“A medida que leía, me resultaba cada vez más claroque la razón por la que existen los clásicos es para confrontar el problema de la muerte”, anota Christopher Beha, editor de la revista Harper’s, que dedicó un año de su vida a leer los 51 volúmenes de la Biblioteca de Clásicos de Harvard. En The whole five feet, cuenta su experiencia.
Durante un mes, un documentalista se alimentó exclusivamente de productos McDonald’s, sufriendo múltiples trastornos de salud. La película empleaba una estrategia no muy sutil, pero bien efectiva y difundida a la hora de probar “en carne propia” los efectos de tal o cual experiencia. Ahora, Christopher Beha, editor de la revista Harper’s de 27 años, graduado de Princeton, leyó los 51 volúmenes de la Biblioteca de Clásicos de Harvard en un año, desde Homero hasta Darwin, pasando por Platón, Cicerón, San Agustín, Shakespeare, Cervantes, Thoreau, entre otros próceres. Como salió vivo de la experiencia, también escribió un libro titulado The whole five feet.
Lo suyo puede ser considerado parte de un género, los llamados stunt books, basados en proyectos excéntricos: tipos que se dedican a preparar todas las recetas de un libro de cocina, mujeres que acceden a todos los hombres que pidan una cita, abstenerse de usar papel higiénico y pasta de dientes por razones ecológicas, entre otras proezas. En 2007, para argumentar que el sexo en el matrimonio no era una utopía, un sujeto publicó un libro sobre las relaciones con su esposa durante 101 noches seguidas. Al año siguiente fue superado por otro cuyo título no requiere mayores explicaciones: 365 Nights.
A lo mejor el proyecto de Beha con sus lecturas clásicas resulta más interesante que el resultado. Para esquivar la tarea imposible de abordar críticamente todos los libros y estar a la altura, optó por una clave personal, contando su propia historia durante ese año canónico. El autor vivió problemas serios de salud además de la muerte de una tía, y su lectura estuvo marcada por la necesidad de buscar apoyo y consuelo en los textos. “A medida que leía, me resultaba cada vez más claro que la razón por la que existen los clásicos es para confrontar el problema de la muerte”, anota Beha, quien considera los grandes libros como medios de autodescubrimiento: “Cada lector se encuentra a sí mismo. La obra del escritor no es más que una suerte de instrumento óptico que hace posible que el lector discierna lo que, sin el libro, tal vez nunca hubiera visto en sí mismo”.
No es casualidad que la Biblioteca Clásicos de Harvard -un best seller a partir de su publicación en 1909- no fuera obra de un humanista. Charles Eliot, presidente de la Universidad de Harvard durante 40 años (1869-1909), fue un químico y matemático mediocre, pero un administrador genial. Al asumir su cargo, Harvard era una pequeña universidad de elite con un currículum centrado en las humanidades. Los estudiantes de primer año, por ejemplo, estudiaban latín, griego, matemáticas, francés, elocución y ética. Eliot instauró la libertad en los estudios, permitiendo la especialización y transformando a Harvard en la primera universidad de investigación norteamericana. Solía decir que todo lo necesario para una formación humanista cabía en una estantería de cinco pies de largo, es decir, un metro y medio. Próximo a la jubilación, la editorial Collier & Son le propuso compilar ese metro y medio de libros fundamentales. De ahí salió la Biblioteca Harvard.
En 2001, al recibir el premio Príncipe de Asturias de Literatura, Doris Lessing lamentó el ocaso de la antigua formación humanista. Uno de sus artífices en el mundo académico fue Charles Eliot, quien inició la moda de reducir y empaquetar a los clásicos como un subproducto de su creación más importante: la universidad de investigación.
Un segundo golpe mortal recibido por la antigua formación humanista en la academia norteamericana tuvo lugar durante los años 80, a raíz del agrio debate sobre el canon. Si esa formación se había reducido a la delgada pátina de cursos introductorios a las humanidades para estudiantes de primer año, se vio ahora emplazada desde la izquierda por quienes exigían la inclusión en las listas de lectura no sólo de escritores europeos, blancos y muertos, sino también de voces representativas de una diversidad de género, étnica, geopolítica, etc. Una de las principales voces “conservadoras” en ese debate fue el crítico Harold Bloom, quien, en 1994, cuando la guerra estaba ya perdida, publicó El canon occidental. Se trató de un gesto irónico, un desafío al bando que había resultado victorioso: el de la corrección política.
¿POR QUE ESOS Y NO OTROS?
El proyecto de Christopher Beha y su abordaje light (pero también honesto y poco pretencioso) de los textos considerados canónicos hace 100 años, reabre algunas interrogantes o, más bien, nos recuerda que siguen estando abiertas: ¿Qué es un clásico? ¿Por qué leer determinados textos y no otros? ¿Qué se “obtiene” de su lectura? En Cómo leer y por qué (2000), Bloom arremete contra lo que llama la “escuela del resentimiento” y la noción de que la lectura debe ser un acto político, orientado a mejorar a la sociedad, abogando en cambio por el placer estético individual y por una idea de la lectura, tomada de Emerson, como una comunión entre las almas de escritores y lectores.
