El seis de febrero se cumplen 400 años de la muerte de una figura clave en el comienzo de la tradición científica de la Compañía de Jesús
Hace cuatrocientos años, el seis de febrero de 1612, moría en Roma Christopher Clavius, figura clave en el comienzo de la tradición científica de la Compañía de Jesús. Matemático en el Colegio Romano y maestro de Matteo Ricci, introductor de la ciencia occidental en China, participó en la reforma del calendario de Gregorio XIII. El siguiente artículo presenta la figura de Clavius, esencial porque marcó tendencias de futuro. Por Leandro Sequeiros.
Christopher Clavius. Fuente: Wikimedia Commons.
De Christophorus Clavius se conoce poco sobre sus primeros años. Incluso la fecha exacta de su nacimiento no es muy segura. Según los historiadores, puede oscilar entre 1537 o 1538. Aunque constan documentos de que falleció el seis de febrero de 1612, hace 400 años.
Su verdadero nombre de familia en alemán tampoco es conocido con exactitud ya que él empleó siempre la forma latinizada de “Clavius”. Por juego de palabras pudiera hubiera sido “Schlüssel” (palabra alemana para “llave”, o lo que es lo mismo en latín “clavis”) o también “Klau”, apellido presente en su región natal. De todas formas, la palabra llave (Clavius) le viene muy bien como a una persona inteligente capaz de abrir y desentrañar los problemas más ocultos.
Christophorus Clavius había nacido en Bamberg, Alemania, y su afición por su ciudad natal la dejó bien clara al añadirla siempre a su nombre en sus libros (Clavius Bambergensis). El primer dato histórico sobre su vida es que fue recibido en la Compañía de Jesús por el mismo San Ignacio, en Roma en 1555, aunque se supone que estudió en el colegio que tenían los jesuitas en Bamberg.
En 1556 estudió filosofía en Coimbra, donde observó un eclipse de sol en 1559, primer contacto con su interés por la astronomía. En 1560, volvió a Roma para terminar sus estudios de filosofía y comenzar los de teología en el famoso Colegio Romano, ordenándose de sacerdote en 1564. Su interés por las matemáticas debió despertarse pronto, ya que en 1567 sustituyó al jesuita español Baltasar Torres (1481-1561), en la cátedra de matemáticas del Colegio Romano. Clavius ocupó esta cátedra durante 28 años, hasta 1595.
En los últimos años de su vida, hasta su muerte en 1612, continuó activo, supervisando las ediciones de sus libros y atento a las nuevas observaciones y propuestas en el campo de la astronomía realizadas por Copérnico, Tycho Brahe, Galileo Galilei y Johannes Kepler, aunque se mantuvo fiel a la ortodoxia geocéntrica aristotélico-tolemaica.
Se puede decir que, excepto en los periodos que estuvo en Nápoles, sobre 1596, y la visita que hizo a España en 1597, Clavius permaneció como profesor de matemáticas en el Colegio Romano durante el resto de su vida. Fue fundamentalmente un gran profesor, y los jesuitas matemáticos y astrónomos posteriores le consideraron siempre como el iniciador de la tradición científica y en particular matemática en la Compañía de Jesús. Directa o indirectamente, a través de sus libros, la primera generación de matemáticos jesuitas se confesaban discípulos de Clavius, y sentían por él una profunda reverencia, refiriéndose a el como “nuestro Clavius”.
La modernidad científica y pedagógica del Colegio Romano
En los tiempos de la llegada de Clavius al Colegio Romano, éste estaba ya bien establecido. Había un buen edificio y una organización docente bien elaborada, una buena biblioteca y un profesorado dotado de gran potencia intelectual. La enseñanza, y en especial la enseñanza de la Teología, eran muy apreciadas, siendo los portavoces de las reformas teológicas iniciadas tras el Concilio de Trento.
Era la edad dorada del Colegio Romano, iniciada con las clases de Toledo y Belarmino y culminada con las de Suárez, Vázquez y Valencia. Esta actividad se prolongaría en el siglo XVII con Juan de Lugo, Antonio Pérez, Sforza Pallavicino y Silvestre Mauro.
En la época de Clavius, fieles al Concilio de Trento, los teólogos del Colegio Romano se mantenían dentro de la ortodoxia del tomismo. Pero se trata de un tomismo ecléctico, más abierto a las novedades científicas.
Es de gran interés conocer el elenco de profesores y rectores del Colegio Romano entre 1551 y 1773 para apreciar la envergadura de la obra. Desde su creación hasta la extinción de la Compañía hubo 76 Rectores del Colegio Romano, 32 Prefectos de Estudio, 46 profesores de Sagrada Escritura, 75 de Teología Escolástica (para dos cátedras), 37 de Teología Escolástica (Tertia Lectio), 21 de Controversias, 9 de Cánones, 64 de “Casos” o Teología Moral, 3 de Liturgia, uno de Historia Eclesiástica, 23 de Lengua Hebrea, 221 de Metafísica, 234 de Física (o Filosofía Natural, es decir, lo que hoy llamamos “ciencias” de la naturaleza), 234 de Lógica, 71 de Ética, 50 de Matemáticas (con Geometría y Astronomía, entre los que se encuentra Christophorus Clavius, desde 1567 a 1595), 77 de Retórica, y 6 de Lengua Griega. En total, hemos contabilizado 1172 profesores jesuitas. El claustro de profesores del Colegio Romano en las 19 categorías en que los distribuye el profesor García-Villoslada, era numeroso y contaba con los hombres que la Compañía consideraba más aptos en la institución.
Controversias entre ciencia y religión en el Colegio Romano
El tomismo ecléctico de la Ratio Studiorum de los jesuitas del Colegio Romano les llevó a ser más permeables a las nuevas tendencias del conocimiento humano, como era la filosofía natural emanada de la llamada “revolución científica”. En el centro de estudios de los jesuitas se conocían las ideas que había dado a conocer en 1600 el físico William Gilbert. Su obra, De Magnete, influyó mucho en los jesuitas del Colegio Romano y provocó no pocos debates científicos, filosóficos y teológicos.
Pero si nos preguntamos ahora por el papel de Clavius como científico de la época barroca alemana y europea, será necesario recorrer dos direcciones en la investigación: la primera debe ir dirigida a situar a Clavius dentro del contexto científico de su época. Es peligroso en la historia del pensamiento, tanto científico como filosófico, descontextualizar a los autores del momento en el que viven. El conocimiento nunca es una producción aséptica e imparcial.
Entre la postura del racionalismo crítico de Karl Popper y las posturas más sociológicas e historicistas de otros filósofos como Thomas Kuhn, Imre Lakatos, Stephen Toulmin y Larry Laudan (excluyendo al anarquista Paul Feyerabend) mi opción personal (no definitiva pero sí afectiva) se inclina más por una concepción del conocimiento científico como construcción social, obra de una comunidad científica que pretende elaborar imágenes racionales de la realidad natural y/o social.
