Wittgenstein pensaba que la novela negra contenía más sabiduría que la filosofía occidental. El género policiaco está más vivo que nunca y abarca desde los detectives hasta la crítica social
No creo que exista ya la novela criminal de antes, con sus dos ramas: el pensativo Sherlock Holmes frente a los trepidantes detectives americanos. Renato Giovannoli (Elementare, Wittgenstein Medusa, Milán, 2007) dice que la vía inglesa seguía los principios del primer Wittgenstein, el del Tractatus logico-philosophicus, mientras que la serie negra de los detectives salvajes compartió la mentalidad del segundo Wittgenstein. He oídoque toda la filosofía del siglo XX puede dividirse entre la fiel al primer Wittgenstein (fanáticamente lógico) y la hipnotizada por el segundo (atento a cómo jugamos con las palabras según vivimos y según nos conviene). Parece complicado, pero más raro es el nombre de la antiheroína de El Halcón Maltés, Brigid O’Shaughnessy.
Ludwig Wittgenstein, profesor en Cambridge y aficionado a la novela criminal, opinaba que hay más sabiduría en la serie negra que en las revistas de pensamiento. A la novela a la manera inglesa, prueba de que incluso el crimen se atiene al orden y la racionalidad, prefería las historias americanas de puñetazos y tiros. Una facción de la novela criminal de nuestro tiempo cultiva todavía la serie negra: opta por el desorden callejero, por la crónica de los modos de vivir. Le interesa menos el delito que las relaciones sociales y familiares. El inspector Süden (Friedrich Ani, La promesa del ángel caído) se limita, desarmado y apacible bebedor de cerveza, a investigar en Múnich casos patológicos de angustia doméstica, por qué la gente huye de casa.
Joseph Conrad escribía en 1899 a su amigo Cunninghame Graham: “La sociedad es esencialmente criminal; si no fuera así, no existiría”. Y es como si Conrad hubiera estado leyendo La muerte de Amalia Sacerdote, de Andrea Camilleri. El primogénito de un diputado es investigado en Palermo como probable asesino de su novia, hija del secretario de la Asamblea regional, a la que alguien abrió la cabeza con un cenicero. El ingenio de Camilleri transforma lo desagradable en diversión, a partir de las tensiones y líos de cuernos entre el presentador y el director del telediario, yerno de un senador omnipotente. ¿Cómo dar la información sin molestar? ¿Cómo no darla? A la deontología profesional se suma la prevención física: una palabra de más o de menos podría matar. Si, según Maurice Godelier, el parentesco funciona en las sociedades primitivas como relación económico-política, en las intrigas sicilianas de Camilleri las relaciones político-económicas son automáticamente relaciones de parentesco.
El crimen opera como un elemento de la economía política, y los gobiernos son a la vez el consejo de administración del capital y del hampa. John Grisham, que habitualmente se ocupa de la guerra desigual entre pequeños ciudadanos y empresas gigantescas, cuenta en La apelación un caso civilizado de aniquilación masiva. Los Payton, matrimonio y bufete de abogados en la ruina, defienden los intereses de una mujer que vio morir de cáncer a su marido y a su hijo. Una empresa química neoyorquina contaminó el agua y dejó centenares de posibles víctimas en lo que los periódicos llaman el Condado del Cáncer, en Misisipi. Condenados a una indemnización millonaria, los capitalistas apelarán al Tribunal Supremo del Estado, y así empieza el núcleo de la novela: la campaña electoral para un puesto de juez, es decir, la crónica sentimental de cómo se compran jueces. Una merienda al pie de una vieja caravana contrasta dramáticamente con las cenas, mansiones, aviones privados y esculturas de 18 millones de dólares de los que siempre tendrán razón. Un juez sale por ocho millones. Es “lo mejor del estilo de vida americano”, dice Grisham, amargo y neosocialrealista.
