Aristóteles consideraba que la felicidad sólo se alcanzaba con la “sabiduría”. La “sabiduría” implicaba ir mucho más allá del conocimiento utilitario, significaba trascender del mismo y dejar lugar para que fluya otro menos interesado y más humilde y curioso frente a lo que nos rodea. Se refería a la “contemplación”, semilla imprescindible del asombro y del cuestionamiento constante; lo que permite la filosofía y consagra la creación artística.
No obstante, el ejercicio de la contemplación tiende a ser un privilegio de minorías, porque se nutre de cierto “tiempo libre”, un derecho que en sociedades basadas en la dominación, está reservado a unos pocos. Fue el caso de los filósofos griegos: otros trabajaban por ellos en un orden social esclavista.
Aunque la ciencia como tal emergió de las cenizas oscurantistas de las tiranías de la Antigüedad y la Edad Media, se ajustó a las necesidades de las sociedades industriales, caracterizadas por renovadas expresiones de dominación. En ese marco, no se desligó de una base epistemológica fundamentalista (herencia monoteísta), posicionando dogmáticamente a lo “científico” como sinónimo de utilitarismo y relegando la fascinación por la búsqueda y la inquietud desinteresada del conocimiento.
También, se enarboló el culto irrefutable al “trabajo”, garantizando la reproducción de masas obrero-burocráticas autómatas y acríticas, aún convencidas de que sus esfuerzos y penurias en el mundo terrenal, tendrían compensación en los cielos.
A partir de ese imaginario, el “buen” hombre o mujer, se resume en aquella persona que labura por lo menos ocho horas diarias para sobrevivir (generalmente en algo que no le apasiona, repetitivo y mecánico) y/o se centra en las rutinas de la cría de los vástagos. Si le sobra un poco de tiempo, está lo suficientemente cansado/a para realizar cualquier actividad que requiera de pensar o divagar más de lo debido. En el mejor de los casos, el ocio se trastoca en una serie de praxis evasivas y laxantes, como la ingesta compulsiva de alcohol, o en la inercia mental que conlleva la cultura del consumo mercantil y tecnológico. Y así pasan los días y los años, “y se va la vida, se va al agujero, como la mugre en el lavadero”.
La consecuencia de eso es la vinculación del ocio con lo marginal, con la decadencia, con la anomia social. Adicionalmente, la contemplación es malinterpretada como parte del “consumo suntuario” de las élites y, en ese sentido, despreciada por los que se autodefinen como “revolucionarios”, cuando en realidad su cultivo, como base para el afloramiento del pensamiento y la creatividad, debería ser exigido como un derecho humano. Al final, el entrever la inexplicable magnificencia del universo que nos envuelve y alimentarse de quimeras y preguntas, (todavía) sigue siendo gratis, pero no es posible en condiciones de encierro.
No por nada, Hermann Hesse en su “El arte del ocio”, luego de argumentar que la ciencia y la escuela “se han esforzado por arrebatarnos la libertad y la personalidad y por meternos desde la más tierna infancia en una situación de trajín forzoso y sin una pausa de respiro”, inquirió:
“¿Qué es la despreocupada magia de Baco y la voluptuosidad dulce y soñolienta del hachis frente al abismal descanso del hombre que ha abandonado el mundo y, sentado en la cresta de un monte, observa la rotación de su sombra y deja que su alma atenta se pierda en el ritmo incesante, leve y embriagador del sol y la luna que siguen su curso?”.
Fuente: http://www.lostiempos.com/diario/opiniones/columnistas/20140813/el-derecho-al-ocio_269972_592544.html
13 de agosto de 2014