Sobre derechos, deberes y valores
Hablemos de ellos en plural. No sé qué sentido tendría hablar del deber sin más. ¿Cuál? ¿Acaso aquél que, según Cicerón, los estoicos llamaban «recto»? Deber que
«es perfecto y absoluto como ellos dicen, encierra todos los requisitos y nadie más que el sabio puede alcanzarlo» [Cicerón, De Officiis, III, 3: 14].
¿Y en qué consiste tal deber perfecto, sólo al alcance del sabio? ¿Tal vez aquello mismo que, según ellos, constituye el supremo bien, esto es: el vivir conforme a la naturaleza, vale decir, conforme a la razón y la virtud? Me parece que tendremos suficiente, como al parecer lo tuvo Cicerón, con ocuparnos de aquellos deberes que los estoicos –según dice– denominaban «medios», y que, entendían, son comunes a todos y constituyen normas mediante las cuales regular la vida en todos sus ámbitos y, por supuesto, la vida en común.
A los estoicos, en cualquier caso, hay que reconocerles el hecho de haber sido los primeros –y de los pocos– que han hecho del deber un asunto central en la Ética. No sucede así con Aristóteles, ni en general con todas las doctrinas de corte eudemonista, incluyendo, desde luego, el hedonismo epicúreo y los utilitarismos posteriores. Y tampoco el pensamiento cristiano medieval hará del deber el problema esencial de la Ética, más centrada en la cuestión de las virtudes. Sólo con Kant será el deber la esencia misma de la reflexión ética y del comportamiento moral. Frente a las éticas de la felicidad, la ética kantiana establecerá como nota distintiva de la acción moral el que se lleve a cabo por estricto respeto al deber, esto es, a la ley moral, o lo que es igual, al imperativo categórico. Sólo de ese modo cabe fundamentar una ética autónoma y con validez a priori; una validez que sólo podrá alcanzar siendo formal, frente al carácter material, relativo y heterónomo de las éticas de la felicidad, que se mueven con el objeto de alcanzar un fin egoísta o interesado. Y aunque eso no significa, desde luego, que la acción resultante sea inmoral o contraria al deber, desde el momento en que la misma nace de una inclinación sensible o de una disposición psicológica o afectiva, dicha acción como talpodrá ser, a lo sumo, conforme al deber, mas no por deber. De manera que da la impresión de que para Kant una acción es tanto más moral cuanto menos satisfacción o placer se obtenga de ella; al contrario: diríase que el valor moral de una determinada acción corre paralelo al esfuerzo, sacrificio y hasta desagrado o dolor que conlleve. Y eso supone ya, a mi entender, sacar las cosas de quicio.
Mas que el problema del deber no sea el resorte fundamental de la mayoría de las doctrinas éticas, eso no significa (y es casi ridículo señalarlo) que cualquiera de ellas se haya desentendido de la tarea de proporcionar una serie de normas conforme a las cuales regular y regir el comportamiento humano. Y es casi ridículo señalarlo porque tal es, evidentemente, la razón de ser de la propia Ética. Pero se trata ahora no del Deber, sino de los deberes; acaso ésos que los estoicos calificaban de «medios». Y de ellos es de lo que intentaremos decir algo a continuación.
Para ello será preciso examinar qué cabe entender por deber, así cómo cuales son sus tipos, su origen y fundamento, y, desde luego, habrá que intentar responder a la pregunta de con quién se tienen. Dejo, por tanto, ahora a un lado otras perspectivas desde las que podría enfocarse toda esta problemática; las dejo a un lado, mas no las ignoro: por ejemplo, el punto de vista cínico, aunque clamorosamente realista y atinado. Así, Flaubert:
«DEBERES. Exigirlos por parte de los demás y liberarse de ellos. Los otros los tienen con nosotros, pero nosotros con ellos no» [Le Dictionnaire des idées reçues ou Catalogue des oponions chic].
O –no podía faltar– Bierce:
«deber, s. Lo que nos empuja sin contemplaciones en la dirección de las ganancias, siguiendo la línea que señalan nuestros deseos » [Diccionario del diablo].
Mucho y muy certero es lo que se podría decir de este asunto desde esa óptica: es indudable que con frecuencia pensamos que los deberes atañen a los otros, en tanto que nosotros mismos somos únicamente depositarios de derechos. Pero olvidémonos de eso en esta ocasión y centrémonos en responder a las cuestiones que planteaba hace un momento.
