Primera parte del texto elaborado a partir de la conferencia «Balmes y la filosofía» pronunciada por el autor el día 22 de septiembre de 2010 en el Ateneo de Madrid, dentro del ciclo dedicado al bicentenario del nacimiento de Jaime Luciano Balmes.
Conmemoramos el bicentenario del nacimiento de Jaime Balmes reconociendo de principio algo que muchos considerarán un sinsentido, a saber: que estamos ante un verdadero filósofo moderno, a la vez que ante un gran teólogo que asume, sin ambages, la dogmática medieval. En cierto sentido, esto resume nuestra tesis principal que, con las herramientas de la Ontología general del Materialismo filosófico, nos disponemos a mostrar en lo sucesivo. Y también esto explica que el genio filosófico de Balmes permanezca recluido en el conocimiento de algunos «especialistas», al margen de las grandes corrientes ideológicas y –con notables excepciones puntuales– de los proyectos, tesinas y artículos de literatura filosófica de nuestras «academias». No obstante, no son escasas las menciones a Balmes en los textos dedicados a la historiografía del XIX. Esperamos que la celebración de este bicentenario sirva para recuperar el valioso legado del filósofo español, desde diversas perspectivas y para situar en sus quicios pertinentes las interpretaciones que, desde nuestro presente, se han hecho de su filosofía.
Por nuestra parte, no pretendemos realizar un análisis propio de lo que Gustavo Bueno denomina las «filosofías exentas»; no existe la intención, por ejemplo, de derivar en cuestiones filológicas –aunque no las podemos dejar de lado del todo– o mostrar la doctrina balmesiana como una herramienta con la que entender la naturaleza de los problemas que acarrea nuestro presente práctico, científico e ideológico.
Sobre el presente de la democracia española y sus ideologías nada pudo saber Balmes; aunque nosotros tenemos ya algo más que noticias sobre los resultados prácticos de la nueva dogmática de la Ciencia, la Democracia y la Libertad a cuya institucionalización –frente a la dogmática católica– asistió, en fase temprana, Jaime Balmes.
La precisa y contundente oposición de Balmes a la «libre interpretación» de la Biblia, los ataques impíos sobre los fundamentos individualistas del liberalismo, la «cruzada» de Balmes contra la Ilustración, han sido vistos desde las ideologías armonistas del presente –en donde estos dogmas «laicos» han desterrado para siempre a los que defendía Balmes– unas veces como prueba del carácter «reaccionario» del clérigo español; otras, como errores disculpables o achacables a la «mentalidad» de la época. De este modo, dos interpretaciones de Balmes se cruzan en este bicentenario: de una parte, la de los ideólogos que le expulsan de la Modernidad para incluirlo, bien en la secta ultramontana, bien en la reaccionaria moderada; de otra, la de quienes creen poder quitar de en medio la dialéctica –y la dogmática– balmesiana para hacerlo digerible, asimilable al estándar ideológico bajo el estereotipo de un «pensador social» que, además, es firme partidario del «diálogo democrático» para el entendimiento entre diferentes «sensibilidades». En esta línea, Tierno Galván en su obra de 1962, Tradición y Modernismo, escribe sobre el «cristianismo social» que Balmes habría asumido como propio:
«Cristianismo significa progreso y perfectibilidad social (…) además del progreso moral individual existe un progreso social colectivo.» (página 162.)
Tierno, desde las coordenadas ideológicas armonistas (que, como puede verse, en fecha tan temprana ya estaban presentes en quienes más tarde representarían un papel importante en la llamada «transición política a la democracia») ha visto, a su modo y quince años más tarde, el problema ontológico de Balmes –que señalábamos al principio– de hacer compatibles al filósofo moderno con el teólogo medieval, cancelando, finalmente, la contradicción de un modo inadmisible que consiste en dejar la teología dogmática en la cuneta, como un «detalle oligofrénico»:
«Hay, si se quiere, dos Balmes. Hay un Balmes que por la apertura, la inteligencia y la sensibilidad es rigurosamente conservador; no de derechas, que suele ser la simple oposición a la izquierda, sino conservador con su edificio construido y sus posibilidades de apertura y comprensión (…) y había otro Balmes, que era el Balmes apologista, era el Balmes seguro de sus criterios dogmáticos religiosos, era el Balmes que mantenía principios intocables, porque pertenecían al reino de la fe. Pero incluso en este ámbito, no hay que olvidar que Balmes insistía en el Criterio, para dar ejemplo, de la necesidad de que un conservador no incurra en el dogmatismo sino que sea conservador desde la apertura y la comprensión manteniendo su concepción de un mundo sin dogmas.»{1}
Desde luego que el poder disolvente de la ideología socialdemócrata no es asunto baladí. De este jaez son también las interpretaciones de Salvador Giner y Manuel López Caamaño{2} y algunos más. Sobre el texto de Tierno volveremos en la parte final del nuestro.