Aunque sea de modo muy simplificado, será necesario presentar un marco general de las ciencias de la naturaleza (la filosofía natural, tal como la entiende Galileo). No se puede entender a Clavius como un personaje ausente del complejo sistema cultural europeo del siglo XVI. Tras el tumultuoso período del Renacimiento -escribe el profesor René Taton-, durante el cual occidente entró en íntimo contacto con la ciencia antigua, no sin manifestar, en diversos dominios, una indiscutible voluntad de creación, el siglo XVI ve nacer en la Europa occidental una nueva ciencia, que se desarrollará en los siglos siguientes, y que poco a poco se difundirá por todo el mundo.
Esta “nueva ciencia” de la que tratan los historiadores se corresponde con un momento de efervescencia de la creatividad humana. Desde Gilbert, Kepler y Galileo hasta Huyggens, Malebranche, Leibniz y Newton, pasando por Bacon, Harvey y Descartes, los que hoy llamamos “científicos” del siglo XVII en Europa colocan los principios de la ciencia moderna.
Mientras sostenían su lucha, a menudo difícil, contra los prejuicios, la tradición y la rutina, esos hombres geniales supieron explicar los grandes principios que todavía hoy se encuentran a menudo en la base de nuestras concepciones. Aquellos filósofos naturales tuvieron el mérito inmenso de crear métodos originales y fecundos, de renovar amplios dominios científicos y de dar a la investigación un decisivo impulso.
Suele ser normal en los autores de Historia de las Ciencias de la naturaleza identificar el siglo XVI con el comienzo de la que puede llamarse Ciencia Moderna. Sin embargo, es necesario matizar mucho esta afirmación. En primer lugar, no todas las áreas del conocimiento racional y organizado de la naturaleza caminaron a un mismo ritmo durante la época de la Revolución Científica. Así, las matemáticas y la física tuvieron un desarrollo epistemológico que no lo tuvieron las ciencias de la vida y las ciencias de la Tierra.
En segundo lugar, y utilizando las metáforas kuhnianas, la incipiente comunidad científica de la época barroca se hallaba escindida en dos facciones: la tradicional (que se mantenía fiel a los principios, metodologías y contenidos propios de la tradición aristotélica y escolástica y que, por lo general, se atrincheraba en las Universidades) y la facción “moderna” (o renovadora) que, por lo general, desde la periferia de las instituciones académicas, propiciaba una nueva manera de afrontar el problema del conocimiento del mundo natural, social y teológico.
Pero hay un tercer elemento a tener en cuenta en este intento de matización del concepto de nueva ciencia: si se estudia en detalle a los grandes personajes de la filosofía y de la ciencia en este período, puede llegarse a la conclusión sorprendente de que un autor, podía ser “renovador” en unos aspectos y por otra parte seguir acartonado en concepciones arcaicas. El caso más clarificador es el del gran científico Isaac Newton, que alternaba sus estudios sobre física con investigaciones sobre alquimia o sobre astrología. “El Gran Babilonio”, ha sido etiquetado por algunos autores.
Hechas estas matizaciones, será necesario presentar, aunque sea muy esquemáticamente, lo que el siglo XVI supuso en la construcción de ideas científicas para comprender a Clavius dentro de esas coordenadas. En este sentido,destacamos como avances que han pasado al patrimonio común de la humanidad los siguientes: las leyes de Kepler, la Mecánica de Galileo, el sistema circulatorio de Harvey, la Geometría de Descartes, el mundo de los “pequeños animales” al microscopio de Leeuwenhoek.
Muchos errores se mezclan en todo ello con las verdades. Pero, ¿acaso no es esta, en cualquier época, la condición misma de la investigación, de la búsqueda de la verdad sobre el mundo, la vida, los humanos y Dios?
La vida científica de Christophorus Clavius se desarrolla fundamentalmente en la península italiana. Por tanto, serán los autores y las ideas italianas las que más pudieron incidir en sus planteamientos.
En el siglo XVI, se había constituido aquí una rica burguesía que quería escapar de los maestros tradicionales y favorecía a artistas, filósofos, literatos y pensadores. Los príncipes, como los Médicis, los cardenales y los papas tenían sus “sabios” a su servicio y financiaban sus trabajos. Así, Galileo era matemático del Gran Duque de Toscana. Las ciudades de vieja tradición autónoma, como Padua, Pisa y Florencia, intentaban acaparar para sí los “científicos” más famosos. De Italia llega la ciencia, lo mismo que el arte, y casi todos los sabios franceses de la primera mitad del siglo XVII sabían italiano, lengua que era, como el latín, el primer idioma de comunicación entre los filósofos y científicos.
Bajo los auspicios del príncipe Federico Cesi, se constituyó en Roma en 1603 la primera institución que amparaba la comunicación y el trabajo entre los científicos, era la Accademia dei Lince, de la cual será miembro, entre otros, Galileo Galilei. Medio siglo más tarde, en 1657, el gran Duque de Toscana, Fernando II, quiso tener en Florencia su grupo de “sabios” y así nació la Accademia del Cimento (Academia de la Experiencia) a la que pertenecía, entre otros, el citado fundador de la Geología, Niels Stensen, así como Viviani, Borelli, Redi y otros. Esta Academia tuvo una vida floreciente pero efímera, pues desaparece en 1667, diez años después.
Algunas fechas sitúan la ciencia del XVI-XVII en su dimensión. Clavius pertenece a la generación que asistía asombrada a la emergencia de la nueva ciencia. En 1609, Johannes Kepler publica la Astronomía Nova con los datos de Tycho Brahe; y en 1610, Galileo publica el Sidereus Nuntius, seguido de la respuesta airada ese mismo año de Kepler (Dissertatio cum Nuntio Sidereo). Debe destacarse el hecho de que en 1611, Galileo visita el Colegio Romano y en el Acto Académico en su honor se le proclamó como uno de los grandes astrónomos de su tiempo.
Pero, a partir de 1612, el año en que fallece Clavius, se inicia la ruptura de Galileo con los jesuitas del Colegio Romano. Tras la publicación del Sidereus Nuntius tienen lugar una serie de controversias con los jesuitas Orazio Grassi y Christophorus Scheiner. Ese año de 1612, Scheiner había observado las manchas del Sol y las publicó (con el seudónimo de “Apelles”) en tres cartas al Mecenas de Ausburgo, aunque les daba una interpretación tradicional, como simples “efectos ópticos” sin base real. Estas cartas llegaron a Galileo que creyó ver en ellas una reclamación por parte de los jesuitas de la prioridad del descubrimiento de las manchas (que Galileo había observado en 1610 e interpretado como “máculas” reales de la superficie supuestamente incorruptible del astro rey). Pero Galileo no publicó su hallazgo hasta 1613, lo cual dio lugar a un duro enfrentamiento entre ambos por causa de la prioridad de la observación y su divergente interpretación.