Digamos de entrada que yo no encuentro mayores inconvenientes en entender el deber y la obligación como términos equivalentes, es decir, no se trata tan sólo (como quieren algunos) de que la segunda constituya el rasgo más característico del primero, sino de que ambos son lo mismo: un deber es siempre una obligación, esto es, algo que nos ata o nos liga a algo o alguien; y, por su parte, una obligación es un deber, en tanto que entraña o supone una deuda que es preciso saldar.
Hablando en términos generales, un deber es algo que resulta obligado hacer, y ello aun en el caso de que no se haga, con independencia de que al incumplimiento le siga o no una sanción jurídica o moral. Se trata, como fácilmente se apreciará, de dos cosas sustancialmente distintas. Es obvio que no todo lo que es jurídicamente punible resulta, por ello, inmediatamente inmoral (por ejemplo, cuando se dé el caso de que la ley que se incumple sea ella misma injusta, o inmoral, o gratuita y caprichosa). Y a la inversa, no todo lo que es inmoral se halla sancionado jurídicamente ni todo lo que es moral se encuentra respaldado por una ley que lo hace de obligado cumplimiento (nadie es juzgado, para decir algo, por no ser sincero con los amigos). Es evidente que con esto no estamos descubriendo nada: nos encontramos ante la vieja y conocida contraposición kantiana entre legalidad y moralidad. Pero conviene tenerlo presente porque de inmediato nos coloca ante una distinción que resulta fundamental al tratar de estas cuestiones: la distinción entre dos tipos de deberes y obligaciones muy diferentes: el deber y la obligación de carácter jurídico y el deber y la obligación de carácter moral. Y si en el primer caso la infracción es siempre punible legalmente, no por ello se hace inevitablemente acreedora de reprobación moral; en tanto que en el segundo, si bienel incumplimiento es reprobable desde el punto de vista moral, no por fuerza tal condena se halla acompañada de la correspondiente penalización legal.
Como quiera que sea, parece que es preciso acabar entendiendo que los deberes no son sino normas mediante las que regular el comportamiento individual y la vida en común. Y si convenimos en mantener la distinción entre deberes morales y deberes jurídicos, diríase que es fácil determinar cuál sea el origen de los últimos, pues pudiendo siempre cambiar en función de las circunstancias y, en último término, de la voluntad del gobernante, ningún otro fundamento es preciso buscarles más que el acuerdo o la convención (el nomos, para decirlo con los sofistas); y siempre que alguno de tales deberes jurídicos tuviese como objetivo salvaguardar alguno de los que se ha dado en llamar derechos naturales, tal fundamentación en la naturaleza (en la physis) nos conduciría directamente, al menos eso entiendo yo, al ámbito ético o moral, es decir, tales derechos naturales no serían otra cosa que deberes éticos o morales sancionados jurídicamente. Mas la dificultad surge, precisamente, en el momento de buscar el origen y fundamento de éstos últimos.
Descartado Dios (no es necesario hacer ahora una declaración expresa de ateísmo, ni una defensa expresa de él); descartada la fundamentación teológica de tales deberes morales, no tenemos otros lugares donde buscarla más que en la naturaleza o en los propios sujetos humanos.
Ahora bien, si decimos que tales deberes son naturales, parece que se está afirmando, al tiempo, que se hallan dotados de una plena objetividad y universalidad, por encima de la voluntad de los individuos, a los cuales se imponen con el carácter de una ley inamovible y eterna, es decir, parece que se está diciendo que tales deberes se despliegan para obligar al cumplimiento de determinadas acciones que se consideran objetivamente valiosas; o lo que es lo mismo: su meta no es otra que garantizar la realización de un mundo de valores universales, objetivos y eternos, y que serían tales valores los que contagiarían e impondrían a los deberes aquella objetividad y universalidad de las que hablábamos; e incluso su carácter eterno. De donde tenemos que el problema del deber nos acaba conduciendo, finalmente, al de los valores.
Ahora bien, defender un pleno objetivismo en este asunto, algo así como la existencia de un mundo platónico de valores, resulta en extremo problemático. En efecto: ¿dónde situarlo? ¿Acaso en la mente de Dios, al modo agustiniano?
