No he conseguido encontrar el texto de un reportaje de L’Express, en los años sesenta –plagio aquí la primera frase del título-, sobre la creciente difusión en la Francia supuestamente racionalista del recurso a la nigromancia: el paradójico fenómeno puede considerarse hoy universal, a pesar de la aceleración de los avances científicos y técnicos.
No faltan tampoco movimientos que exaltan la mitología clásica frente al cristianismo: como si el monoteísmo fuera enemigo de la libertad. Olvidan que, por lo general, es el miedo ante las incertidumbres humanas la raíz de las idolatrías.
Por ahí discurre una de las contradicciones culturales del siglo XXI: el rebrotar de lo irracional como deriva del fracaso del iluminismo del XIX, con sus promesas de perfección humana gracias a la ciencia, portadora a su vez del mito del progreso perenne e irreversible. Con el positivismo, la cultura dominante difuminó el pensamiento y llevó la teología al baúl de los recuerdos. Pero las guerras mundiales, y hoy la pandemia del covid, muestran la capacidad de barbarie o la debilidad que se esconde en la arrogante figura del hombre moderno.
El denostado panem et circenses de Roma resulta un ensayo casi infantil de la actual sociedad del espectáculo, con la primacía de la cultura del entretenimiento (aunque el término anglosajón “entertainment” sea más que su traducción literal a las lenguas románicas).
No voy a repetir el lúcido análisis de Alejandro Llano en su libro sobre la nueva sensibilidad, de 1988, actualizado hace unos años: el hombre sometido a las exigencias laborales del sistema que abre sin límites sus sentimientos en el fin de semana, en un extraño juego temporal de opresión –no exenta de rasgos inhumanos- y omnímoda liberación…
Con el avance de las técnicas de comunicación se han producido los conocidos fenómenos de primacía de lo audiovisual y acentuación de los sentimientos, por encima de la clásica racionalidad. La restricción de los contactos personales, establecida en la lucha contra la pandemia, provoca que afloren al exterior viejas tendencias quizá escondidas.
Leo en el boletín de noticias de la Universidad de Navarra que está disponible una nueva edición on line de su Guía de Expertos, una encomiable iniciativa nacida a finales del siglo pasado. Permite a los medios de comunicación localizar y establecer contacto con más de 500 profesores e investigadores.
Sin duda, el recurso a expertos permite precisar datos y criterios cuando se elabora información o se redactan artículos. Facilita también una mayor diversidad en los programas de radio y televisión que comentan la actualidad. Pero siempre con permiso del medio, que acaba configurando el mensaje, según la ley empírica –muy vigente a mi juicio- que elaboró históricamente Marshall McLuhan.
Porque la abundancia de expertos –no meros “tertulianos”- puede contribuir al conocimiento o al guirigay de opiniones, que compiten por imponerse, y aquí priman quizá con exceso los aspectos formales. La pasión por la igualdad, propia de los sistemas democráticos, aplicada a los debates de actualidad, puede hacer más difícil extraer consecuencias por la tendencia natural a valorar de modo equivalente –todo vale- cualquier opinión o información, pues en unos pocos segundos no es posible valorar fundamentos ni trayectorias vitales.
A raíz quizá del lamento del presidente francés en una entrevista a L’Express, el 21 de enero, antes aún de que se acentuase el declive de su popularidad en plena pandemia -“nos hemos convertido en una nación de 66 millones de fiscales”-, se ha consolidado el término “sociedad del comentario”. Emmanuel Macron habló del aplastamiento de las jerarquías inducido por la sociedad del comentario permanente: la sensación de que todo vale, de que todas las palabras son iguales, de que la voz de alguien que no es especialista pero que opina sobre el virus vale lo mismo que la de un científico.
Dos grandes riesgos acechan: una indiferencia conformista, y un desconfiado y universal criticismo. Las homilías de los dirigentes se valoran como un comentario más…, cada vez menos escuchado, también porque en parte refleja el arte de la distracción: lanzan temas que desvían o dirigen la atención de los ciudadanos inquietos hacia lo que conviene a los gobernantes o a los líderes, no a la realidad de los problemas pendientes o de los errores cometidos.
Al cabo, pueden ser válidas expresiones contradictorias: la sociedad del comentario es una amenaza para la democracia; y su contrario; la sociedad del comentario es la sociedad democrática.
Un posible consuelo radica en que, en la cultura de la actual algarabía, entran muy bien testimonios y llamadas a la solidaridad, que contribuyen a consolidar una ética pública pendiente del cuidado solidario en vez del descarte, más allá de las propias opciones políticas.
Notas
23 de abril de 2021