Los enfrentamientos de Galileo con los jesuitas del Colegio Romano
Clavius ya había fallecido cuando, en 1615, Galileo fue convocado por la Inquisición iniciándose así el proceso anticopernicano que llevó a la condena de las ideas de Nicolás Copérnico y la puesta en el Índice de libros prohibidos en 1616 de su obra De Revolutionibus Orbium Coelestium. El Cardenal Roberto Belarmino (1542-1621), profesor del Colegio Romano desde 1576, mantuvo una actitud dialogante con el impetuoso Galileo. Como consecuencia de este proceso, a éste se le prohibió enseñar y escribir ideas favorables al copernicanismo.
En este contexto, los enfrentamientos de Galileo con algunos de los jesuitas del Colegio Romano, como Grassi y Scheiner, se hacen más frecuentes y agrios: así, en 1618, se pudieron ver en el cielo de Roma tres cometas, uno de ellos muy brillante. El jesuita astrónomo Orazio Grassi tuvo en el Colegio Romano una disertación en la que los situaba dentro de la esfera celeste como unos “astros” siguiendo las ideas de Kepler y Tycho Brahe. Galileo, por su parte, sostenía -siguiendo a los aristotélicos- que los cometas eran exhalaciones o evaporaciones terrestres. Grassi escribió sobre los cometas en su libro Libra Astronomica (de 1619) refutando las ideas de Galileo, lo cual este lo entendió como una provocación y disparó toda su artillería contra Grassi en Il Saggiattore de 1623. Grassi volvió a contestar airado en 1626, agriándose más aún la relación de Galileo con los jesuitas.
Clavius y su saber de matemáticas
La producción escrita de Christophorus Clavius fue muy extensa: un total de 23 libros publicados entre 1570 y 1612. De ellos 12 son libros de texto de aritmética, geometría y álgebra; tres libros son comentarios a las obras de geometría de Euclides y Teodosio y de astronomía de Sacrobosco y seis tienen que ver con la defensa de la reforma Gregoriana del calendario.
El año de su muerte (1612), hace 400 años, se publicaron las obras completas (Opera Mathematica) en cinco volúmenes. Su producción cubría todas las disciplinas matemáticas de su época con una colección de libros de texto que se usarían durante muchos años.
Entre las obras de Clavius conviene destacar, en primer lugar, su edición y comentario a los 15 libros de Euclides (Euclidis elementarum libri XV commentarius, 1574, Comentario a los 15 libros de los Elementos de Euclides) (los libros 14 y 15 atribuidos a Euclides son de autores griegos posteriores) que le valió el título de “el Euclides de nuestro siglo”, con tres ediciones en vida de su autor y la última en 1691.
En el prólogo de esta obra, Clavius hace ver la importancia de la geometría para entender la naturaleza, ya que el mundo en su totalidad es el resultado de la geometría. Con esta consideración Clavius se acerca a las corrientes de la “nueva ciencia”, que exigía el conocimiento de las matemáticas para describir los fenómenos naturales. Su innovación más importante puede ser el haber añadido a las demostraciones geométricas soluciones numéricas.
Este libro se convirtió durante muchos años en el libro de texto de geometría en la mayoría de los colegios jesuitas, y marcó el énfasis dado en ellos a la geometría en la enseñanza de las matemáticas.
A él añadió otros dos de aritmética y geometría practica. La Arithtmetica Practica, en particular, tuvo una gran aceptación con 25 ediciones hasta 1738, de ellas, 10 escritas en latín y 15 en italiano, y muestra a Clavius como un excelente profesor y popularizador de la aritmética. Esta popularidad se debió a su claridad y la necesidad que había entonces de una obra de este estilo para los cálculos necesarios en el comercio y la incipiente industria. En ella introdujo Clavius algunas novedades como el uso del punto colocado al final de los números para separarlos y sobre ellos para separar los miles en los grandes números. De esta propuesta se ha derivado el uso actual del punto para separar los decimales.
La preocupación de Clavius por el universo
En el siglo XVI, las matemáticas tenían una clara función aplicada a la astronomía y a la interpretación de la física de la Tierra. En esta época, aún no había nacido la Geología ni la Geofísica en el sentido moderno de la palabra. Los historiadores de la Geología coinciden en afirmar que es en el siglo XVII es cuando aparece la Geología como ciencia natural dotada de su propia racionalidad.
La naturaleza real de los fósiles había sido comprendida antes, tanto por Heródoro como por Leonardo da Vinci y Bernad Palissy; pero aunque correctas, sus observaciones no se basaban aún en la Geología. El término “Geología” ha sufrido muy diversas interpretaciones. En la Edad Media, designaba el estudio de todo lo “terrestre”, por oposición a lo “divino” (la “Teología”).
Parece ser que la palabra “geología” fue utilizada por vez primera en su sentido moderno en 1657 (muchos años después de la muerte de Clavius) en el título de una obra danesa de M. P. Escholt, titulada Geologia Norvegica, traducida al inglés en 1663, y que trata de los terremotos y de los minerales.
El descubrimiento de las manchas solares hacia 1610 se reveló como una de las aportaciones más espectaculares de la nueva astronomía. A partir de entonces, Galileo y el jesuita Christophorus Scheiner pugnan por la prioridad del descubrimiento y por la interpretación de las mismas. Aunque la corruptibilidad de los cielos ya la había propuesto Brahe al observar la nova de 1572, con Galileo esta tesis queda demostrada.
Desde esas fechas, la idea recogida luego por Newton de la homogeneidad de la materia del universo, dio lugar a la moderna astronomía y a la geología. La historia del globo terrestre se empezaba a contemplar ligada al desarrollo de todo el conjunto del universo corruptible y mutable.
Los historiadores de la Geología están muy interesados en el hecho de que diversos filósofos y naturalistas hacen propuestas diversas sobre las llamadas “Teorías de la Tierra”. Los autores de estas primeras grandes síntesis cosmográficas tenían la pretensión de reconstruir “físicamente” la historia pasada del planeta reinterpretando (sin alejarse de la letra) las ideas bíblicas de la Creación y el Diluvio Universal.
Pero un grupo de naturalistas entre 1600 y 1700 mantenían en sus obras la pretensión de la existencia de una gran cavidad subterránea (Leonardo de Vinci, Burnet, Boulanger) en el interior del globo ter¬ráqueo. Esta teoría contó a su favor con un len¬guaje vivo y directo y con una difusión rápida gracias a los jesuitas y al uso del latín.
