Libro imprescindible de la cultura actual española. Y nada mejor que el parpadeo de estas páginas de El Imparcial [España] para suscitar su lectura a millares de lectores. José Ortega y Gasset se hubiera comprometido con este medio nuevo de la comunicación directa, casi inmediata, imprevisible en su alcance. Hubiera abrazado el algoritmo de luz a velocidad de energía desentrañando su fondo verbal, un verbo nuevamente encarnado, ávido como los circuitos de las sinapsis celulares.
Dice el autor de estas páginas iluminadas, Luis María Anson, que Ortega fue la inteligencia más clara y fina de España en el siglo XX. Hubo otras, sin duda, pero nadie obtuvo tanto crédito en la cultura española, por más que Unamuno y Antonio Machado lo tengan en la entraña del ser hispano. Ortega lo sabía y, a veces, se vanagloriaba de ello. Prueba de ese brillo social es este libro, denso y ameno, de Concha D’Olhaberriague. Tenía que ser mujer, y orteguiana, quien oliera el aroma que la obra del filósofo respira por dentro desde su vocación literaria y estudio de la lengua, la Filología. Se ha escrito mucho sobre el lenguaje de Ortega, pero poco sobre su pensamiento lingüístico. Esta denominación la aplicó por primera vez, que sepamos, Xesús Alonso Montero a la obra filológica de Amor Rubial, un gran olvido de la historiografía, fundador del estudio científico del lenguaje como ciencia, la Lingüística, en España y pionero, añade Ángel López García, en Europa. Anterior incluso al célebre Ferdinand de Saussure, cuya teoría adelanta el filósofo gallego años antes. El auténtico giro lingüístico lo dan estos dos autores en España, Amor Rubial y Ortega y Gasset, y desde la tradición y comparativismo filológico.
La fuente viene de lejos, de los presocráticos, pero se irradia con los maestros de la especulación filológica, Ockam, Hervás y Panduro, El Brocense, Port-Royal, Herder, Humboldt y Hegel más tarde. Quienes beben en estas aguas no podían contentarse con la imagen que, a comienzos del siglo XX, estampa como nueva ciencia la Lingüística. El estudio de su sistema descubre, cierto, el paradigma comunicativo de cualquier otra ciencia. Todas usan el lenguaje y la estructura que dos o más hombres, frente a frente, o a distancia, como ahora en esta pantalla digital, muy presente, activan entre sí hablando. Habla iluminada por el brillo de una nueva aurora.
Ortega entrevió pronto, seguramente desde Herder y Hegel, como antes Amor Ruibal, que el sujeto no va hacia o detrás del verbo, como enseña la Filología, sino al revés. La frase la cifra Amor Ruibal: el predicado busca sujeto. Al hablar, ya estamos inmersos en la predicación y buscamos puntos de fijeza, temas y núcleos que concreten la acción mental ahí desarrollada y acotada. Pirandello acierta con esta idea al escribir Seis personajes en busca de autor. Ortega está atento al giro de la metáfora en la literatura moderna. Los vocablos son sólo islas flotantes de un fondo inmenso que habla por y en ellas. Así lo ve también Karl Jaspers por los mismos años. Determinar ese fondo desde la superficie del decir genuino, lo no dicho desde lo hablado, será y es el objetivo esencial de la Nueva Lingüística que Ortega anuncia en mitad del siglo XX.
Esta idea fluctuaba en sus escritos filosóficos y literarios. La dejó esparcida en diferentes tratados, especialmente en Meditaciones del Quijote, Investigaciones psicológicas, El hombre y la gente y varios artículos. Concha D’Olhaberriague recoge lo disperso, lo agrupa, concentra y desentraña el fundamento de una gramática inédita distinta de la que promueve el estructuralismo, con Saussure, y hoy día, desde el conductismo americano, la gramática generativa de Chomsky, especialmente en su primera formulación. Ni unos ni otros aciertan, ni el intermedio de positivismo y psicologismo, criticado por Husserl en la Crisis de las ciencias europeas, a reflejar el trasfondo auténtico (la palabra genuina) del lenguaje, el hecho fértil y espontáneo del habla. Ortega se opone al corte sincrónico del lenguaje para estudiar la gramática moderna de las lenguas. Resalta, como Amor Rubial, el diacrónico, pero no para sostener el historicismo y la filología de viejo cuño, ni siquiera la renovada que Ramón Menéndez Pidal, uniendo puentes, estaba haciendo, muy meritoria. Al contrario, se hacen eco de las denuncias de Nietzsche en el siglo XIX, y al amparo de Hegel, contra el estudio filológico, tal como era, y se proponen renovar la vida que el lenguaje lleva dentro.
