Dignidad. Por Fabrizio Mejía Madrid

Antonio Machado hace decir a su profesor sentencioso, Juan de Mairena: Nadie es más que nadie. Por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre. Ahora, casi 90 años después, diríamos ser humano, pero la máxima sigue en pie porque sigue en disputa. Mírense, si no, las diferencias entre los que abogan por los programas de rescate de los más vulnerables. En apariencia parecen lo mismo, pero no lo son. Claudia Sheinbaum y el obradorismo los plantean como derechos constitucionales, es decir, universales. Xóchitl Gálvez como temporales, en tanto consigue un trabajo, para que la gente pueda ganar su comida trabajando. El ex presidente Fox enunció lo mismo, pero con el desprecio por delante: “Los huevones no caben en el gobierno y tampoco en el país; ya se acabó que estén recibiendo programas sociales. ‘A trabajar, cabrones’, como dice Xóchitl”.

Cuando hablamos de dignidad nos referimos a lo que nos hace irreductibles como seres humanos, la vulnerabilidad ante la muerte: una forma de pertenecer a una especie planetaria que es consciente de su propia miseria mortal, de su insignificancia y, a la vez, de su grandeza. Como la define el filósofo español Javier Gomá: Todos, por el solo hecho de esa pertenencia, la poseen por igual y siempre. Además, esta dignidad igualitaria se percibe ahora como autofundada, no dependiente de otra instancia que le preste fundamento (razón, libertad, moralidad); plena desde el principio y no necesitada de perfeccionamiento, ni expuesta a pérdida, agotamiento o desgaste por una eventual conducta indigna de su titular; absoluta y no relativa a otros, hombres o animales; centrada, por último, no en los deberes que impone a quien la posee, sino en su derecho a exigir a los otros, universalmente, que la respeten, lo que prepara el terreno para desarrollar la doctrina de los derechos fundamentales.

La dignidad, por lo tanto, es un fin en sí misma. Es absoluta. No se le otorga a su poseedor por alguna acción o virtud moral que demuestre o porque así le conviene a una mayoría para el progreso o la paz, porque sea más rentable o favorezca a la utilidad pública. No es temporal hasta que encuentre un empleo, sino un derecho que le garantizan los demás por haberlos excluido, ninguneado y humillado durante generaciones. Es una deuda histórica, no un donativo filantrópico.

En el libro de Gomá hay una historia de la dignidad, desde su creación hasta su democratización. Comienza, como muchas de las consolaciones ante el deterioro, con Cicerón, quien, en vez de despreciar la vida para que la muerte nos sea menos pesada, como fue la tradición romana, eleva la vida al buen vivir. Hay que decir que antes de Cicerón la dignidad era un valor que se otorgaba con la jerarquía, los reconocimientos y que iba y venía, de acuerdo con las acciones de sus titulares o al vaivén de los tiempos. Cicerón cambia ese orden de prestigios por cualidades. En vez de los rangos del ejército o del senado, ahora componen a un hombre digno la prudencia, la justicia, la generosidad y el decoro. Este último es para Cicerón la capacidad de la razón para imponerse sobre el instinto. Sin importar el origen social o el género de quien la detenta, la dignidad comienza su senda de hacerse abstracta y universal.

Me parece que es la historia de cómo se crea un espacio propio, armado tan sólo de palabras. Al no tenerlo, siempre entre el agujero al que caemos por andar mirando las estrellas o entre los animales y los dioses, o entre la magnificencia de estar vivos y nuestra miseria de ser fugaces, la dignidad nos crea un sitio que podemos habitar. Así lo entendió el pensador renacentista Pico della Mirandola, que enunció ese lugar como una creación propia, es decir, en libertad de la propia voluntad. La libertad era la imprecisión que todos cargábamos a cuestas, como exiliados del Jardín. Pero faltaban los demás, el resto de los seres humanos. Kant lo soluciona con una obligación moral que viene de la razón que conoce la ley universal: Condúcete de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca sólo como un medio. Kant desbarata la posibilidad moral de la esclavitud pensada como el precio de un ser humano. Escribe este párrafo célebre, multicitado contra la concepción neoliberal de los humanos como mercancías, sea como fuerza de trabajo precaria o como capital humano: En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.

La idea de que es moral el uso de los demás seres humanos para nuestros fines personales, de que la avaricia está justificada, y que existen, como escribe Machado, seres humanos más valiosos que otros, viene de cierto cristianismo estadunidense que interesadamente ve en el éxito una señal divina de su designio. En vez de observar el buen vivir de Cicerón, creen que los millonarios deben existir en una especie de Jardín del Edén aislado de los pobres, perdedores, los que sobran, los daños colaterales. Eso son Gálvez y Fox. El obradorismo cree en lo contrario: en que son, como escribe Gomá, aquellos que son estorbos porque no sirven, los inútiles, los sobrantes, que se hallan siempre amenazados por la lógica de una historia que avanzaría más rápido sin ellos, los que detentan la dignidad. Parece que da lo mismo apoyar a una u otra candidata porque mantendrá los mismos programas sociales, los del obradorismo, pero la diferencia es insondable.

Notas

Fabrizio Mejía Madrid (Ciudad de México, 1968) es un escritor y analista político mexicano.

Fuente: https://www.jornada.com.mx/2024/03/09/opinion/010a1pol

9 de marzo de 2024.  MÉXICO

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