«Si fuéramos capaces de explicar a Dios, seríamos prácticamente sus iguales, lo que a todas luces no somos. A Dios sólo puede vérsele con los ojos de la fe y si es difícil demostrar que Dios existe, tanto o más difícil es demostrar que no existe»
EN 1927, Ortega y Gasset publica el tomo VI de El Espectador con un breve ensayo inicial sorprendente: «Dios a la vista», se titula, donde el filósofo, que hasta entonces sólo había abordado el tema religioso desde el punto de vista social, proclama que «hay un Dios laico, ajeno a la fe, a la plegaría, al culto» y critica el agnosticismo en el que se le suponía instalado, por su «visión demasiado miope, que renuncia a descubrir el secreto de las cosas fundamentales».
Y es que estaba en el aire. El mismo año, George Lemaitre lanzaba la teoría de que el entero universo procedía de la formidable explosión de un «huevo cósmico» que contenía toda la materia y fuerzas existentes. Los astrofísicos se dedicaron a dar respaldo científico a esa teoría, y cuando Edwin Hubble constató que las galaxias se alejaban entre sí a una velocidad doble que su distancia, empezó a tomar forma la doctrina del big-bang, del gran estallido. Pues si revertimos hacia atrás la huida de las galaxias, llegamos a la conclusión de que el universo tuvo que crearse hace 14.000 millones de años, cuando todo lo existente —materia, tiempo, energía— se reducía a una pequeña esfera, en un estado titánico de calor y densidad. De ese material primario, unido por una sola fuerza elemental y formidable, saldrían todos los átomos y moléculas del universo, cuando su propio calor y densidad lo hizo estallar en una explosión gigantesca, el big-bang, cuyos ecos retumban todavía por el espacio. Aprovechando las emanaciones de calor que quedan de ella, se ha conseguido una «foto» del mismo cuando tenía sólo 380.000 millones de años, es decir, recién nacido. De ahí en adelante, todo fue ir diferenciando materia, átomos, moléculas, cuerpos, al tiempo que se separaban las distintas fuerzas: electricidad, magnetismo, gravedad, «energía negra».
La gran sorpresa de la teoría del big-bang era que no se oponía al génesis bíblico. Podía incluso equipararse al «hágase la luz», con su consiguiente creación del mundo en seis días poéticos. Ello ponía fin al pulso que ciencia y religión venían sosteniendo desde Galileo, continuado por la Ilustración y zanjado por el «Dios ha muerto» de Nietzsche. Nada de extraño que si buena parte de los científicos de los siglos XVIII y XIX se mostrasen agnósticos y algunos, claramente ateos, en el XX fueran cada vez más los dispuestos a compatibilizar ciencia y fe, no sólo desde el punto de vista personal, sino también filosófico y científico, en busca de la «Teoría del Todo», englobadora de todas las fuerzas de la naturaleza, que consumió los últimos años de Einstein. En una palabra: volver, aunque sólo fuera teóricamente, a aquel «huevo cósmico» de Lemaitre del que había partido todo. Es también lo que persiguen los científicos en los grandes desintegradores nucleares: hallar la partícula inicial, el ladrillo con que está formado todo el universo.
Pero tanto la «Teoría del Todo» como la «partícula inicial» se resisten y últimamente han surgido críticas a la teoría del big-bang. Se la acusa de demasiado simplista y de que algunas de sus ecuaciones no encajan. Una duda que Stephen Hawking ha venido a culminar en su último libro «El Gran designio», donde sostiene que no se necesita a Dios para explicar la creación del universo, pues éste pudo muy bien crearse por su propia fuerza de la gravedad, que le hizo estallar de la nada.