Ortega recoge el vitalismo del XIX y lo lanza al aire de las ondas desde una situación anímica nueva, potenciada por el Modernismo, las comunicaciones, la física, la incipiente “tecnociencia”, el efecto cruento de las máquinas en la Gran Guerra y la Civil española. Esa potencia está en las raíces de los vocablos y el entorno que asumen con otro sentido, como si de amebas se tratara, y eso es, a fin de cuentas, la metáfora. Potencia atómica. Y las palabras, células vivas. Absorben el medio, transforman su energía, mutan y desarrollan el organismo social que somos y que el lenguaje transmite. La lengua acontece entre individuos. Es la respuesta de otro aunque hablemos con nosotros mismos, monologando. No estamos solos. Nos habita el lenguaje.
El estudio sucinto y, a la vez, dilatado de Concha D’Olhaberriague expone esta fuente radical del pensamiento. La raíz asume la situación o circunstancia y se convierte en razón de la historia que acumula como palabra en el medio vivo del hombre. Ortega inaugura la sociolingüística y sienta las bases, con fino olfato griego, de lo que hoy se entiende por pragmática. Al adentrarse en el lenguaje, se nos revela como aurora del pensamiento: horizonte vital de la acción que el acto cognoscitivo comprende. Nace, crece, se desarrolla y el hombre es su animal etimológico. Vive en y de las raíces que lo crecen y expansionan culturalmente. Como el lenguaje, el hombre se mueve entre una insuficiencia del decir —no alcanza todo lo que dice e insinúa— y la exuberancia de lo dicho, cuya potencia, el verbo fragante —y él lo tenía—, el habla, nos transita en cuanto decimos: el parlamento, el ágora viva de los tiempos modernos, la arena pública, el periódico, la cátedra, el Ateneo, etc. Por eso lapalabra encierra y acota gesto, el cuerpo animado del hombre, la carne verbal hecha cuerpo (Leiblichkeit de Hegel y Husserl).
El esbozo de nueva gramática que Concha D’Olhaberriague nos presenta como centro activo de la reflexión del lenguaje en tanto mundo de vida (otra denominación de Husserl), sitúa a Ortega entre los pioneros de la renovación lingüística. Vio su precedente biológico elevado a medio social de convivencia, pero desde la génesis que las raíces (genitrices, dice) de las palabras instauran en nosotros. Su fuerza aún vive en lo que decimos y se impone a la división de categorías, pues la etimología ya anuncia sintaxis y pervive en aquéllas una vez flexionadas como nombres sustantivos, verbos, adjetivos, adverbios, etc. El verbo ser resulta entonces transitivo (así lo vio también Unamuno) y por eso orbita los pronombres (algo me es, nos somos) en su entorno: el nos-otros constitutivo del lenguaje, cuyo “rastro ontológico”, dice la autora, es el se, “sujeto múltiple, amorfo e impreciso”. Individuo y sociedad conviven en la plaza pública, nueva ágora, y libre, del habla. El yo rotundo del hablante, ejecutivo (“te lo digo yo”; “créeme”; “soy yo quien”…), se tempera en lo otro que nos habla desde su interior, nada menos que la historia acumulada del pueblo. Ortega indaga el germen profundo del lenguaje en la superficie espontánea del habla. Una reflexión dialogada con Heidegger y que llega a Jaspers y Emmanuel Lévinas por los mismos años.
Un libro imprescindible y además bien escrito, diría Ortega.
El pensamiento lingüístico de José Ortega y Gasset
Concha D’Olhaberriague Ruiz de Aguirre
Prólogo de Ángel López García-Molins.
Espiral Maior.
A Coruña,
2009.
352 páginas.
19 €
Fuente: http://www.elimparcial.es/libros/concha-dolhaberriague-ruiz-de-aguirre-el-pensamiento-lingistico-de-jose-ortega-y-gasset-57761.html
SPAIN. 21 de febrero de 2010