En consecuencia, si renunciamos a hacer de Dios o de la propia naturaleza la génesis y el fundamento de los valores, y, por tanto, de los deberes, sólo nos resta la alternativa de considerarlos creaciones humanas, no necesariamente del individuo en cuanto tal, sino de las agrupaciones humanas, o, por decirlo así, de las Instituciones (en el sentido que Gustavo Bueno ha dado ha este término). Mas resulta que las Instituciones son múltiples y enfrentadas, y generadoras de valores y deberes igualmente múltiples y enfrentados, por lo que forzosamente es preciso concluir que tales valores (e igualmente los deberes que impelen a su realización) pueden hallarse dotados de plena racionalidad y objetividad, mas sólo en el marco de la Institución de referencia, pero no podemos entenderlos poseedores de una objetividad universal.
Llegamos así (aunque por un camino muy distinto) a una posición próxima a la de Bergson, quien coloca el origen de la obligación moral en el hábito, el mecanismo elegido por el elan vital para evitar los peligros de la inteligencia, que, por lo mismo que permite cierto margen de elección individual, podría conducir al egoísmo y, en último término, a la disolución social. De ese modo, cada hábito, individualmente considerado, es contingente, siendo, en cambio, absolutamente necesario, el hábito de contraer hábitos, le tout de l´obligatión, como lo denomina el filósofo francés. Paralelamente, podría entenderse que nuestro análisis nos ha conducido a la conclusión de que los valores y los deberes, en sí mismos considerados, no son necesarios, sino contingentes (vale decir: carecen de necesidad y objetividad de carácter universal), resultando, no obstante, absolutamente necesario el asumir valores y contraer deberes. Veremos, no obstante, si tal solución resulta plenamente satisfactoria o si todavía queda algún lugar para la universalidad en esto del valor y del deber.
Para ello debemos ahora fijar nuestra atención en la segunda gran pregunta que suscita la problemática de los deberes, es decir, no ya de dónde surgen, sino con quién se tienen. Y la respuesta parece obvia: tenemos deberes con quienes, a su vez, tienen derechos. Cualquier deber que yo reconozca como tal, o se me imponga, tiene, en última instancia, como referencia a otro sujeto o sujetos; y tal deber, visto desde tales sujetos, será siempre un derecho suyo.
Una vez más, al igual que antes, dejo fuera de todo esto a Dios (¿qué deberes podrían ligarme a un ser inexistente?). Hacer otro tanto con el mundo natural, y muy especialmente con los animales, ya no es tan sencillo, toda vez el auge que en el momento presente tiene eso se ha dado en llamar «ética ecológica», «ética de la tierra» y, por supuesto, la problemática en torno a los derechos de los animales.
En lo que hace a la naturaleza, es preciso comenzar por una declaración de principios rotunda: ningún ser inanimado puede ser sujeto de derechos (¿o acaso alguien tendrá a bien recordarme cuáles son los derechos de mi reloj o de mi encendedor?). Incluso iría más lejos aún y sostendría que no lo es ningún ser que no sea sensible (supuesto que algún animado haya que no lo sea). De manera que resulta completamente absurdo hablar del derecho de un río o de un mar (derecho, por ejemplo, a no ser contaminados), o del derecho del medio ambiente o, en fin, de la naturaleza en general. Tales derechos lo serán, en todo caso, de aquellos individuos que han de usar o disfrutar de ese elemento natural, que han de vivir, digámoslo así, en ese entorno, y, en consecuencia, los deberes que yo pueda tener al respecto tienen como referencia a dichos individuos, mas no a la naturaleza como tal.
Pero dado que entre esos individuos se encuentran también los animales, parece que nos encontramos aquí ya con la posibilidad de hablar de los derechos de éstos. Y, sin duda, esto exige una mayor precisión.