Este tipo de análisis están hechos, las más de las veces, por «académicos» a quienes la teología dogmática y la ontología les parecen cosas poco serias, arcaísmos o logomaquias sin sentido que se diluirían en el poder disolvente de ciertas «evidencias» o «hechos» históricos, como si las importantísimas y decisivas cuestiones ontoteológicas pudieran ponerse entre paréntesis para que asomara el «filósofo práctico».
Así, la filosofía de Balmes quedaría en un prudente segundo plano –cuando no desterrada o confundida– en un Balmes científico (economista{3}, sociólogo), moral-práctico (del «sentido común»), o político. Como si los análisis económicos, sociológicos, morales o políticos no incluyeran compromisos filosóficos; como si Balmes hubiera repartido su tiempo en el «análisis de la sociedad», el de la «ciencia» o de «la política» –estando aquí lo sustancial de su doctrina, para bien o para mal– y en los ratos libres, se hubiera dedicado a la teología y la ontología por afición, al modo de quien practica la pesca deportiva o el ajedrez.
Pues bien, nuestra posición aquí es la siguiente: creemos que el verdadero problema filosófico de Balmes es un problema ontológico que afecta directamente a las cuestiones de la dogmática católica y que impregna –y justifica– las posiciones que Balmes sostuvo frente a la Ilustración, la Democracia y el Liberalismo
Y esto no quiere decir que Balmes no aborde problemas morales, políticos o gnoseológicos, de la mayor importancia, sino que estas cuestiones morales, políticas, etc. están conectadas a unos fundamentos ontológicos a los que es preciso regresar para dar cuenta cabal del título que da pie a esta exposición. Y, según nuestro criterio, el problema ontológico fundamental, vagamente representado en su Filosofía fundamental pero vigorosamente ejercitado en ella, además de en El protestantismo comparado con el Catolicismo y en El Criterio, es el de la posición de un Ego trascendental «humanizado» –en el proceso de inversión teológica– en un esquematismo general-ontológico en donde debe hacerse compatible con el Dios revelado y trinitario de la Teología dogmática.
Hasta derivar en la fundamentación de lo que acabamos de señalar, procedemos a partir de los enclasamientos de la «filosofía» de Balmes interpretando que esta idea de «filosofía» puede ser tomada como una variable e incluyendo, en cada caso, referencias oportunas al problema ontológico que nos permite imbricarlas en nuestro análisis. Así el enunciado titular «Balmes y la filosofía», se despliega como:
1. Balmes y el pensamiento reaccionario (La crítica de la Ilustración)
2. Balmes y la filosofía mundana (El sentido común).
3. Balmes y el Materialismo filosófico. (La posición del Ego trascendental humano y del Ego trascendental divino)
En esta primera parte de nuestra exposición nos centramos en las dos primeras:
1
Balmes y el pensamiento reaccionario
(La crítica de la Ilustración)
La expresión «pensamiento reaccionario» se popularizó a raíz de la publicación, en las postrimerías del régimen franquista, del libro de Javier Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español.
Es frecuente encontrar a Balmes clasificado, por no pocos historiadores y filólogos, entre sus miembros oficiales (junto a Donoso Cortés y Menéndez Pelayo, como principales espadas), adherido a una corriente que un siglo antes ya habría trazado sus fines, frente a la Ilustración, y que en el XIX se asomaba a través del Carlismo, del odio a Francia, de la defensa de la Iglesia Católica contra toda forma de «modernidad».