El Diluvismo científico
Desde un punto de vista personal, el concepto más estructurador del pensamiento geológico en el siglo XVI es el Diluvio Universal. Y no solo lo ha sido en el pasado más o menos remoto, sino que hoy también es un elemento presente en algunos planteamientos de los grupos religiosos fundamentalistas y también, incluso, de la geología académica contemporánea, aunque desde perspectivas muy diferentes.
La interpretación biológica de los fósiles, considerados animales antiguos ya extinguidos, exigía una explicación teológica: ¿por qué se extinguen las especies? ¿es que la creación no era tan “perfecta” como dice la Biblia? El hecho del pecado de Adán y Eva seguido por el justo y merecido castigo divino en forma de Diluvio destructor de hombres y animales era la respuesta perfecta para esta problemática teológica que presentaba la extinción.
El Diluvio se convirtió, desde el siglo XVI, en el argumento científico y teológico que justificaba y explicaba los datos encontrados por los naturalistas. Las ideas del Diluvio (asociadas en parte a la Reforma religiosa) van a calar hondo en la conciencia moral de los ciudadanos. Los historiadores de la geología diferencian dos posturas: la postura del diluvismo “duro” (cuyo máximo representante es Martín Lutero) y el diluvismo “blando” (como el de Alessandro degli Alessandri).
Lutero, en 1544, en su libro In primum librum Mose enarrationes, en el comentario a Génesis 2, 11 y 12, hace del Diluvio bíblico una catástrofe aniquiladora debido al pecado de los hombres. Dice, entre otras cosas: “[La tierra hoy] produce árboles, hierbas, etc., pero en comparación con la tierra aún no corrompida no son más que los restos miserables de las riquezas que tuvo la tierra establecida entonces”.
El diluvismo “blando” de Alessandri es el que fue seguido por los naturalistas, viendo en un fenómeno acuático de alcance mundial el origen de los fósiles que hoy encontramos.
Más tarde, en el siglo XVII, la lectura literal de la Biblia va a intentar buscar concordismos con los datos de la naturaleza. Para ello, se apoyaron en los datos del Antiguo Testamento para presentar una cronología bíblica de los fenómenos geológicos. Así, James Ussher, obispo de Armagh, en Irlanda, pudo afirmar en 1654 que la tierra había sido creada el 25 de octubre del año 4004 antes de Jesucristo a las 9 de la mañana. Pero la propuesta de la creación hacia el año 6000 a.C. ya había sido lanzada por S. Agustín en La Ciudad de Dios citando a Eusebio de Cesarea .
El Diluvio se convertía así en un “deus ex machina” que tenía gran poder explicativo para el origen biológico de los fósiles y de las extinciones de fauna, sin tener que contradecir por ello a la Biblia ni a la Teología de la creación de una obra perfecta salida de las manos de Dios sabio y todopoderoso. Visto así, el paradigma diluvista marcará un avance significativo (una auténtica revolución científica) con respecto a aquellas explicaciones que no veían en los fósiles más que meros juegos de la naturaleza. Al menos, durante cierto tiempo, el Diluvio, considerado como el único y el mayor de los acontecimientos catastróficos del pasado remoto era suficiente para explicar muchas de las observaciones que se realizaban.
Pero hasta esa época, los pensadores y naturalistas que se dedicaron a la problemática de los fósiles centraron sus esfuerzos a responder a una primera cuestión fundamental: aquéllos fósiles que presentaban semejanza con los seres vivos, bien se tratase de conchas o de osamentas, ¿habían pertenecido realmente en otros tiempos a seres vivientes, hoy desaparecidos, “extinguidos”, antes de ser petrificados de una manera o de otra? ¿No se trataba más bien de objetos curiosos, “juegos de la naturaleza”, productos de procesos inorgánicos misteriosos que aparecían por azar en el seno de la tierra?
La segunda de estas dos hipótesis tuvo numerosos partidarios, que a veces no fueron los menos, desde la Edad Media hasta el mismo siglo XVIII. Así, el célebre anatomista italiano Falopio (1523-1562) estaba convencido -y así lo defiende en sus libros- que las supuestas osamentas de elefantes fósiles que se encontraban en Italia (sobre todo en Sicilia) no eran más que concreciones de piedra con forma extraña.
Desde 1558, el naturalista Conrad Gesner (1516-1565) (latinizado, Gesnerius) había estado llamando la atención sobre las semejanzas entre las glossopetras (piedras figuradas con aspecto de lengua) y los dientes de tiburón, presentando también ilustraciones en apoyo de sus argumentos. Esta interpretación fue corroborada de modo firme a lo largo del siglo XVII por diversos autores que trabajaban en Italia.
Opera Mathematica, una de las obras de Clavius.
Clavius, el astrónomo
Pero volvamos otra vez a Christophorus Clavius. El lugar principal de la obra de Clavius en astronomía lo ocupa el comentario al libro Tractatus de sphaera (Tratado de la esfera) de Johannes Sacrobosco (John Holywood), inglés, profesor en Paris en el siglo XIII. Sacrobosco presenta de forma simplificada la astronomía de Tolomeo y fue muy popular durante la Edad Media. Claudio Tolomeo había compuesto en Alejandría en el siglo II su gran síntesis de astronomía, en la que recogía todo el saber astronómico de la antigüedad griega, obra conocida más tarde por su título árabe, Almagesto, que pasó a Europa en su traducción al latín en el siglo XII.
Clavius usó ampliamente este libro (In sphaeram Joannis de Sacrobosco commentarius, 1570, Comentario al libro de la esfera de Juan de Sacrobosco), que conoció seis ediciones en vida de su autor, la última en 1611, un años antes de la muerte de Clavius.
Lo adoptó como paradigma de la astronomía de su tiempo. Sus comentarios son en realidad mucho más extensos que el texto original de Sacrobosco. En él Clavius presenta la astronomía geocéntrica tolemaica. Mantiene la realidad física de las esferas celestes en torno a la Tierra que ocupa el centro del universo, las excéntrica y los epiciclos.
Clavius mantuvo siempre, por lo tanto, la defensa tradicional de la inmovilidad de la Tierra y su posición en el centro del universo, de acuerdo con la física de Aristóteles y la interpretación literal de la Biblia, que en algunos textos habla del movimiento del Sol y la estabilidad de la Tierra.
Sin embargo, a lo largo de sus ediciones Clavius fue introduciendo las nuevas aportaciones astronómicas, en la edición de 1581 reconoce el valor astronómico de la obra de Copérnico, al que llama “egregio restaurador de la astronomía”, aunque nunca llegó a aceptar su sistema. A pesar de reconocer el gran valor de la obra de Copérnico como fuente para observaciones, tablas y cálculos, consideró que la opinión de Tolomeo debía preferirse a las “invenciones” de Copérnico.
