Una de las versiones más tradicionales del sentido de la filosofía es que se trata de una preparación para la muerte. Este planteamiento de tanatorio comienza en el Fedón y queda precisado definitivamente por Cicerón, mientras que Montaigne se hace eco de él en sus primeros ensayos y después se va distanciando con cierta ironía. No tanta desde luego como la de Madame du Deffand: “¿Aprender a bien morir? ¡Qué capricho! Yo a todo el mundo le he visto hacerlo a la primera y perfectamente…”.
Saber que vamos a morir da que pensar, y a algunos les convierte en pensadores… de por vida
En cualquier caso, nuestra mortalidad tiene un vínculo irrompible con el pensamiento: saber que vamos a morir da que pensar, y a algunos les convierte en pensadores… de por vida. La muerte filosófica por excelencia, claro está, es la de Sócrates: la más célebre de nuestra tradición, junto a la de Jesucristo. Pero hay varias versiones de ella y numerosas interpretaciones, no todas favorables a Sócrates. Emily Wilson las estudia de un modo bastante completo e inteligente en La muerte de Sócrates (Biblioteca Buridán) que lleva un subtítulo muy descriptivo: héroe, villano, charlatán, santo. Omite “sabio”, es curioso, aunque así coincide con las reiteradas profesiones de ignorancia del propio interesado. Lo indudable es que cada época intelectual ha tenido su propia versión hegemónica de la muerte socrática, que siempre dice más de las preocupaciones de esos presentes sucesivos que de lo ocurrido en Atenas aquel día del 399 a. C.
Jesucristo murió por todos nosotros, pero luego cada cual tiene que morir su propia muerte; de igual modo, Sócrates murió por y para la filosofía, pero después cada filósofo estira la pata a su modo y según le toca. Un amplio catálogo de estos fallecimientos insignes lo encontramos en El libro de los filósofos muertos, de Simon Critchley (ed. Taurus), que pasa revista a la despedida de ciento noventa pensadores de mayor o menor talla. Su lectura justifica el sarcasmo de Madame du Deffand, porque no hay mucho de sublime en tales fallecimientos y sí bastante de improvisado, como en el de cualquiera: atracones, caídas, enfriamientos, excesos eróticos, atropellos o degeneración senil. Por cierto, a pesar de que aparecen necrológicas de numerosas mujeres sabias, no se cuenta la muerte de la propia marquesa Du Deffand, que murió muy anciana y ciega: en la agonía, la gran libertina oyó los sollozos del viejo lacayo que le había servido durante medio siglo y exclamó, casi triunfal: “¡Ah, luego me amabas!”. Simon Critchley es un pensador interesante, aunque la única obra anterior que conozco de él, Muy poco… casi nada (ed. Marbot), prueba los estragos deconstruccionistas que algunos maestros franceses pueden provocar en el cerebro anglosajón (uno de los capítulos se titula ¿Cómo leería Blanchot a Blanchot si no fuera Blanchot? y cosas así). Más humor demuestra ahora cuando se incluye como último filósofo de su lista, recurriendo para conjeturar su muerte a la más célebre acotación escénica shakespeariana: “Sale, perseguido por un oso”.
¿Puede existir una pedagogía de la muerte? Mar Cortina Selva, presidenta de la Sociedad Española de Tanatología, y Agustín de la Herrán Gascón han preparado un prolijo manual para educación infantil primaria y secundaria titulado La muerte y su didáctica (ed. Universitas). Aunque nos asuste como asignatura, la escuela no puede consentir que todo lo que los niños vayan sabiendo de la muerte les llegue por medio de leyendas piadosas o de tiroteos televisados… Por su parte, la doctora Iona Heath, en Ayudar a morir (ed. Katz) apoya su larga experiencia en testimonios literarios para tratar de obtener algunas reflexiones paliativas sobre el trance fatal. Tanto ella como John Berger, prologuista del libro, son partidarios de que los pacientes mueran en su casa y rodeados de seres queridos. Montaigne era de otra opinión y decía preferir una muerte lejana entre desconocidos, como si el definitivo desarraigo de la vida exigiera ese ensayo de exilio antes de consumarse…
¿Quién mirará mi rostro después del final, cuando yo no pueda ya mirar? No hay buena muerte, ni mala: sólo muerte, la muerte a secas. A fin de cuentas, ni la filosofía ni nadie puede prepararnos mejor para el trance quealgunas palabras sencillas, como éstas de Stanley Cavell: “Lo que nos pasa cuando llega la muerte del cuerpo es lo que le pasa a la música cuando deja de sonar. Hay un periodo de reverberación, y luego nada”
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/cultura/profundis/elpepucul/20090203elpepicul_5/Tes
Madrid, SPAIN. 03 de febrero de 2009