Así lo entienden Otero Carvajal, Villacañas Berlanga y un largo etcétera. cuando dicen que este pensamiento reaccionario español se configuró históricamente (Villacañas) como el ideario de gran parte de la burguesía española del XIX haciendo imposible el proyecto ilustrado de las cortes de Cádiz, introduciendo una ideología «ultramontana» responsable, según él, del atraso secular de España en materias científicas y del tardío advenimiento en España del sistema democrático{4}:
«El rasgo decisivo que dio al pensamiento reaccionario español tantas oportunidades de intervenir en la historia, fue su capacidad de integrarse en el seno mismo del momento revolucionario español: las cortes de Cádiz. Sin duda, el pensamiento ultramontano clamó contra ellas. Baste recordar el obispo de Orense. Pero esto resultó secundario. Lo decisivo en las Cortes de Cádiz fue que el principio constitucional moderno de la soberanía nacional se vio internamente lastrado por elementos típicos del pensamiento reaccionario, especialmente diseñados para reaccionar contra aquel principio.»{5}
El pensamiento reaccionario español, según este esquema, principia –aunque con antecedentes– en la crítica de los ideales ilustrados en el siglo anterior, prosigue durante la Guerra de la Independencia ejercitado con violencia contra los afrancesados y se desarrollaría en el siglo XIX bajo la forma de lealtad con los principios seculares de la Iglesia y la institución de la monarquía. Y, como nota constitutiva y esencial de este pensamiento se destaca su oposición a la «libertad de pensamiento» que, bajo su forma teológica es «dogmatismo» y bajo su apariencia política es «sometimiento» a la autoridad eclesial a través del monarca.
Esta impugnación de la autoridad frente al libre pensamiento se suele fundar en la atribución a este último de cualidades salvíficas «per se»: del libre pensamiento nacen la ciencia y la democracia (aunque no se sepa de qué manera), de la reacción a éste, la superstición («España negra») y la dictadura.
Conviene poner a semejante ideología en su lugar correspondiente demostrando el carácter metafísico de sus principios o fundamentos. Y aquí tenemos que recuperar al Balmes filósofo que no se opone, sin más, a la doctrina del libre examen, por motivos gremiales, teológicos –lo cual ya sería bastante serio– o por pura maldad intrínseca de los reaccionarios refractarios al progreso de la Ciencia y la Democracia, sino con sólidas argumentaciones filosóficas que incorporan los principios gnoseológicos y ontológicos precariamente{6} expuestos, como dijimos, por Balmes en la Filosofía fundamental, pero desarrollados –mostrados al lector en su forma regresiva– en El protestantismo comparado con el Catolicismo o en El Criterio.
Conforme a estos principios, Balmes no considera posible edificar sobre el libre examen, sobre opiniones particulares, algo distinto al desorden, la fragmentación, la disolución de la moral y las costumbres y el derrumbe de las naciones. El fundamento ontológico que ampara esta praxis disolvente es la consideración de los egos particulares, de los átomos racionales, como la fuente del progreso, de la democracia y la verdad, bajo el supuesto de que en ellos se estaría encarnando (distributivamente) una razón pura emanada de una conciencia (Ego) trascendental.
Balmes fulmina la misma idea del libre pensamiento{7} (o libre examen) tanto por sus funestas consecuencias prácticas como en su núcleo de principios fundamentales, muy principalmente, repetimos, el principio ontológico de un ego trascendental humano distribuido{8} en los individuos:
«El pretender que del yo subjetivo surja la verdad, es comenzar por suponer al yo un ser absoluto, infinito, origen de todas las verdades, y razón de todos los seres: lo que equivale á comenzar la filosofía divinizando el entendimiento del hombre. Y como á esta divinización no tiene mas derecho un individuo que otro, el admitirla equivale á establecer el panteísmo racional, que como veremos en su lugar, dista poco o nada del panteísmo absoluto.»{9}
La defensa de los principios dogmáticos de la Iglesia de Roma la va a realizar Balmes con argumentos históricos y realistas: es preciso mantener la doctrina praeterracional de la dogmática cristiana católica porque esta ha sido fijada a partir de una evidencias sobrenaturales reveladas e intemporales, sin perjuicio de que los seres humanos, a través de la Iglesia viva, las hayan alcanzado e interpretado temporalmente en los diferentes concilios. Pero, sobre todo, hay que mantenerla porque ella misma –y con independencia de su verdad última, inalcanzable para los entendimientos particulares– supone un freno a los delirios variados que nacen al dejar al albur del libre examen este tipo de cuestiones a las que el hombre no alcanza con la sola ayuda de la luz natural. Los excesos de las diferentes sectas protestantes, los ejemplos históricos que se han seguido de esta máxima de la libertad individual de opinión respecto de la dogmática, las herejías con sus crímenes y aberraciones morales y políticas, le parecen a Balmes razones suficientes para combatir tan funesta ideología («Por sus obras los conoceréis»): dada la insuficiencia del entendimiento humano para comprender los arcanos de los principios y fundamentos últimos de las cosas y dada la necesidad –reconocida ampliamente por Kant– de «pensar en ellos como quien anda a tientas», más vale reconocer la autoridad de la Iglesia que creer en las ocurrencias de cualquiera.
