Contento, beatitud y alegría

De por qué he optado por el concepto «contento moral», en lugar de «beatitud» o «alegría», a la hora de identificar el propósito superior de la ética.


En la filosofía contemporánea, juzgo muy meritoria la labor realizada por Clément Rosset en aras a perseverar en una línea del pensamiento alegre, de avanzar en el saber por la senda de la gaya ciencia. Tras la estela de Baruch de Spinoza, y sin perder de vista la huella de Friedrich Nietzsche, el filósofo francés no renuncia en ningún caso al empleo del vocablo «alegría», pero dice sentirse especialmente atraído por el término «beatitud» a fin de establecer el objeto principal de la vida moral.{1} En lo tocante a la filosofía en el ámbito español, Fernando Savater, cuando se ocupaba en serio de estas materias, dejó, por su parte, hecha su opción conceptual en pro de la «ética de la alegría».{2}

Al margen de etiquetas y denominaciones, el propósito y la dirección marcados en las citadas perspectivas son, en cualquier caso, muy afines, como tocadas por la gracia de participar de un común aire de familia, todas ellas tendentes a reforzar en los individuos el sentido de la humanidad, aquello nos hace más humanos, tal y como, por ejemplo, sostiene G. K. Chesterton en esta encendida declaración:

«El hombre es más humano, más semejante a sí mismo cuando su estado fundamental es la alegría y su estado superficial la pena. La melancolía debiera ser un entreacto inocente, un tierno y fugitivo rapto del ánimo; y las alabanzas de la vida, en cambio, debieran ser el pulso constante de nuestras almas. El pesimismo debe ser como una tarde de fiesta emocional; y la alegría, como la labor tumultuosa por quien alienta todo.»{3}

Por lo que a mí respecta, comparto con decisión el espíritu de la ética spinoziana, pero no por ello la sigo al pie de la letra. Aprecio, asimismo, el punto de vista propuesto por Rosset y respeto su elección, pero, la apuesta por el concepto «beatitud» se me antoja, en la perspectiva contemporánea del pensamiento, equívoca y confusa, más que nada por lo que tiene de significación fronteriza con el vocabulario teológico. Por este motivo, y otras más razones que he expuesto en otros lugares, porfío en privilegiar en el vocabulario de la ética el concepto de contento moral, pariente de la alegría y el gozo, el cual que juzgo más preciso y, en rigor, más contenido que los demás términos hermanos.

La alegría no siempre puede impedir verse afectada por la presión de la pasión y la fuerza –«la fuerza mayor» (Clément Rosset)–, mientras que el contento evita cualquier tipo de pasión; aspira a la potencia actuante, mas no a la fuerza. Primero, porque no se trata de algo que se padece. Segundo, porque está más próximo a la categoría de estado de ánimo que a la de afecto.{4} La causa del contento no proviene de acción exterior sino de nuestra disposición y nuestro obrar. No es un padecimiento, sino más bien recreación. Si Wittgenstein decía fabricar su propio oxígeno, por mi parte afirmo que el ser humano es capaz de componer su propia sinfonía contenta, algo más que un himno a la alegría.

Contemplada como emoción placentera, la alegría puede llegar a poseernos, incluso a dominarnos. En ese caso, estaríamos hablando de euforia o éxtasis, categorías más próximas al entusiasmo que la placidez. G.W. Leibniz comprendió que la alegría, en cuanto placer que experimenta el hombre al ver asegurada la posesión de un determinado bien, no podía desprenderse de la larga sombra de la inquietud, afecto característico de la tristeza y el dolor. Se crean así unas condiciones determinadas que impulsan al hombre a ir siempre más allá, a un deseo susceptible de constituirse en «combate perpetuo», que no otra cosa es la inquietud: «La alegría ha llegado a matar por exceso de emoción, y, en ese caso, había algo más que inquietud.»{5}

El contento moral, empero, conlleva una declaración de paz, que se convierte en apaciguamiento con las cosas del mundo, que no maldice y niega, sino que procura ganárselas para el propio bienestar, aunque no a cualquier precio. Principalmente, el contento se consigue merced a la paz consigo mismo. He aquí la genuina declaración de amor propio.

La alegría, inquieta y combativa, «la alegría loca», no puede sustraerse a la fuerza de los extremos. Esta clase de alegría desea más y más, de forma que hace que se proyecte a su alrededor una sospecha de cierta irresponsabilidad, ligereza o descuido en la acción, y que la lengua común ha registrado oportunamente, como obrar sabio de notario que levanta acta de un suceso donde existen implicados. Reparemos, en este sentido, en la aguda precisión de conceptos llevada a cabo por Michel de Montaigne:

«La alegría profunda tiene más de seriedad que de júbilo; el intenso y pleno contento más de serenidad que exaltación.» (Ensayos, II, XX).

Y añadía a continuación una cita de Séneca: «Ipsa felicitas, se nisi temerat, premit» [La dicha, si no se modera, destrúyese a sí misma. (Séneca, Cartas morales a Lucilio, LXXIV].

Oímos a veces la expresión radiante «tomarse la vida con alegría», y de inmediato comprendemos lo que esto comporta, al fin y al cabo: tomarse la vida a broma. Igualmente se puede llegar a estar «loco de alegría», pero sólo cuando el alma alcanza un estado que va más allá de lo contento, cuando roza lo exaltado. O, en fin, también hay quien se deja llevar por demasiadas alegrías… No es lo mismo la actitud desenfadada, propia del contento, que se enfrenta a la vida libre de enfado, que el impulso jaranero y ruidoso que busca propiciar un ambiente jovial al grito de guerra: «¡Alegría! ¡Alegría!»

La alegría serena –esto es, el contento moral– es afecto liviano, propio de aquel que ha aligerado su alma de un peso o fardo que le aprisionaba desde tiempo, siendo por ello opuesto al pesar, a la pesadumbre; nace de la plena des-preocupación que llega a experimentarse como una liberación.

Estamos alegres no por ser libres, sino, en primera instancia, por lo que nos hemos librado de soportar. En semejante vivir aliviado, triunfa la alegría como lo hace la ligereza, que conlleva quitarse de encima una gran carga de ser y existir que la Fortuna a menudo nos impone.

{1} Véase, en especial, Clément Rosset, La fuerza mayor. Notas sobre Nietzsche y Cioran, Acuarela Libros, Madrid, 2000, en particular en el capítulo 1.

{2} Véase, en particular, Fernando Savater, entrada «Alegría», en Diccionario filosófico, Planeta, Barcelona, 1995; «El desafío moral de la alegría», en Saber, sentir y pensar. Edición a cargo de Carlos Nieto Blanco, Debate, Madrid, 1997a; «Ética de la alegría», en Fernando Savater y Gianni Vattimo, «¿Qué es la moral?», Claves de Razón Práctica, nº 73, Madrid, 1997; Las preguntas de la vida (principalmente el Epílogo: «La vida sin por qué»). Ariel, Barcelona, 1999.

{3} G. K. Chesterton, Ortodoxia. Alta Fulla, Barcelona, 2000, pág. 185.

{4} La distinción entre estado de ánimo y afecto de la que aquí me sirvo para relacionar el contento y la alegría se la debo a Ernst Tugendhat, Autoconciencia y autodeterminación. Una interpretación lingüístico-analítica. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1993, págs. 161-166.

{5} G. W. Leibniz, 1977: 195 Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano. Edición de Javier Echevarría, Editora Nacional, Madrid, pág. 195).

Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2014/n144p07.htm

El Catoblepas • número 144 • febrero 2014 • página 7

28 de febrero de 2014

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