Pero la actual facción dominante de la literatura policiaca trata de asesinos bestiales, más allá de toda razón. Sus herramientas son la sierra, el martillo, el taladro, un soplete. Dan mucho miedo. Atacan inesperadamente en Miami o en París. Si Wittgenstein sintonizaba con las viejas novelas de Conan Doyle y Dashiell Hammett, el patrón ideológico de las nuevas fábulas criminales ha surgido de la escuela del alemán Carl Schmitt, especialista en Derecho Internacional y Filosofía Política, que, después de estar a punto de ser juzgado en Núremberg, hoy emociona a admiradores poderosos.
La virtud política esencial es saber distinguir al enemigo, separar tajantemente entre buenos y malos, y los asesinos en serie, como los terroristas, son ejemplos inapelables del mal absoluto. El Enemigo, en sentido diabólico, no merece ni derecho ni piedad, y el Estado Total no es fragmentario: funde el poder ejecutivo con el poder judicial. No hacen falta tribunales: el policía suele aniquilar al criminal en cuanto lo caza. Alguna vez el policía actúa como un criminal en sí mismo. Miami, en las novelas de Jeff Lindsay, es una bruma de amiguismo y construcciones horrorosas donde estuvieron las playas de la infancia, y el narrador lo recuerda mientras persigue serial killers, pero prefiere centrarse en problemas más íntimos: Dexter, asesino destripador, forense de la policía, cuenta su pasión por la vivisección humana, bromista con reputación de intuir perfectamente “cómo piensan y trabajan los psicóticos homicidas”.
Es un eco paródico de Hannibal Lester, el asesino múltiple que ayudaba al FBI a capturar asesinos múltiples. Ahora, en la tercera entrega de sus aventuras, Dexter en la oscuridad, va a casarse con la madre de dos niños, en los que presiente sus mismas inclinaciones sanguinarias, educados con “series de televisión que hubieran sido imposibles antes del descubrimiento del LSD”. Carece de corazón, o eso dice, pero sólo mata a criminales, como si aspirara a ser el único monstruo mundial. Administra justicia con humor, y fulminaría inmediatamente al adversario que reta al comisario Sharko en El ángel rojo, de Franck Thilliez. Sharko se enfrenta a un asesino de mujeres, especialista en carne desgarrada y ojos sacados en vivo con minuciosidad de mesa de autopsias. Es en París, en nuestro mundo de manías religiosas, poderes paranormales, informática y malos a más no poder. Thilliez ha oído la opinión de Hannibal Lester: la exposición continua a la banalidad y la violencia insensibiliza a la gente, pero la sangre cruel es siempre emocionante. Cuanto más feroces sean los crímenes, más percibe el público que los malvados son malvados, con más vehemencia desea que a los culpables los aplaste el peso de la ley, y más consuelo siente cuando los matan. Sharko se confiesa ansioso de “extraer la sustancia inmunda que da vida a los criminales”. Es el sentimentalismo de la venganza como única justicia verdadera.
La promesa del ángel caído.
Friedrich Ani.
Traducción de Joan Parra.
Plataforma.
Barcelona, 2008.
238 páginas.
18 euros.
La muerte de Amalia Sacerdote.
Andrea Camilleri.
Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale.
RBA.
Barcelona, 2008.
202 páginas.
12 euros.
La apelación.
John Grisham.
Traducción de Laura Martín de Dios.
Plaza & Janés.
Barcelona, 2008.
472 páginas.
22,90 euros.
Dexter en la oscuridad.
Jeff Lindsay.
Traducción de Eduardo G. Murillo.
Umbriel. Barcelona,
2008. 318 páginas.
15 euros.
El ángel rojo.
Franck Thilliez.
Traducción de Martine Fernández Castaner.
Marlow. Barcelona,
2008.
448 páginas.
19,50 euros.
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Fuente: http://www.elpais.com/articulo/narrativa/Corrientes/criminales/elpepuculbab/20090124elpbabnar_3/Tes
SPAIN. Sabado 24 de enero de 2009.