localizan, algunos lo sitúan dentro del mundo y otros fuera. Entonces ¿cómo pueden admitir una noción del dios o de los dioses, si no están de acuerdo por su forma, ni siquiera por su lugar?»
Por lo demás, no tiene sentido –en esto sí están de acuerdo todas las escuelas– en atribuirle una existencia bienaventurada, porque si nada saben de la sustancia de dios y de sus accidentes, tampoco pueden pensar en él e imaginarle. Como además siguen discutiendo, y esta vez de la forma más violenta, sobre la felicidad y sobre la virtud –si es la apatía o el sosiego, la austeridad o el placer– tampoco pueden trasladar a la divinidad la condición moral que defienden en el hombre.
La abstención de un juicio debe afectar a la misma existencia o no existencia del dios, al que no conocemos de una forma directa o indirecta. No de una forma directa, pues no tenemos de él una prueba evidente. Pero tampoco indirectamente por medio de sus efectos, porque si no hace providencia ni hay obra suya, nadie podrá comprenderle, si todo lo gobernase no habría maldad en el mundo, si sólo atiende a algo y no puede ni quiere evitar el mal en todo lo demás, no será poderoso ni bueno.
14. Sexto Empírico continúa desmontando la física de los epicúreos y los estoicos, y en un segundo momento censura la certeza de la idea de causa. En principio parece indudable que exista una causa –contra la doctrina de Demócrito y Epicuro que entregan el mundo al azar– pues en otro caso, no se explicaría el movimiento y los procesos físicos derivados, y además todo sucedería de forma caprichosa. Por lo demás cuando los atomistas dicen que no hay causa, o su afirmación es arbitraria y por lo mismo increíble, o tiene una razón y causa, y en este caso se admite implícitamente lo que expresamente se niega.
Pero la doctrina de una causalidad y un determinismo universal –tal como lo defiende la otra escuela de los estoicos– está igualmente sometida a la crítica de los escépticos. La causa no puede ser desde luego venir antes o después del efecto, y necesariamente ha de coexistir con él. Y como para imaginar la causa es preciso conocer antes el efecto, y recíprocamente para conocer el efecto se requiere saber la causa, ninguno de los dos se puede entender sin un recurso al círculo vicioso.
El mismo proceso circular sucede, cuando el filósofo estoico afirme su doctrina causal. Pues si su afirmación no es arbitraria debe tener una causa, y así se da por supuesto lo mismo que se quiere demostrar. Lo que en el caso de los atomistas desemboca en una contradicción y una reducción al absurdo es ahora una petición de principio y un modo dialelon. Decir que nada sucede sin causa conduce a otra de las aporías lógicas de Agripa, y sobre todo pone en cuestión la doctrina necesitante del estoicismo. «Como estamos investigando por la existencia de una causa, no tenemos más remedio que buscar una causa de la causa de que haya alguna causa y de ésta otra y así hasta el infinito. Y como es imposible que haya un número infinito de causas, no podremos declarar que exista una causalidad universal.» En resumen, como, tanto las teorías que niegan la razón y la causa de las cosas, como la que afirma la necesidad de una causa son igualmente verosímiles, es también preciso en este punto abstenerse de cualquier juicio de existencia, y criticar las pretensiones de los dogmáticos.
15. La puesta en paréntesis de la existencia y naturaleza de los dioses, de su acción sobre el mundo y de la causalidad universal tiene derivaciones morales, pues si el mundo es obra del azar y la divinidad no se preocupa del destino feliz o desventurado de los hombres será preciso seguir la doctrina de Epicuro y Lucrecio y sus discípulos. Así que el placer y sobre todo la ausencia de temores infantiles ante la seguridad de la muerte y la amenaza de castigos por parte de seres superiores y severos, será el supremo bien del hombre.
En cambio un determinismo universal, efecto de una Razón, que actúa necesariamente sobre todas las cosas y sobre la misma vida del hombre en ciclos sucesivos y repetidos –es la teoría de los estoicos– exige una actitud de respeto y obediencia a las leyes de la Naturaleza, puesto que sólo obedecer a dios es libertad. En este caso el bien es la virtud, la fortaleza con que aceptamos el destino de cuanto depende de nosotros y resistimos los caprichos de la Fortuna. Pero quien se limita a mirar y prescinde de la existencia o no existencia de una causa, como los escépticos, mantiene una disposición de ánimo primera, anterior al placer o a la virtud.
La contradicción de los filósofos no se limita a la defensa del azar o de las causas, porque se extiende a la existencia y condición de la divinidad: «La mayoría dicen que existen los dioses, pero algunos, como Diógenes de Melas, Teodoro y el ateniense Critias, que no existen. Pero entre los mismos que afirman su existencia, unos se refieren a los dioses de su pueblo, otros a los imaginados por las sectas dogmáticas. Algunos dicen que hay un dios, otros que muchos y diferentes en sus formas, como sucede con los egipcios, que les dan forma de perro, de halcón, bueyes y cocodrilos y muchos más. Y esta discrepancia afecta también al ritual y a los sacrificios.»
