Frente al cinismo, en tanto que movimiento filosófico griego, y frente al cínico, en el sentido más despreciable y miserable del término, entendiendo por tal aquel individuo hipócrita y desvergonzado que no muestra el menor reparo en mantener una clamorosa contradicción entre sus dichos y sus obras, ni tampoco en cambiar sus adhesiones, sea a ideas, sea a personas, según lo exijan las circunstancias del momento, y ello sin conocer otra fidelidad que la que se tiene a sí mismo, ni más lealtad que la que le une a sus mezquinos propósitos, existe otro tipo de cinismo que es, entre otras cosas, fustigador permanente y pesadilla constante de la hipocresía (del cínico, precisamente, en la segunda de las acepciones que hemos señalado), mas también de la falsa moralina y la noñez, de las convenciones vacuas y de aquello que en nuestros días ha dado en llamarse (expresión estúpida donde las haya) «políticamente correcto», y que con frecuencia no es sino el encubrimiento de una verdad incómoda que todo el mundo conoce, pero pocos se atreven a decir. Y para su denuncia utiliza el cínico la ironía, sí, pero aún más el sarcasmo, la palabra afilada como cuchilla que saja el tumor de la desvergüenza o la estupidez. Tal es la forma en que fue cínico Bierce{1}.
Nacido el año 1842 y de quien se tuvo noticia por última vez en diciembre de 1913, cuando se encontraba en México, a donde había acudido, pasados ya los setenta años, para enrolarse en el ejército de Pancho Villa, Bierce es, sin duda, uno de mis cínicos de cabecera (no omitiré tampoco el nombre de La Rochefoucauld), y su Diccionario del Diablo uno de los mayores placeres que, como lector, me ha deparado la vida. Y ello por partida doble: por ser espejo de valor incalculable en el que a diario me miro y miro el mundo y a quienes me rodean, y porque amo sobremanera las definiciones, y el Diccionario es tal en sentido estricto, es decir, un conjunto de definiciones (seguramente el propio Bierce preferiría decir «epigramas»). Tengo para mí que el saber todo (sea científico, sea filosófico) ningún otro objetivo persigue más que establecer definiciones, esto es, el poner de relieve que algo es igual a otra cosa. Y a tal punto, que una buena definición puede excusar cien páginas, aunque también es cierto que, en otras ocasiones, para llegar a ella es preciso escribir doscientas. Mas el ser capaz de recoger en unas pocas palabras lo esencial de algo (de un problema, de un defecto moral, de un carácter…) y dispararlo como un fogonazo, es uno de los rasgos del genio que más me conmueven y más suscitan mi devoción y mi admiración (no exentas de una pizca de envidia).
Y hablando de definiciones, en el Diccionario del Diablo (una de cuyas entregas, publicada en The Examiner, el año 1887, llevaba, curiosamente, el título de Diccionario del cínico) se encuentra la definición seguramente más escueta y más elegante de cuantas se han dado del cínico (en el sentido en que ahora lo estamos entendiendo): «Sinvergüenza cuya visión defectuosa le hace ver las cosas tal como son y no como deberían ser». Ironía, sarcasmo, ingenio, agudeza y una firme disposición a denunciar sin vergüenza alguna a los auténticos sinvergüenzas; todo lo que hace al cínico se halla contenido en esas pocas palabras. Existen, con todo, algunas diferencias entre la ironía cínica y otras modalidades de ironía, por ejemplo, la socrática; y de ellas acaso sea la principal el carácter corrosivo y explosivo de la primera, frente al efecto más retardado y no tan directamente hiriente de la segunda. Pero no este el momento de ocuparnos de ello.
De lo que es el momento es de felicitarnos porque Miguel Catalán acaba de poner en nuestras manos La mirada cínica, un librito (hablo sólo del tamaño: 62 pags.) en el que se recogen una serie de textos de Ambrose Bierce inéditos hasta ahora en nuestra lengua; textos seleccionados y vertidos al español en hermosa y elegante traducción por Catalán, quien también se ocupa, en un esclarecedor Prólogo, de introducirnos en la vida y la obra de Bierce, sin olvidar darnos noticia de los escritos que nos aguardan:
«Epigramas de un cínico»,
«Telarañas de un cráneo vacío»
y los ensayos «Inmortalidad», «El derecho a trabajar» y
«Un mundo loco».
Escritos en los que encontramos al mejor Bierce, vale decir, al Bierce de siempre, el que propone, por ejemplo, un simple procedimiento experimental para demostrar aquel principio que establece que cada minuto que pasa nace un tonto:
«El primer hombre que encuentres por la calle es estúpido. Si no crees lo que te digo, pregúntaselo y verás como lo confirma»;
o acaso para demostrar que el estúpido soy yo, si me aferro, a mi vez, al principio de que no cabe admitir excepción alguna a tal principio (cierto, por lo demás en la mayor parte de los casos) o el Bierce que nos previene contra los excesos, sea en el amor, sea en el tomarnos demasiado en serio:
«De las dos modalidades que existen de locura temporal, una termina en suicidio y la otra en boda».
Un maravilloso regalo éste que nos hace Miguel Catalán y que yo le agradezco muy de veras, puesto que constituye un delicioso bocado no sólo para los amantes de Bierce, sino también para todo aquél capaz de apreciar el ingenio, el humor y la inteligencia en estado puro.
Sobre Ambrose Bierce, La mirada cínica,
Ediciones sequitur,
Madrid
2010;
selección, traducción e introducción de Miguel Catalán
Nota
{1} Si no se me ha de tomar por impudicia excesiva, remitiría al artículo «Cínicos» [http://www.nodulo.org/ec/2005/n040p03.htm], capítulo XL de mi Guía de perplejos.
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2010/n104p14.htm
SPAIN. Noviembre de 2010