Corazón de la tiniebla

A Sigmund Freud siempre se le quiere superar. Pero todas las veces que se intenta sucede lo mismo: se regresa a espacios mentales anteriores a Freud. Una teoría del conocimiento de estrechas miras, incapaz de comprender otros principios que los que se ajustan a los fenómenos de la naturaleza, o al dominio lógico, lingüístico y matemático, poco flexible con el ámbito de las ciencias del hombre, siempre ha sido extremadamente crítica con el gran médico y escritor vienés. Incluso sus máximas figuras, Karl R. Popper o Ludwig Wittgenstein, parecen rivalizar en incomprensión con el inventor del psicoanálisis.
Lo mismo debe decirse de las corrientes psicológicas que quieren retroceder en todas sus consideraciones a un fundamento biológico, sin diferenciar naturaleza y cultura, o queriendo devolver ésta a aquélla. O a todas las variantes del conductismo. Pero Freud resiste.

Puede que su lenguaje en ciertos aspectos esté anticuado. Una espesa costra positivista le recubre, dificultando acaso su lectura. Sus prejuicios propios de una mentalidad ilustrada son la cobertura que necesita para internarse en el mundo de sombras en donde cifra sus grandes descubrimientos. Se parapeta en un concepto algo añejo de razón con el fin de internarse, con las precauciones necesarias, en esos instintos mortíferos que asaltan sus grandes descubrimientos.
Nadie ha sabido transitar como él los círculos infernales del inconsciente dantesco del sujeto. Nadie ha conseguido mayores logros. Inicialmente escandalizaron. Hoy siguen incomodando. Hablar del horror que nos sobrecoge -y señalar que a nadie le es ajeno- no suele ser gratificante.

¿Qué decir de las ecuaciones entre el pene, los excrementos, el regalo, el dinero, el niño? ¿O de sus incursiones en el erotismo anal, en las pulsiones sado-masoquistas, en la raíz placentera que puede llevar consigo el castigo, en la naturaleza cruel y despiadada del sádico Superyo, o en el masoquismo inherente al sentimiento de culpa del sujeto? ¿Y de la lucha sin cuartel, maniquea, entre pulsión de vida, o eros platónico, y pulsión de muerte, avalada por la demoníaca «compulsión a la repetición», o por la tendencia de todo organismo a su desintegración?

Freud tuvo la osadía de internarse en las mazmorras del ser humano, en sus cárceles más tenebrosas, en sus más siniestros desvanes. El arte lo supo reconocer enseguida: la literatura, las artes plásticas, la música, el cine. Mientras tanto la teoría de la ciencia pronunciaba sus veredictos críticos tan decepcionantes. Y el consorcio médico desconfiaba y no aceptaba sus descubrimientos.

Eso todavía sucede hoy con demasiada frecuencia: en nombre de la autoayuda camuflada en lo peor de la psicología cognitiva y de los estudios neurológicos o cerebrales. Freud sigue siendo piedra de escándalo pese a que nadie puede discutirle su naturaleza de clásico, clásico fundador de instituciones de salud (forma moderna de ajuste al «conócete a ti mismo» socrático); clásico inspirador de la mejor filosofía (Foucault, Derrida, Deleuze, Adorno, Walter Benjamin), aun cuando sea obligación de ésta discutirle, criticarle (pero siempre desde el reconocimiento de sus logros; y de haber pasado por su Escuela).

Fue un pionero que se internó -en una obra escrita bajo el impacto de la Gran Guerra, hacia 1920- más allá del principio del placer. Allí termina presentando un escenario meta-psicológico, meta-físico: dos fuerzas enfrentadas, eros y principio de muerte; eros, en sentido platónico, que da cohesión al todo; y el Principio de Muerte como causa interna de desintegración de los seres vivos, de los organismos, también de los seres conscientes.

El Inconsciente fue siempre el horizonte de su reflexión, sobre el que urdió un esquema dualista que lo modificó y rectificó. Necesitaba un principio que siempre contrapesase al principio placentero que parece gobernar los procesos psíquicos, el mundo de los sueños especialmente. Fue avanzando hasta hallar un hostes cada vez más hondo y refinado; del «principio de realidad» transitó a las raíces abismales del Yo, que dan lugar al primitivo narcisismo, y de éstas a ese poderoso Principio de Muerte que pone punto final a toda «voluntad de vida», a todo eros, y a todo principio de placer.

Hoy Freud es una visita imprescindible en un mundo en el que lo siniestro (das Unheimliche, en su acepción freudiana) tiene tendencia a arrebatar más y más parcelas de realidad, o en el que se conjugan esos principios del Mal con los propios principios de vida. El mejor cine da testimonio de esa imparable y necesaria incursión en el principio de muerte con el fin de promover la más drástica catarsis.

Para el acercamiento ontológico del lado más sombrío de nuestra condición la lección freudiana es imprescindible. Hoy no es posible convivir con la modernidad sin conocerlo ni, en lo posible, sin haber trabado con Freud encuentros de carácter múltiple (sin excluir la cura psicoanalítica). El corazón de la tiniebla en el que se interna Kurz en la novela de Joseph Conrad tiene en el corazón humano, explorado por Freud, su funesto manantial.

Freud es un clásico, y como tal no puede ser superado. Debe ser siempre visitado, comprendido y discutido. Esto no significa que deba leerse de manera literal, debe hacerse más bien con atención flotante y sabiendo descubrir sus impecables razonamientos entre líneas. Se cubre a veces, como en Más allá del principio del placer de una antipática prosa científica que hoy resulta anticuada. Pero lo importante es la irresistible corriente por la que circula su pensamiento altamente especulativo, de una grandeza y transparencia asombrosa.

Ese corazón aventurero que le domina termina encontrándose con los principales filósofos, con los que mantiene siempre una actitud distante: Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Platón. Esta obra, junto con otras obras suyas en las que salta de su investigación a una reflexión sobre Primeros Principios, son quizás algunas de las piezas fundamentales de la filosofía (sí, de la filosofía) del siglo XX, por mucho que nunca quisiera Freud ser tenido por lo que no quiso ser ni fue: filósofo.

Pero en el haber del siglo XX, obras como las citadas, o bien El Yo y el Ello, o Duelo y melancolía, o Inhibición, síntoma y angustia, o El malestar de la cultura, son algunas de las obras más específicamente filosóficas de su época, cuya radiación llega con luminosidad hasta nosotros.

La filosofía tiene sus propios modos de acceso a la verdad que le es asequible, posee así mismo sus caminos, sus métodos, siempre dentro de la variedad y la discordia. No siendo resolutivas sus respuestas siempre cabe una perspectiva diferente, que debe argumentarse y hacerse convincente. De ahí esa abundancia de propuestas y respuestas que la filosofía ofrece en la historia, desde los griegos hasta hoy.

Pero se enriquece de estas aportaciones en las que un gran investigador es capaz de elevarse por encima de sus propios estudios, más allá de su especialidad, y avanza hacia un dominio de Ideas en el que la filosofía asienta siempre su nido. La Idea es la materia de la filosofía. Y de esa materia rebosa la obra de Sigmund Freud.
Fuente: http://www.abc.es/20100306/opinion-tercera/corazon-tiniebla-20100306.html

SPAIN. 6 de marzo de 2010

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