En la última edición de 1611, Clavius menciona los descubrimientos de Galileo con el telescopio en 1609 y 1610, las nuevas observaciones, como las novas de 1570, 1600 y 1604 y el cometa de 1577, que indicaban que los cielos no eran incorruptibles, como defendía la doctrina aristotélica, y las fases de Venus y los satélites de Júpiter que mostraban que no todo gira alrededor de la Tierra, y en vista de todo ello comenta que es necesaria una reforma de las órbitas celestes.
Christophorus Clavius y la reforma del calendario
Desde la antigüedad, los filósofos percibieron la regularidad de los ciclos diarios y estacionales y construyeron calendarios para medir y fijar tiempos. Los primitivos sumerios observaron la posición de los astros en el firmamento para establecer ciclos de 12 horas en el calendario. Dividieron el día en 12 horas dobles, y cada hora en 60 minutos dobles y 60 segundos dobles. Este cómputo fue adoptado por los hebreos tras su cautividad en Babilonia y posteriormente por griegos y romanos.
Los mesopotamios observaron la luna y midieron ciclos de 27 días y un período de configuración de 30 días. De este modo, establecen un calendario de doce meses de 29 y 30 días, y un año de 354 días.
La era cristiana fue decretada por el matemático romano Dionisio el Exiguo en el año 525. Se inicia en la fecha del nacimiento de Cristo que, referida a la era de Diocleciano, estiman que se produjo el 25 de diciembre del año 753 “ab urbe condita”, después de la fundación de Roma. Sóstenes de Alejandría propuso un nuevo calendario. Supuso una duración del año exacta de 365.25 días con lo que cada 4 años hay que introducir un día, como la duración es en realidad 365.2422 días se habían añadido demasiados días.
Posteriormente, se aceptó el Calendario Juliano Proléptico que consideraba el año uno de nuestra era como punto de partida, o cero del calendario. La inexactitud del calendario juliano, instaurado para todo el Imperio Romano por Julio Cesar el año 45 a. C. fue seguido en el Occidente cristiano. Pero a lo largo de los siglos se había producido un desfase progresivo entre el calendario juliano y la sucesión de equinoccios y solsticios.
Por este motivo, desde mediados del siglo XIII se suscita en occidente la necesidad de una reforma que, defendida por Grosetesta (1168-1253) y Bacon (1219-1292), entre otros filósofos, es presentada al Papa Clemente IV.
Pero debido a muchos problemas, no se aborda la cuestión hasta final del siglo XVI. La necesidad de una reforma tenía, sobre todo, una finalidad religiosa debida a la diferencia en la fecha prevista del equinoccio de primavera que se apartaba en varios días del 21 de Marzo, lo que incidía en la fecha de la celebración de la Pascua.
En 1579, Clavius fue nombrado por el Papa para calcular las bases de la reforma del calendario con el objeto de proporcionar una solución al constante desplazamiento de las fiestas religiosas cristinas a lo largo de los años. Luigi Giglio propuso la solución correcta y Clavius contribuyó a fundamentarla y defenderla. La solución finalmente se adoptó en 1582 en los países católicos por orden del Papa Gregorio XIII y que hoy en día se emplea en la mayoría del mundo y es conocido como Calendario Gregoriano. y es conocido como Calendario Gregoriano.
La propuesta de Giglio era que había que quitar diez días del calendario. Se propuso que después del miércoles 4 de octubre de 1568 (del Calendario juliano) debería continuarse por el jueves 15 de octubre de 1582 (del Calendario Gregoriano). Estas fechas parecieron bien porque no se quitaba ninguna fiesta de Santos. Proponiendo además que los años bisiestos ocurrieran exactamente en los años cuyos dígitos fueran divisibles entre cuatro, con excepción de aquellos en los que su cifra acabara en 00 y que fueran divisibles entre 400.
La propuesta de Clavius era que después del miércoles 4 de octubre de 1568 (del Calendario juliano) debería continuarse por el jueves 15 de octubre de 1582 (del Calendario Gregoriano). Proponiendo además que los años bisiestos ocurrieran exactamente en los años cuyos dígitos fueran divisibles entre cuatro, con excepción de aquellos en los que su cifra acabara en 00 y que fueran divisibles entre 400.
Esta regla se aprobó y hoy en día se sigue aplicando, haciendo que podamos disfrutar de un calendario estable por muchos miles de años. La idea de Clavius no fue apoyada inicialmente, algunos matemáticos como Viète, mostraron una gran oposición y disputa contra él y los matemáticos del Papa Gregorio, indicando en todo momento que este cambio de calendario no era sino una gran conspiración papal para robar 11 días al calendario. La disputa llegó a niveles personales llegando a veces al insulto. A Clavius le llamaron Viejo tonel Alemán aludiendo a su corpulencia. Cuando apareció esta resistencia Clavius escribió su famosa epístola Novi calendarii romani apologia (1595) en la que justificaba el uso de este nuevo calendario defendiéndose así de los ataques.
La reforma del calendario, proclamada por el Papa en 1582, incluía la supresión de 10 días del calendario entre el 4 y el 15 de Octubre de ese año. A este siguió la publicación de cinco trabajos más, encargados por el papa Clemente VIII, que defendían la reforma contra los que la atacaban, sobre todo desde el campo protestante.
Esta participación en la reforma del calendario engrandeció, aun más, la fama de Clavius, sobre todo fuera del ámbito jesuita. En la tumba de Gregorio XIII en la basílica de San Pedro hay un bajorrelieve en el que aparece un clérigo ofreciendo al Papa un libro con la reforma del calendario, que se supone representa a Clavius. Si esto es cierto, él sería el único jesuita además de San Ignacio representado en la basílica.
Gregorio XIII fue protector de la Compañía de Jesús, hasta el punto que, en su honor, el Colegio Romano pasó a ser Universidad Gregoriana.
Portada de “In Sphaeram Joannis de Sacrobosco Commentarius” de Clavius.
Clavius y la Ratio Studiorum
La Compañía de Jesús no había previsto originalmente el funcionamiento de una red de escuelas cuando se fundó. Pero pronto se vieron involucrados en la labor educativa. Las muchas escuelas fundadas por la Sociedad en sus primeras décadas tuvieron sus propios planes (rationes), además, un número creciente de jóvenes entraron en estas escuelas buscando la necesidad de la formación académica que se requiere para el servicio sacerdotal.
Con todo esto la Compañía comenzó a asumir un papel cada vez mayor en la dirección de su propio programa formativo lo que llevó a la redacción de un plan normalizado para todas las instituciones educativas de la Compañía.
Bajo el generalato del padre Claudio Acquaviva, en 1581, un comité de doce expertos jesuitas fue nombrado para llevar a cabo este proyecto de plan de estudios, aunque no obtuvo los resultados esperados. Por ello, en 1584 se formó un nuevo comité de seis religiosos: el español Juan Azor, el portugués Gaspar Gonzáles, el escocés James Tyrie, el neerlandés Peter Busée, el flamenco Anthony Ghuse y el siciliano Stephano Tucci.