Habrá que esperar a conocer exactamente el entero razonamiento del científico británico para evaluarlo con exactitud. Pues de lo que conocemos por avances periodísticos, hay en él una laguna importante: si fue la gravedad la que hizo estallar la nada, había algo aparte de nada, que era la gravedad que lo hizo estallar. ¿O es acaso la fuerza de la gravedad Dios? No creo que se atreva a tanto. Repito, por tanto, que debemos esperar a conocer cuál es el «gran designio» de un universo sin Dios de Hawking para juzgarlo, como esperemos a ver si los técnicos de los grandes aceleradores nucleares dan con la partícula inicial, para poder pronunciarnos.
O si nosotros tenemos capacidad para conocerlo. Pues hay muchas cosas que no conocemos, por la sencilla razón de que escapan a los límites de nuestra inteligencia. Con lo que llegamos a la gran antinomia de ciencia y religión. La ciencia se ocupa de los fenómenos naturales, tratando de explicarlos. Pero hay en la misma naturaleza muchos fenómenos que no somos capaces de explicar, al menos todavía, como el movimiento de las partículas subatómicas, cuyas trayectorias siguen siendo un enigma. O el propio Dios. Si fuéramos capaces de explicar a Dios, seríamos prácticamente sus iguales, lo que a todas luces no somos. Con lo que el «Dios a la vista» de Ortega se apaga. A Dios sólo puede vérsele con los ojos de la fe. La religión empieza donde la ciencia acaba, y si es difícil demostrar que Dios existe, tanto o más difícil es demostrar que no existe. De ahí que el anuncio de Hawking, si se queda en lo que dicen los periódicos, no va mucho más allá del «Dios ha muerto» de Nietzsche, sólo con ropaje científico en vez de filosófico.
La mayor objeción que puede hacerse a la existencia de Dios no es desde el punto de vista científico, sino desde el punto de vista moral. Me refiero al mal, que sí existe, como comprobamos cada día. ¿Cómo puede un ser todopoderoso, extremadamente bueno, sabio, justo y bondadoso tolerar el mal en el mundo? ¿Cómo puede haberlo creado con el mal incrustado en él? Ya Leibniz estableció que este mundo tiene que ser el mejor de todos, ya que en otro caso Dios no lo hubiese creado. En otras palabras, o Dios es perfecto, o no es Dios. He ahí una contradicción contra la que se vienen estrellando no sólo nuestra razón, sino también nuestros sentimientos.
La única explicación reside en nuestra cortedad de miras. San Agustín lo explicó con la parábola del niño que, en la playa, quería meter toda el agua del mar en el agujero que había hecho en la arena, hasta que un ángel le advirtió de cuán imposible era. Todo cuanto vemos los humanos está limitado por el espacio y el tiempo, sin alcanzar nunca a ver el panorama tras ellos. A todos nos ha ocurrido, cuando al cabo de los años, nos damos cuenta de que algo que creíamos malo al ocurrir, terminaba siendo beneficioso para nosotros. No siempre, desde luego, pero se da con más frecuencia de lo que reconocemos.
El mal, por otra parte, es producto de nuestra libertad,del libre albedrío, de la facultad de elegir que tenemos. De estar sujetos a las leyes de la naturaleza, como los animales o las plantas, cuanto nos aconteciese sería producto de esas leyes, es decir, conforme al orden establecido. Pero los humanos tenemos el dudoso privilegio de cumplir ese orden o de violarlo. Y, de hecho, lo estamos violando constantemente, rompiendo el orden natural en busca de nuestro único provecho, y causando con ello daño no sólo a la naturaleza y a los demás, sino también a nosotros mismos.
En este sentido, el hombre es un ser extraño, distinto a todos. Ortega lo definió como «centauro», mitad animal, mitad espíritu y actuando como uno u otro según las circunstancias y el temperamento de cada cual. Mientras Monod nos llama «los gitanos del universo», seres curiosos e inquietos, que no se contentan nunca con lo que son, con lo que saben ni con lo que tienen, queriendo siempre más, fuente de nuestras venturas y desventuras.
Fuente: http://www.abc.es/20100918/opinion-la-tercera/ciencia-religion-dios-20100918.html
SPAIN. 18 de septiembre de 2010
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