¡Vida llena de alegría en el desprecio de la vida! Nietzsche
Siempre he sentido fascinación por imaginar al joven Friedrich Nietzsche leyendo a Platón y desarrollando una aversión, cada vez más feroz, por las ideas socráticas acerca de la tragedia.
Nietszche llegó a comparar el ojo (espectador de la tragedia) de Sócrates con el “ojo único y monstruoso” de un cíclope. Sócrates detestaba la tragedia, entre otras cosas porque como toda la poesía no aportaba ninguna verdad y porque la poesía trágica no estaba destinada a los que poseían “gran inteligencia”, es decir, el arte trágico les decía muy poco a los filósofos.
Sócrates admiraba a Eurípides, tal vez porque veía en él al autor que dejaba colar demasiada racionalidad en sus tragedias.
Emblemático es el caso de su Medea, que de manera casi caricaturesca abandona la escena triunfante, después de un calculadísimo y meditadísimo crimen horrendo, el asesinato de sus propios hijos para consumar una fría y racional venganza. Cuando lo irracional se ve asediado, aun dentro del horror, lo trágico tal como lo entendían los griegos parece ceder terreno y acercase a la disolución.
Nietzsche detestaba las obras de Eurípides, en parte porque percibía que su nueva concepción de lo trágico no sería más que el cortejo del propio fin de la tragedia ática y en parte también por llevarle la contraria a Sócrates. La ironía y la mayéutica socráticas eran métodos insultantemente apolíneos, que reflejan el orden y la claridad de un cosmos que, entonces, sí puede articularse y lograr un sentido absoluto.
Como buen alemán, Nietszche descreía no sólo de esos métodos, sino de sus búsquedas e intenciones; además, parecía sospechar que las fuerzas oscuras y más primarias del hombre no encontraban salida en ese exceso de luminosidad enceguecedora. De su germanía, de su instinto extraordinario, de su desquiciante predilección por la música de Wagner (y por todo lo que fuese wagneriano), pero sobre todo, de su deliciosa lectura de Schopenhauer nació una de sus nociones más brillantes: la oposición entre las pulsiones apolíneas y dionisíacas y la extraordinariamente bella conciliación de ambas mediante la representación de la tragedia.
El desbalance de Nietzsche hacia lo dionisíaco era casi una reacción natural e instintiva al desbalance de Sócrates y hasta cierto punto de Eurípides por lo apolíneo.
Nietzsche señala a los culpables de la muerte de la tragedia: se trata de dos espectadores que sentados en la grada, no participan del ritual religioso de la experiencia catártica de la liberación emocional del terror y la piedad (o del miedo y la compasión). Esta tal vez sea una de las reflexiones más cautivantes y estremecedoras de la obra de Nietzsche sobre la tragedia.
No termina de revelar a estos dos espectadores (en realidad, los asesinos de la tragedia), hasta explicar sus motivos y razones. Eurípides se cree superior a la turba de espectadores este es un primer insulto a Dionisos y se olvida de ellos para componer sus obras pensando exclusivamente en esos dos espectadores. Sólo quiere complacerlos a ellos, porque sólo ellos están dotados para juzgar sus obras. Uno de ellos es el propio Eurípides, pero el Eurípides pensador-espectador (no el poeta), y el otro es, por supuesto, el autor intelectual del asesinato de la tragedia: Sócrates.
Eurípides fue un nefasto paso atrás en relación a técnica dramática, como señaló Aristóteles. Pero es que además parece haber hecho del teatro un pretexto para ilustrar dramáticamente sus tesis filosóficas. Las Bacantes, en las que prefirió las versiones ligadas al mito órfico del Dionisos hijo de Semele, fue precisamente una obra de postrimerías, en la que parece haber cedido tenuemente en su pulso con sus predecesores y donde, en cierta forma, trata de devolver a Dionisos a su santuario: el teatro mismo.
Pero el daño ya estaba hecho.
Eurípides escoge a Dionisos como el prologuista de Bacantes, para que sus dos espectadores predilectos presenciaran al dios vuelto hombre o, mejor dicho, al dios haciendo el papel de hombre. Pero luego, ante el sectarismo y la necia intolerancia del pobre Penteo (rico en espíritu, pobre en instintos), hace que Dionisos vuelva a actuar frente al rey de Tebas, haciéndose pasar por un iniciado en los ritos dionisíacos; es decir, finge no ser el dios, no sólo para probar a Penteo, sino para disfrutar como hombre de sus propios dones divinos. No se trata sólo de darle tiempo y espacio es decir, un ritual, una fiesta- a los instintos; sino convertir esa salida emocional en un ámbito de éxtasis e embriaguez para que el alma se religue a sus orígenes telúricos más primordiales.
Dionisos es cruel, como nunca lo fue Cristo; pero ambos se hacen dioses desde la actuación, desde la representación y el fingimiento. Mienten y a través de sus mentiras nos señalan sus verdades. Dionisos se ocupa de los hombres y viene a vivir con nosotros porque su ritual, llevado desde la riqueza del festín, ayuda a vivir a los hombres. Y por ello, negarse a él, es ser absorbido por los propios instintos que acaban despedazando física y psíquicamente, como le sucedió también al primo de Penteo, el buen Acteón. Cadmo y Tiresias son también en cierta forma Sócrates y Eurípides imaginariamente ancianos y derrotados, admitiendo la divinidad y la supremacía de Dionisos, que como siempre, ha venido a reclamar su lugar.
Montanelli recoge una leyenda acerca del final de Eurípides en la que murió en Macedonia despedazado por los perros, vengadores de los dioses ofendidos. El hermoso Dionisos y las Bacantes terminaron asediando la psique de Nietzcshe, quizás porque, a diferencia de Penteo, invadió el terreno del dios y acabó en una espectacular (rica dramáticamente) autocrucificción psíquica, quizás acompañado por la inigualable melodía tarareada del Liebestod del Tristán e Isolda wagneriano.
La muerte de Sócrates, “el holgazán”, tuvo que ser una vergonzosa despedida racionalista en la que la cicuta usurpó al vino; pero seguro que la emocionalidad de Sócrates fue vivida tan intensamente, que se vio obligado a combatirla desde la razón, único escape de ella. Probablemente conocía muy bien las bondades de Dionisos y las de la poesía; su aversión es una muestra inversa de su idolatría y del reconocimiento de sus poderes. Esa paradoja es el último homenaje al divino hijo de Semele.
Fuente: http://www.talcualdigital.com/Blogs/Viewer.aspx?id=44112&b=97#
17 de noviembre de 2010
Interesante y bello artículo.
Lástima que no conozca a la mayoría de los personajes, porque me he perdido un montón de detalles.
Gracias por el aporte.