Este comité elaboró un documento de prueba, la «Ratio de 1586», que fue enviado a varias provincias para la revisión por parte de profesores. Está revisión concluyó que no había sido pensado para el uso real en las aulas, por lo que se reformó y se publicó un nuevo documento en 1591, que iba a ser empleado en todos los colegios de los jesuitas durante tres años.
Esta prueba se utilizó por el comité en Roma para crear el documento oficial final de 1599. La Ratio Studiorum (traducido como «Plan de Estudios») es el documento que estableció formalmente el sistema global de educación de la Compañía de Jesús en 1599.
Su título completo es Ratio atque Institutio Studiorum Societatis Iesu («Plan oficial de estudios de la Compañía de Jesús»). El trabajo es producto de muchos académicos internacionales, con amplia experiencia, que se encontraban en el colegio que los jesuitas tenían en Roma, el citado Colegio Romano.
Clavius empezó a participar en la composición de la Ratio Studiorum con propuestas sobre la enseñanza de las matemáticas en 1580. Su postura, que podemos llamar militante, a favor de estas enseñanzas se plasma en varios escritos.
Clavius propone una serie de recomendaciones prácticas para potenciar la docencia de las matemáticas, todo encaminado a que se dé a las matemáticas en la enseñanza de la filosofía la misma importancia que a la filosofía natural.
Esto suponía una novedad en los programas de filosofía y abría el camino a la entrada en ellos de la ciencia moderna, que empezaba a proponerse con su formulación matemática y su base en la experimentación. Clavius insiste sobre todo en la necesidad de las matemáticas para tratar de los temas de física, ya que “por la ignorancia de matemáticas algunos profesores cometieron muchos y gravísimos errores”, afirmando que “sin las matemáticas la filosofía natural está manca”.
Era consciente que la filosofía de la naturaleza, anclada entonces en los planteamientos de la doctrina aristotélica, solo podía avanzar por la aplicación de las matemáticas, y veía, claramente, cómo el progreso de la ciencia iba a estar ligado con la aplicación de la matemáticas al estudio de los fenómenos naturales, como estaba ya empezando a hacerse por los iniciadores de la ciencia moderna. En consecuencia, pensaba Clavius que los estudiantes jesuitas no podían quedarse al margen de este movimiento.
En los textos de las dos primeras versiones de la Ratio de 1586 y 1591 es fácil de ver la influencia de Clavius. En él se encomia la conveniencia del estudio de las matemáticas, “ya que sin él toda nuestra academia carecería de gran ornamento,” y se menciona su utilidad práctica para la sociedad y la Iglesia. Se reconoce la penuria de buenos profesores de matemáticas y para formarlos se propone un programa especial de tres años para un grupo reducido de jóvenes jesuitas de diversas provincias que tengan el debido talento.
De esta “academia” se espera que salgan eximios matemáticos que diseminarán estos estudios por todas las provincias de la Compañía. En el texto de 1591 se establece como en el texto anterior que se explique a todos los alumnos del segundo año de filosofía los Elementos de Euclides, geografía y astronomía , y se vuelve a proponer el establecimiento de una academia de matemáticas (academia rerum mathematicarum), para algunos que hubieren mostrado más interés por estos estudios, después de acabados los estudios de filosofía.
En la versión definitiva de la Ratio de 1599, la mención de las matemáticas es más breve, no se menciona explícitamente la “academia de matemáticas”, aunque se mantiene el estudio privado más avanzado para un grupo pequeño de estudiantes.
En las revisiones a las versiones anteriores habían llegado a Roma comentarios sobre la dificultad en algunas provincias para la enseñanza de las matemáticas, por lo que Clavius tuvo que conformarse con esta solución de compromiso en el texto final, con mucho menos de lo que el hubiera deseado. Clavius, durante su docencia en el Colegio Romano, formó una escuela de matemáticas que sirvió de modelo para todos los colegios de la Compañía. De los aproximadamente 625 colegios que la Compañía tenía en Europa a principios del siglo XVIII, 95 tenían cátedras de matemáticas, cuya calidad era reconocida por todos.
Clavius, entre la ciencia y la religión
La construcción de ideas concordistas ha sido el caballo de batalla de todos los que se interesan por el tema de las relaciones entre ciencia y religión. La primera observación es que la “teoría física” de los antiguos, hasta el s. XVII, sólo había desarrollado parcialmente un método “moderno” (observación empírica y matematización) en estática (scientia de ponderibus) y en óptica (perspectiva). Fuera de ella, solo la astronomía era comprehensiva como teoría instrumental. Por eso, muchos de los contenidos de la “física” antigua, en realidad eran filosofía, es decir, un abordaje metodológicamente muy distinto.
El antecedente más inmediato de la polémica con Galileo es la concepción escolástica según la cual las hipótesis astronómicas (de las cuales la de Ptolomeo parecía la “mejor” pero no la “más verdadera”) deben ser lo más simples posibles y “salvar los fenómenos” lo más exactamente posible. Pero no basta que una teoría sea acorde con las observaciones para establecerla como verdadera, ya que otra distinta podría cumplir ese cometido. Por lo tanto, para establecer una teoría como verdadera, metodológicamente, se exige demostrar que ninguna otra puede lograrlo. Este requisito “fuerte” convierte de hecho a toda teoría científica en hipótesis no verificable.
La diferencia entre los escolásticos más avanzados del s. XIV y los renacentistas, es que los primeros (como Juan de Jandún) admitían que la astronomía usase hipótesis “ficticias” (“como si”), mientras que los segundos exigían construir la astronomía sobre principios demostrados. Copérnico se propuso “salvar las apariencias” por medio de hipótesis que estuvieran de acuerdo con la física (cosa que a su juicio no lograban ni los averroístas ni los ptolemaicos). Experimentó con la hipótesis del movimiento terrestre y constató que salvaba los fenómenos. Pero además intentó probar la verdad de la hipótesis. Por eso su teoría astronómica se transformó en física (es decir, con pretensión de verdad física).
Las pretensiones de Copérnico y Rético que molestaban a los teólogos es que ellos pretendían que la teoría del movimiento terrestre era no sólo la mejor hipótesis para explicar los fenómenos, sino que además era verdadera, y la única verdadera. Ya entonces hubo apaciguadores de buena fe, como Osiander, con lo cual el panorama de las adhesiones a las dos posturas se hizo muy variado entre los astrónomos de la época. Pero está claro que a comienzos del s. XVII el viraje hacia el realismo de las teorías astronómicas (físicas, científicas y no filosóficas) es un hecho irreversible entre los astrónomos.