Sin embargo, la ideología del «pensamiento progresista» tiende una y otra vez a considerar los errores heréticos de las sectas protestantes como la fuente de la que manan los principios dogmáticos emanados del «libre pensar» –de la nueva era moderna que, de este modo, queda desconectada de la Edad Media, para hacerlo con el núcleo clásico del que provendrían estos principios– de la democracia, la libertad y la ciencia.
Según esta ideología progresista, la humanidad hubo de desprenderse de una dogmática que, desde su condición atemporal, impedía el libre desarrollo de la razón humana, aprisionada por ella. Pero hete aquí que esta «Razón» no es menos metafísica que el Dios trinitario de la revelación.
Porque si desde la filosofía escolástica, el entendimiento nos llevaba a un conocimiento adecuado de Dios por vía regresiva (un Dios que sólo dogmáticamente, mediante la Encarnación, podrá «progresar» hasta el mundo), desde el pensamiento «ilustrado» habrá que remontarse hasta «la Humanidad» y su «Razón». Así lo expresa Gustavo Bueno en El mito de la derecha:
«La ideología progresista que sigue actuando detrás de la mayor parte de historiadores y politólogos les impulsa a dar por buena la idea de Razón de los revolucionarios franceses, mientras que tienen por metafísica la idea de Dios de los revolucionarios españoles.»
Y añadimos nosotros que un católico como Balmes pudo decir que:
«Luego la filosofía no puede comenzar por un hecho único, origen de todos los hechos; sino que debe acabar y acaba por este hecho supremo, por la existencia infinita, que es Dios», pero en la ideología racionalista ilustrada nos vemos abocados a un proceso diferente en donde la racionalidad individual, el entendimiento particular, sólo puede derivarse de modo idealista, abriéndose paso desde una Razón metafísica desconectada de sus contenidos factuales, empíricos. Porque el regressus y el progressus han quedado confundidos al neutralizarse los órdenes gnoseológico y ontológico –como veremos pormenorizadamente en los esquemas ontológicos del punto tercero– en un Ego Trascendental humano. Mientras el Ego trascendental divino (que de modo coherente con el dogma de la Creación, contiene los universales ante rem, como «formas a priori», que aplicados a la Materia primera explican la creación el Mundo; y, por lo tanto, diríamos que Dios «conoce cuando crea») el ego humano, sin embargo, sólo puede proceder regresivamente a partir del Mundo «actualizando» la potencia (los universales contenidos en las cosas particulares) hasta hacerlos «adecuados» a los universales ante rem. Quedan así marcados, separados, el ordo cognoscendi y el ordo essendi para el entendimiento humano, aunque no para el divino en donde son la misma cosa. De modo que –a pesar de la metafísica idea de Dios– queda salvaguardada la racionalidad de la vía regresiva, pues Dios aparece sólo al final de un proceso que arranca del Mundo.
La metafísica idea de Dios no obstruye la vía regresiva, desde los fenómenos hasta las esencias, de modo que tiende a eliminar –en esta fase– las contradicciones e incorpora la realidad empírica que permite regresar a la esencia; la metafísica idea de Razón de los ilustrados que desemboca en el Hombre (el de la declaración universal) es solidaria del idealismo histórico y del utopismo, puesto que tenderá a despreciar las incompatibilidades empíricas de los conceptos de razón instrumental, técnica, moral, histórica; deberá considerar «accidentales» sus incompatibilidades esenciales en pos de mantener la idea misma de Razón aunque sea desconectándola de sus correlatos empíricos.
