A finales del año pasado se puso de moda la palabra posverdad luego de que el Diccionario de Oxford la ungiera como palabra del año. Ciertamente una palabra nueva, pero un significado tan antiguo como la filosofía presocrática. Se ha utilizado el término para significar el mecanismo mediante el cual una mentira conforma la opinión pública desde las apelaciones emotivas y contra los hechos objetivos y verificables. Con frecuencia escuchamos a los políticos mentir o desdecirse sin que ello suponga ya la avalancha de cuestionamientos de otros tiempos.
La posverdad se construye en la opinión emotiva, no en el conocimiento razonado de los hechos. Y para ello precisa de su divulgación masiva. Lo trágico de la posverdad es que parece ser inmune a las auditorías. No importa cuánto se desmonten públicamente las mentiras: los ciudadanos acudirán en medio de un sarampión emocional a depositar su voto sentido. La era posverdad solo podía ser posible luego del escepticismo cultivado en una ya larga noche de posmodernidad, en que el cuestionamiento de cualquier autoridad supone, paradójicamente, la credibilidad automática: como ya no creemos en nadie necesitamos creer en alguien, quien sea.
Decíamos que el significado de posverdad es algo viejo. Parménides de Elea ya había planteado el problema hace unos veinticinco siglos. Por entonces, en algunos fragmentos de su poema Sobre la naturaleza, que han sobrevivido citados por Platón y Aristóteles, entre otros, Parménides hablaba de las vías de indagación del ser: (a) la vía de la opinión (doxa) y (b) la vía de la verdad (aletheia). Algunos filólogos hablan de una tercera vía, la del no ser, pero eso no viene a cuento ahora.
Para Parménides la vía de la opinión es aquella en que la creencia hace posible «que las cosas que no son sean», y ello por fuerza de la apariencia y con el concurso de los sentidos, valga decir, las emociones. La vía de la verdad, por el contrario, es la vía de lo «que es» en tanto que verdad. Platón retomaría este binomio bajo la forma de la antinomia doxa/episteme, esto es, opinión/conocimiento filosófico, en los diálogos Gorgias y Fedro, respectivamente, para referirse a una mala retórica, la de la doxa, y otra retórica buena, la de la episteme.
La retórica de la creencia u opinión (doxa) era para Platón la vía de indagación propia de los sofistas y embaucadores, cuyo fundamento no eran los hechos objetivos y razonados, sino la apariencia verosímil que el interés del orador pretendía dar al discurso. Dicho en otras palabras, para Platón la retórica de la doxa era aquella donde no importaba la verdad, sino la apariencia de verdad, y en la que la verdad era abandonada por lo verosímil, según los más oscuros intereses del orador. Contra ella proponía Platón la retórica de la episteme, fundada en el razonamiento de la verdad.
Podríamos extender mucho este breve ensayo pasando revista a la evolución que el planteamiento parmenídeo-platónico tuvo, por ejemplo, en la Edad Media y el Renacimiento, pero baste decir que el mismo se extendió incluso al siglo XX, cuando Unberto Eco planteó la contraposición entre suasión, una demostración irrefutable, y persuasión, una demostración verosímil. Hoy, no con la misma profundidad filosófica, vuelve al estrado bajo el término posverdad.
Como quiera que se vea, el asunto es de vieja data. La discusión por lo que es de modo irrefutable y aquello otro que no es, pero por manipulación del lenguaje puede parecer que es, resulta el fondo de los actuales debates sobre posverdad. Cuando se habla de esta como una mentira emotiva, no queda muy lejos de la concepción parmenídea en la que la vía de la opinión se construía en y desde los sentidos. Cuando los electores no razonan, sino que sienten, y sienten al extremo de creer que es verdad aquello en lo cual creen, están aplicándose como víctimas de una antiquísima estrategia retórica, la del animos impellere. Según esta, se centraba el esfuerzo persuasivo en conmover mediante emociones (pathos).
Cuidado, la retórica compartía a partes iguales este esfuerzo con el rem docere, esto es, con el empeño de convencer mediante razones (logos). En la posverdad todo el afán está puesto solo en conmover, en mover irracionalmente los niveles de creencia para hacer verosímil lo falso, para dotar a la mentira de un disfraz emocional de veracidad.
Quizás convenga recordar que los retóricos hablaban de un tercer elemento que no está en el artífice de la posverdad, el ethos, la autoridad. Este sofisticado dispositivo argumental que engranaba logos y pathos requería del ethos del orador para activar el fidem facere, la fidelidad. Sin ethos no hay fidelidad. En la posverdad no existe fidelidad, sino una adhesión temporal que durará lo que tarde el sarampión emocional en remitir. Lástima que los votos y sus consecuencias sí perduren.
@Jeronimo_Alayon
Fuente: https://www.viceversa-mag.com/parmenides-la-posverdad/
7 de noviembre de 2017