Precisamente por eso es que se exige a dichas teorías no sólo concordar con los principios de la física (escolástica o filosófica) sino también con la Escritura. Una teoría física, por ejemplo para Clavius, debe ser por lo menos verosímil, y para serlo no puede ser incompatible con la Biblia ni con la filosofía (escolástica). Con estos criterios es condenada la teoría heliocéntrica en 1633, y se prohibió a Galileo sustentarla.
Ahora bien, no todos los partidarios del geocentrismo eran “convencionalistas”, porque el realismo, como teoría epistemológica, se abría camino entre los científicos, cualquiera fuese su posición con respecto a un problema determinado. Es decir, tanto los geocentristas como los heliocentristas eran en el fondo realistas, es decir, exigían que sus teorías concordasen con la física filosófica y con la fe (tesis de Clavius ente los católicos compartida por Tycho Brahe entre los protestantes).
Es evidente que Galileo conocía estas disputas metodológicas, tanto como las teorías astronómicas rivales, comenzando por el geocentrismo ptolemaico y que en primer lugar abrazó el realismo, y en virtud de esa opción continuó siendo realista cuando se afirmó en el heliocentrismo.
La diferencia entre Galileo y Bellarmino, desde el punto de vista metodológico, es que para Galileo la experiencia decide entre dos teorías opuestas, mientras que Bellarmino estaba en una posición semejante a la de Osiander, es decir, considerar las teorías astronómicas solo como hipótesis instrumentales.
Se suele considerar que esste es el trasfondo metodológico de la polémica científica. Y también hay que decir que, tal como estaba planteada la cuestión, era irresoluble en el sentido de un avance del realismo. En efecto, la falsación de una teoría (que no responda a la experiencia) no implica lógicamente la verdad de otra salvo que ésta (así “verificada”) sea su exacta contradicción lógica.
Ahora bien, la mayoría de las teorías científicas alternativas o incompatibles (como es el caso del geocentrismo y el heliocentrismo) no son entre sí exactas contradicciones lógicas. Por tanto la falsación de una no implica la verdad de la otra. El realismo científico se estancaría en caso de mantener esta exigencia. Galileo, en cambio, era un realista para quien la verdad de una teoría dependía de dos factores: que respondiese a la experiencia y que tuviese adecuada coherencia interna. Por tanto una teoría científica tiene valor de verdad en sí misma, no en relación a otras, eventualmente rivales. Naturalmente esta concepción es en sí discutible, y de hecho es discutida en la epistemología contemporánea.
El tema es muy complejo y no puedo tener la pretensión de dar un respuesta a la pregunta por las diferencias entre ciencia y religión sobre el heliocentrismo, en este breve espacio. Pero sí me parece válido señalar, para sintetizar, que la disputa de Galileo con la Iglesia tiene dos aspectos: uno, es la discusión epistemológica sobre el estatuto lógico de las teorías científicas. El otro es la cuestión más general de si una proposición cualquiera (por ejemplo, una científica, pero también cualquier otra) puede ser verdadera si es contraria a la Biblia.
Luna de Riccioli, 1651. Fuente: El Firmamento.
La corruptibilidad de los cielos
Pero fallecido ya Clavius, se desencadenó la tormenta. En 1613 Galileo publica Historia y demostraciones sobre las manchas solares por cuenta y orden del príncipe Federico Cesi, con algunas correcciones redaccionales indicadas por la censura. Pero un fragmento suscitó amplio debate.
En apoyo de la tesis de la corruptibilidad de los astros, Galileo sostenía que la tesis opuesta, la de la incorruptibilidad, no sólo era falsa, sino también contraria a las verdades bíblicas, pues el texto sagrado nos dice que los cielos y todo el mundo son generados (creados) y transitorios (no eternos). Los censores se negaron a aprobar ese pasaje y Galileo debió redactar otro, que mantenía la referencia a los textos sagrados, pero con mayores cumplidos a los teólogos e intérpretes.
En este texto (al que también finalmente hubo de renunciar) Galileo, además de amparar su teoría en las Escrituras (como en el anterior rechazado), afirma que la interpretación que hace la física peripatética sobre dichos textos bíblicos, puede ser sustituida por otra, proveniente de una física diversa. Los censores exigieron que se eliminaran las referencias a la Escritura, como finalmente hizo Galileo, reduciéndose a sostener una tesis contraria a la tradicional aristotélica. Esta tesitura fue aprobada por los censores, ya que, al parecer, bastó que se retiraran las referencias a la religión y lo sobrenatural.
De este modo, el texto finalmente impreso refleja, objetivamente, una situación de neta separación entre las cuestiones religiosas y las físicas. Pero en su contenido nada se dice tampoco que sea contrario a la interpretación literal de la Biblia. Esta solución no dejó conforme a Galileo, quien en una carta a Benedetto Castelli de 1613, responde al argumento del pasaje de Josué 10,12.13 como prueba del movimiento del sol.
El pensamiento de Galileo puede sintetizarse en los puntos siguientes: 1. el argumento dogmático (el texto bíblico) ocupa el último lugar en una discusión científica; 2. el texto sagrado no puede ser interpretado siempre en forma estrictamente literal; 3. los textos inspirados contienen ambigüedades, multiplicidades significativas, etc. propias del lenguaje en que están escritos y de su función religiosa misma, mientras que las leyes naturales son precisas e inmutables, y la tarea del científico no es inventar nada sino descubrirlas; 4. el objetivo de la ciencia es describir la realidad, el de los textos inspirados, orientar a los hombres a su salvación; por tanto, ambos órdenes no deben mezclarse ni influirse indebidamente.
Cassirer ha dicho que esta carta constituye el primer manifiesto del ideal científico al que Galileo dedicó su vida: en lugar de buscar la revelación a través de la palabra de Dios, se la busca a través de su obra, que sólo puede ser correctamente entendida si se la estudia con métodos racionales y objetivos.
Sin negar tal relación entre estas afirmaciones y el concepto galileano de ciencia, debemos advertir sin embargo que esta posición, por muy esencialmente vinculada al “affaire” Galileo que nos parezca, ya había sido sostenida casi en los mismos términos por Averroes y Maimónides, como hemos visto. Lo que diferencia ambos casos no es sólo la época, o la trascendencia histórica de la intervención inquisitorial en el caso de Galileo, sino el hecho mismo de que él no hablaba en general o en abstracto, como los otros, sino desde la afirmación de una teoría cosmológica alternativa que finalmente venció.
Es decir, en el caso de los medievales hispánicos, se trataba de una disputa puramente teórica e intrasistemática, en el caso de Galileo, se trataba de una confrontación de paradigmas, en el sentido de Kuhn. Cambio de paradigmas que afectaba gravemente la función intelectual de los teólogos frente a la ciencia. En efecto, la contraposición entre el lenguaje riguroso de la ciencia y el lenguaje metafórico de la Biblia no era algo nuevo. Pero mientras que en los casos mencionados (especialmente el de Maimónides, que era un reconocido rabino) esta discusión no afectaba la legitimidad de la teología, a partir de la situación planteada a comienzos del s. XVII, la situación era muy otra.