Quienes hablan de los derechos de los animales se sirven de un mecanismo muy característico consistente en subrayar las semejanzas que los unen al ser humano y difuminar las diferencias. (Un mecanismo que se utiliza también para borrar de un plumazo la antropología filosófica, cuyo campo podrá asumir de modo pleno la etología, desde la que se supone que cabe decir todo lo que haya que decir del hombre. Un reduccionismo tan simplista como engañoso, y al que alguna vez he denominado etologismo.) De lo que se trata, en última instancia, es de convertir al animal en persona (algo que resulta obvio en el caso de los grandes monos con el Proyecto Gran Simio a la cabeza, pero que no lo es menos en el de otros animales). Se hablará así de igualdad en las facultades mentales del ser humano y algunos animales (aunque reconociendo, como es lógico, diferencias de grado), o de igualdad en el ámbito de las emociones y motivaciones; algo que no puede hacerse más que ignorando las abismales diferencias (no de grado, sino auténticamente esenciales) existentes entre la inteligencia humana y la animal; o ignorando el abismo que media entre las emociones y las motivaciones de ambos (ningún simio, que yo sepa, ha hecho voto de castidad o una huelga de hambre). Algunos llegan a decir que si los utilizamos en la experimentación médica (por su similitud con nuestro propio organismo) no es lógico que les neguemos esa misma similitud en el intelectual, emocional o moral, como si de las semejanzas orgánicas pudiera, sin más, pasarse a las otras. Quienes así hablan parecen pensar muy especialmente en los grandes simios, ignorando que también el cerdo muestra en algunos órganos una alta compatibilidad con los nuestros y, sin embargo, no solamente no se le ha reconocido (aunque todo se andará) esa similitud intelectual, emocional y moral con nosotros, sino que, al contrario: nos lo comemos.
La verdad es que si lo único que quisieran decir todos estos paladines de los derechos de los animales es que no debemos maltratarlos, torturarlos, matarlos gratuitamente, &c., poco es lo que habría que objetar. Pero hay mucho más que eso: se pretende introducirlos en la comunidad de sujetos morales, en el kantiano reino de fines. Y ello pasa por el trámite obligado de conferirles la dignidad de persona (y aunque insisto en que esto es particularmente claro en el caso de los grandes monos, idéntica tendencia puede verse actuando respecto a otros animales, como el toro, tan de actualidad en el debate moral y jurídico del presente, a propósito de las corridas de toros). Se procede entonces a construir un concepto de persona en términos puramente metafísicos y psicológicos. Así, hay quien dice, sin ir más lejos, que es persona todo ser dotado de intereses y sentimientos, algo que, más que perplejidad, suscita risa, porque, ¿qué animal hay que no posea tales condiciones? Desde luego, ningún vertebrado, con lo que habrá que comenzar por no comerles los huevos a las gallinas, respetándolos como propiedad privada suya. Y no sé yo si incluso estamos autorizados para negar de modo tajante la existencia de esos dos rasgos en el mundo de los invertebrados, o al menos negárselos a todos ellos. Se construye, repito, un concepto puramente metafísico de persona, olvidando que la persona es inseparable de la sociedad política; olvidando que ni siquiera el hombre es persona, sino que llega a serlo en el seno de una sociedad que le hace, precisamente, sujeto de derechos y deberes, y que no los tiene por ser persona, sino que es persona por tenerlos. Y de ahí se deduce que una comunidad de sujetos morales sólo puede ser una comunidad de personas. ¿Y bien? ¿Podemos establecer con los animales una comunidad tal? ¿Podemos esperar por su parte una correspondencia moral y política? Tal vez podríamos comenzar por preguntarle a un león hambriento o a un chimpancé furioso.
Otros dirán que si somos parientes del chimpancé, y del resto de los grandes simios, y tenemos derechos, entonces ellos tienen derechos, confundiendo nuevamente el plano biológico con el plano jurídico y moral, y, por supuesto, sin advertir que somos parientes de muchos otros animales: de todos aquéllos dotados de espina dorsal, pongamos por caso, y todavía nadie habla de los derechos de los besugos (aunque mejor no demos ideas). Además, volvemos a lo de antes: y nosotros, ¿por qué tenemos derechos? ¿Acaso nos los ha otorgado Dios? Una vez más, el concepto de derecho es inseparable de la sociedad política. Y ello significa que, de igual modo, es inseparable del de deber. ¿Pueden los animales ser sujetos de deberes? La pregunta, obviamente, es retórica. De donde cabe concluir, finalmente, que si los animales tienen derechos no será porque los tengan en sí mismos, sino porque el ser humano ha decidido hacerles partícipes de algunos de los suyos, y todo ello sin esperar contrapartida alguna por parte del animal.