La contradicción sobre las causas y sobre esa causa eficientísima y primera que es la divinidad, se confirma por la divergencia de las costumbres, pues no hay práctica por disparatada que parezca –el ayuntamiento entre varones, el unirse públicamente con las mujeres, la prostitución, el matrimonio entre hermanos, la comunidad de mujeres, el adulterio o el sacrificio ritual– que no sea condenada por unos pueblos y alabada por otros.
16. Lo más notable es que los mismos filósofos participan en esta ceremonia de la confusión. No sólo los cínicos, sino los mismos estoicos –a quienes Sexto Empírico parece tener particular hostilidad– dicen que es indiferente la práctica de lo que otros llaman «uniones contra natura», y Diógenes Laercio confirma los amores de Polemón y Crates, de Arcesilao y Crantor. Aristipo, a pesar de los reproches de Platón vestía ropa femenina, y el mismo fundador de la Academia defendía la comunidad de mujeres. En los capítulos finales de su obra Sexto extrae las consecuencias de su crítica de la causalidad universal y del azar. En primer lugar no existen acciones buenas por naturaleza, malas o indiferentes, y no tienen más razón los estoicos con su severo determinismo que los epicúreos con su gozo y su ausencia de temores ante el destino. En consecuencia tampoco puede existir ningún arte ni técnica de vida, porque las dos escuelas, además de desconocer la naturaleza del bien, vuelven a caer en contradicción al señalar la orientación de la conducta humana.
Por eso el escéptico, en vista de tan gran discrepancia se abstiene de juzgar lo qué es preciso practicar, y evita la precipitación de los dogmáticos. «Gracias a esto permanece impasible en medio de todas estas cosas sujetas a opinión y modera su estado de ánimo… en cambio quien admite que algo es bueno o malo por naturaleza, y está sujeto a la exigencia de hacer o no hacer de ninguna forma algo, se ve perturbado de mil maneras».
Pero también es imposible enseñar el arte de vivir es una nueva diferencia de la escepsis, con relación a las otras escuelas, que pretenden orgullosamente saber algo y tener discípulos. Porque ni se enseña lo que de suyo es evidente, pues los fenómenos aparecen por igual a todos, ni cuanto no es inmediatamente evidente, como otra vez se demuestra por la insalvable diferencia de opiniones. Y por todas estas razones desaparecen de golpe, lo mismo el que enseña que el que aprende.
17. En la edad moderna, entre los filósofos que representan esta tercera variación de la escuela –el escepticismo como forma de vida y actitud– el más ilustre es Miguel de Montaigne. Vive en el contradictorio siglo XVI, pero como dice de sí mismo en su tratado sobre la presunción, toda su existencia, desde la más temprana infancia «fue llevada de forma suave, y libre de cualquier obligación rigurosa, y ello me ha hecho de complexión delicada e incapaz de preocupación». En este ambiente escribe lentamente y edita su única pero considerable obra, los Essays, distribuidos en tres libros, respectivamente de cincuenta y siete temas, treinta y siete y trece.
Montaigne abre un nuevo género literario, y lo titula –de forma más o menos consciente– con tan gran fortuna que se diferencia de todo otro escrito con pretensiones de alcanzar una verdad definitiva. El ensayo de cualquier producto literario o musical se juega en ausencia del público y no está sometido al severo juicio de un tribunal, a su aprobación o suspenso. El lector de los Essays, según esto, considera sus afirmaciones como la primera exposición de una doctrina, y el descubrimiento de un nuevo estudio, que lejos de imponerse dogmáticamente, solicita la libre opinión de quien lo consulta.
La forma literaria de los más de cien estudios de Montaigne es también novedosa. No tienen el orden de un tratado escolástico o filosófico, pero manifiestan un dominio espléndido del habla común y del latín clásico, que ha sido el idioma primero del escritor. Los temas son tan numerosos como revueltos: la tristeza, la ociosidad, el porvenir, los mentirosos, los caníbales, los caballos de combate, la amistad, la cólera, el miedo, la pedantería, la vanidad, la presunción, la incertidumbre de juicio, la locura de quienes pretenden distinguir con sus solos medios la verdad de la falsedad.
Por todo ello, Miguel de Montaigne y sus obras son la mejor muestra de esta tercera variación del escepticismo, su carácter de modo de vida y de actitud, la de quien está exento de preocupaciones y se considera como el espectador por medio del cual el mundo se convierte en un panorama. El verbo griego en su modo presente, sképto–mai, con el sentido de mirar y más precisamente observar desde lejos, traduce fielmente esta disposición de ánimo.
Fuente: http://www./ec/2011/n108p08.htm
El Catoblepas • número 108 • febrero 2011 • página 8
Marzo de 2011. ESPAÑA