Tal como queda la cuestión planteada entonces, aparecen dos legitimaciones excluyentes, de tal modo que la explicación del científico se propone como alternativa y reemplazo a la del teólogo. Tal vez por esto mismo suscitó una reacción tan grande y a nuestros ojos actuales desproporcionada.
Pero si pensamos que durante muchos siglos los textos bíblicos habían servido para autorizar o desautorizar teorías científicas, la pretensión de Galileo implica que a partir de entonces ningún pasaje bíblico podrá ser usado para demostrar verdades o falsedades científicas.
Otros pensadores de la misma época, como Francis Bacon, por ejemplo, lamentaban también como un retroceso intelectual el hecho de que una teoría científica como la de Aristóteles o la de Tolomeo, hubieran recibido una protección extra científica al ser incorporadas a la teología. Este “pacto” entre teología y filosofía a Bacon le parecía “inicuo”.
Pero por otra parte, el cuestionamiento de un sistema teológico armado sobre la epistemología y las teorías científicas aristotélicas, podíanconducir (y de hecho condujeron en ciertos casos) a un cuestionamiento directo de la cientificidad de la teología. Y éste era quizás el punto más grave de toda la cuestión. Por eso, tal vez el conflicto de Galileo con la Inquisición deba ser visto más como la oposición entre dos conceptos de ciencia (la natural y la teológica) que como una auténtica confrontación con la fe, entendida de un modo más amplio y abarcante que como fe expresada en proposiciones teológicas.
El efecto del “caso” Galileo, de todos modos, fue decisivo. De hecho, y al menos para los científicos activos, resultó claro que las teorías (o verdades) científicas no pueden ser encontradas en ningún texto sagrado, y por lo tanto no tiene demasiada importancia (para el científico) buscar concordancias. Precisamente los calvinistas, y en menor medida los luteranos, habían aceptado el principio de que la Biblia es un libro para todos, lo que implícitamente concede que su lenguaje no tiene, ni puede tener, la precisión y la complejidad del lenguaje científico. La vieja idea de Averroes logró consenso en el ámbito anglosajón, aunque no sin duras luchas internas.
Pero Galileo no es partidario de tal solución, no se sitúa en la misma tesitura que los protestantes (como Bacon o Wilkins, por ejemplo) pues tiene muy arraigada la concepción de la naturaleza como un libro (escrito por cierto en caracteres matemáticos) que es realmente obra de Dios tanto como la Biblia.
Por lo tanto afirma la necesidad de concordancias, de nexos, sólo que, a diferencia de sus censores, exige que los teólogos oigan a los físicos antes de hacer sus propias exégesis escriturísticas. Me parece que esta pretensión, desmesurada para su época y tal vez siempre, es lo que finalmente impidió toda conciliación.
Fallecimiento y legado de Clavius
Cuando Clavius tenía 73 años, su salud le obligó a abandonar sus trabajos pasando el testigo a sus colegas más jóvenes. Falleció hace 400 años, el 6 de febrero de 1612. Durante el siglo XVII se produce una renovación generacional importante en el Colegio Romano: fallece Christophorus Clavius en 1612; Grienberger muere en 1636; Christophorus Scheiner, en 1650; Orazio Grassi, opositor a Galileo, fallece en 1654. Pero la llegada de Kircher en 1633, apodado “el Maestro de las cien Artes” ocupa pronto un gran espacio por su actividad incansable.
Muchas de estas nuevas ideas se conocían ya entre los jesuitas del Colegio Romano que intervenían y opinaban con razones de peso en muchas de estas cuestiones científicas relacionadas con la filosofía y la teología.
En torno al Colegio Romano las llamadas “redes jesuíticas” difundían por el mundo las nuevas imágenes de la realidad natural para las cuales buscaban respuestas filosóficas y teológicas más acordes con las nuevas propuestas.
Dos legados han pasado a la opinión pública y dan fe de la popularidad de Clavius: el cráter Clavius en la Luna y la Base Clavius de Arthur Clarke. Clavius, cuyo nombre consta en el mapa de la Luna de Riccioli, es uno de los cráteres más grandes en la Luna, y es el tercer cráter más grande en el lado cercano visible. Está situado en las montañas meridionales rugosas de la luna, al sur del prominente Cráter de Tycho.
El cráter Clavius es una de las más antiguas formaciones geológicas en la superficie de la Luna. Y se formó probablemente hace unos 4 mil millones de hace años. A pesar de su edad, sin embargo, el cráter se preserva relativamente bien.
La Base de Clavius es a un laboratorio lunar descrito en 2001: Odisea del Espacio escrita por Arthur Clarke. Según la novela, la base fue acabada en 1994 por el cuerpo astronáutico de la ingeniería de Estados Unidos. En caso de necesidad, la base puede ser independiente económicamente gracias a los cultivos artificiales.
Obras Astronómicas y Gnomónicas Christophorus Clavius
• Novi calendarii romani apologia (Roma, 1595)
• De Spheris (In sphaeram Joannis de Sacrobosco commentarius) (Roma, 1570): se trata deun comentario a la obra de astronomía de Sacrobosco. Se trata de uno de los libros más influyentes de Clavius en el área de la astronomía. De este libro se hicieron re-ediciones en 1581, 1585, 1593, 1607, y 1611. El libro contiene gran cantidad a de referencias a su estudio previo sobre los elementos de Euclides, este libro fue muy importante en las Universidades de la época de toda Europa y fue reimpreso posteriormente tras la muerte de Clavius en 1612. Se puede considerar desde el punto de vista astronómico que es una presentación de una visión de la cosmología tolemaica.
• Euclide elementorum (Roma, 1589)
• Geometrica practica (Roma, 1604)
• Opera mathematica (Roma, 1611)
• Gnomonices Libris VIII (Roma, 1602): se puede considerar una obra enciclopédica (más de 800 páginas con abundantes ilustraciones) sobre Gnomónica en la que por primera vez se describe, y se demuestra geométricamente cada una de las posibilidades de construir un Reloj de Sol. Menciona los principios para la medida del tiempo. Para algunos estudiosos este libro es una de las explicaciones más extensas de la Gnomónica y para otros se trata de un amplio y complejo entramado de demostraciones difícil de leer. El caso es que trata todos los problemas planteados hasta la época y relata la forma de resolverlos mediante geometría.
Fuente: http://www.tendencias21.net/Christophorus-Clavius-reunio-ciencia-religion-y-matematicas_a9734.html
3 de febrero de 12