Más conservadora aún fue la postura de T. S. Eliot, resumida en una conferencia titulada ¿Qué es un clásico?, dictada en Londres en 1944. Su noción asumía, como señala Coetzee, que “la civilización de Europa Occidental era una sola civilización, que descendía de Roma a través de la Iglesia de Roma y del Sacro Imperio Romano-Germánico, y que su clásico originario debía ser la épica de Roma, la Eneida de Virgilio”, a partir de la cual Eliot trazaba su propia genealogía poética. En la visión autoritaria de T. S. Eliot, así como las voluntades individuales debían supeditarse a ese orden impersonal, la literatura se organizaba en torno a una tradición (que en algunas ocasiones llamó también la “mente europea”). Aunque dotada en su momento de una abrumadora autoridad, la tradición de Eliot era, como todos los cánones, arbitraria, desembocando venturosamente en la obra del poeta como su desenlace natural y triunfal. En parte para justificar su propio sitial en ella, Eliot postuló la curiosa paradoja temporal de que la tradición -cual inteligencia divina- de alguna manera había previsto las obras maestras del futuro, aquellas destinadas a ser incluidas en el selecto club de los elegidos.
Borges se apoyó en los postulados de Eliot para proponer, en Kafka y sus precursores (1951), que “cada escritor crea a sus precursores”, que el genio del autor checo nos lleva a descubrir acentos kafkianos en textos de Zenón de Elea, Kierkegaard, Bloy, Hawthorne, etc. La concepción borgeana de los clásicos es más fluida que la de Eliot. Para Borges, un clásico no lo es por razones inherentes ni de manera definitiva: “Clásico no es un libro… que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Borges también iba a aplicar a Kafka (y a sí mismo) el adjetivo “clásico” en el sentido de contención, opuesto a los excesos sentimentales y al manierismo formal.
“Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”, escribió Quevedo. Borges evitaba, en sus clases, dar listas de lecturas obligatorias; recomendaba que si un estudiante no conectaba con un texto, por muy prestigioso que fuera, postergara su lectura hasta que llegara el momento adecuado. Italo Calvino, en Por qué leer los clásicos (1981), sostuvo que “no queda más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos”.
LA LECTURA Y EL PLACER
El abordaje de Christopher Beha de los textos canónicos (que bordea peligrosamente la autoayuda, una apología de la lectura a la Oprah Winfrey, que la promueve como algo maravilloso en sí misma, desconociendo que puede deparar un placer difícil y también el espanto y el tedio) lleva implícita la idea de un esfuerzo y gratificación individuales.
¿Se debe, entonces, promover la lectura masiva de los clásicos? ¿O de anticlásicos como Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia? A estas alturas, la idea de una estantería, tradición o canon fijo y estable -como los concebidos por Charles y T.S. Eliot, y Harold Bloom- resulta naive, cuando no sospechosa.
En la disputa, por ejemplo, en torno a qué debe entrar en el Maletín Literario, que busca hacer disponibles ciertos textos relevantes a quienes no pueden comprarlos, se ponen en juego tanto capitales simbólicos como intereses comerciales. Ambos lados de la disputa sobre el canon parecían inspirados en un enfoque constructivista -si no derechamente conductista- de la lectura. ¿La lectura nos hará necesariamente, como sugiere Oprah, mejores personas? ¿Hasta qué punto es posible “formar” las mentes de los lectores? El esfuerzo de moldear a las futuras generaciones a la propia imagen y semejanza suele ser, en el mejor de los casos, una causa perdida y, en el peor, un tiro por la culata.
La época actual parece no condecirse con la lectura de los clásicos por la velocidad de las cosas, el carácter fragmentario de la cultura y la tendencia ya asentada al desmoronamiento de los ídolos, cuyo enaltecimiento suele ser un pretexto para el ataque y la demolición. Como dijo en una ocasión Günter Grass: los monumentos existen para orinar en ellos. En una conferencia de 1991, Coetzee señaló: “Llegamos así a una cierta paradoja. El clásico se define por sobrevivir. Por lo tanto, la interrogación del clásico, no importa cuán hostil, es parte de su historia, es inevitable e incluso bienvenida. Porque mientras deba ser protegido de los ataques, no podrá probar que es un clásico”. Este carácter paradójico también es resaltado por Borges y Calvino. Para este último, toda lectura de un clásico es en realidad una relectura y toda relectura depara las sorpresas de una primera lectura, porque un clásico es “un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.
Fuente: http://www.latercera.com/contenido/1453_208343_9.shtml
CHILE. 11 de diciembre de 2009