Por los demás, yo tengo una enorme curiosidad por saber dónde piensan detenerse estos abogados de los animales: habrá que dejar de comer carne y pescado, eso por supuesto, ¿mas habrá también que abstenerse de comer huevos, miel, o, ya puestos, de despiojarse, si llega el caso?
Pero, entonces, si el juego mutuo de derechos y deberes sólo tiene sentido entre personas, y si sólo el hombre es persona, es claro que, en sentido estricto, sólo tenemos deberes con otros sujetos humanos: con el individuo, con la familia o el grupo y con la sociedad, en general, es decir, con todos aquellos individuos con los que ninguna otra relación nos une más que el ser miembros de la misma sociedad. Utilizando la distinción establecida por Gustavo Bueno entre Ética (referida al individuo en tanto que individuo) y Moral (que tiene como referencia al individuo, pero en tanto que miembro de la sociedad), y sin olvidar la enorme problemática que tal distinción suscita, porque a duras penas se encontrará una cuestión ética que no conduzca de inmediato al campo de la moral, y viceversa; sirviéndonos, pese a todo, de tal distinción, hablaríamos en los dos primeros casos (individuo y familia) de deberes éticos, y en el tercero (la sociedad) de deberes morales.
Mas, volviendo al primer asunto que tratábamos, ¿todo ese conjunto de deberes han de considerarse originados en distintas Instituciones, igual que los valores a cuya realización se encaminan? ¿Hemos de renunciar, en consecuencia, a hallar, tanto en el ámbito de los deberes como en el de los propios valores, alguna objetividad y necesidad de carácter universal? No por fuerza, me parece a mí. Creo que podría ensayarse la salvaguarda del carácter objetivo del valor (o mejor, de algunos valores) siempre que fijemos nuestra atención en aquellas conductas o actitudes que han resultado determinantes en el proceso de nuestra adaptación y supervivencia como especie. Me refiero a todas aquellas acciones o disposiciones, incluido también el aprecio o desprecio, la atracción o repulsa respecto a determinadas cosas, que habrían facilitado, o por el contrario, imposibilitado nuestra supervivencia. Y, en consecuencia, el deber que impele a realizar o evitar alguna de tales acciones creo que puede considerarse dotado igualmente de una necesidad universal, por más que distintas sociedades busquen la realización un valor dado mediante el deber por caminos muy diversos. Valores y deberes, pues, comunes a todos los pueblos. En sus Éléments de philosophie dice D´Alembert que
«Lo que pertenece esencial y únicamente a la razón, y lo que, consiguientemente, es uniforme en todos los pueblos, son los deberes a los que estamos obligados para con nuestros semejantes. El conocimiento de estos deberes es lo que se llama Moral».
Si se me permitiera añadir que tales deberes son dictados a la razón por imperativos de carácter biológico, podrían muy bien resumir esas palabras lo que quiero decir; con la salvedad de que no es eso propiamente a lo que yo denominaría Moral, sino Ética, porque conjeturo que donde más factible resultará hallar deberes de este tipo es en el contexto de los deberes éticos, y no tanto de los morales Creo que la única objetividad universal posible sólo puede caer del lado de estos deberes, en tanto que el resto pueden, sin duda, hallarse dotados de absoluta racionalidad y objetividad, mas no objetividad universal, desde el momento en que surgen de valoraciones humanas en el seno de sociedades, épocas históricas o Instituciones.
Y me pregunto si acaso no sea posible hacer de ese puñado de valores y deberes dotados de objetividad y necesidad universal, el tribunal desde el que juzgar las diversas morales de sociedades distintas.
¿Y los deberes para con uno mismo? Alain decía que sólo hay uno: el de ser feliz. Yo, dada la quimérico que resulta eso de la felicidad, y si he de ser igualmente lapidario y señalar solamente uno, diré, parafraseando a Rousseau, que el deber principal que creo tener conmigo no es hacer siempre lo que quiera, sino no hacer nunca lo que no quiera. ¿Me atreveré a añadir que aun en el caso de que se trate de un supuesto deber?
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2011/n107p03.htm
El Catoblepas • número 107 • enero 2011 • página 3
SPAIN. Enero de 2011