La «razón universal» a la que, no pocas veces apela Balmes, unas veces refiriéndose a ella con este nombre, otras bajo la forma del Sentido común, según conviene a las circunstancias, como singularidad humana (ajena, pues, a otras criaturas como animales, ángeles, demonios o el propio Dios) se mantiene en la inmanencia del Mundo en términos escolásticos, como facultad general del espíritu que, de acuerdo con el ocasionalismo, deberá actualizarse constantemente con los datos de los sentidos. Y, por tanto, es completamente ajena a la idea de un Sujeto trascendental kantiano productor de las categorías, de las intuiciones puras del espacio y el tiempo y de las ideas trascendentales.
2
Balmes y la filosofía mundana
(El sentido común)
El siguiente modo de enclasar la filosofía de Balmes, trivializándola, es considerarle un filósofo práctico, mundano: el filósofo del sentido común, que algunos –en el colmo de la insensatez pancatalanista– confunden con el «seny». El «sentido común», «sana razón» y, a veces, de modo problemático, como veremos, «razón universal humana», ha sido interpretado de otras maneras menos groseras. Así, por ejemplo, el tomista argentino Octavio Nicolás Derisi, observa que Balmes se aparta de la filosofía escolástica en este punto{10} crucial, según él. Puesto que si el sentido común ocupa, en la filosofía balmesiana, el papel de «principio y fundamento» de la verdad, de criterio superior, entonces, compromete muy seriamente la doctrina tomista de una realidad que emana de Dios y es enteramente independiente del espíritu humano. Porque a partir de aquí se llegaría a la conclusión de que este «espíritu humano» es la suprema realidad, el principio ontológico superior.
También, aunque con matices, defiende esta posición Manuel Fuentes Benot en su prólogo de 1955 a la edición que Aguilar hizo en Argentina del tomo IV de la Filosofía fundamental, cuando señala la heterodoxa posición de Balmes respecto de la Escolástica, achacable, según él, a que todavía no había tenido lugar la restauración de las escuelas del siglo XIX y acusándole de conceder demasiado al «ego cogito» cartesiano con su doctrina de la razón universal o sentido común, aunque justificándolo, en gran medida, por la necesidad que, según su criterio, tenía Balmes, de arrojarle algo cartesiano a la cabeza de la estatua de Condillac.
Desde estas posiciones, pero ahora mirando desde la otra cara, la del ego trascendental humano, también ha sido advertido el problema fundamental que desarrollamos y precisamos en esta exposición.
Otras veces, el sentido común balmesiano se advierte como filosofía práctica, omitiendo las cuestiones comprometidas; o como filosofía mundana de la que habría que obtener una serie de recetas prudenciales, al modo budista y sin metafísica alguna, para andar por la vida, confundiendo a Balmes con un lama tibetano.
Ahora bien, el sentido común no juega en Balmes el papel de un ego trascendental del que pudiéramos derivar la realidad del mundo, sino el de una facultad humana que, como ya dijimos, debe tomar su materia de un mundo cuya existencia procede de la Creación por parte de un Ego trascendental transmundano e infinito. Y en esa «adecuación» realista no pocas veces el sentido común se extravía y yerra en sus máximas.
La doctrina del sentido común se debe interpretar, en sentido gnoseológico, como una doctrina crítica que reclama a los sistemas filosóficos que no se alejen del núcleo de problemas que acarrea la filosofía mundana. Es, en cierto sentido, un antídoto contra el ensimismamiento académico y contra los sistemas filosóficos extravagantes{11} (idealistas) que prescinden de él:
«Si los filósofos se guiasen por sus sistemas y no se olvidasen ó no prescindiesen de ellos, tan pronto como acaban de explicarlos, y aun mientras los explican, pudiera decirse que si no se da razón de la certeza humana, se da de la certeza filosófica; pero limitándose los mismos filósofos á usar de sus medios científicos, solo cuando los desenvuelven en sus cátedras, resulta que los pretendidos cimientos son un puro título que poco o nada tiene que ver con la realidad de las cosas.»{12}
Descartes con su moral provisional, reconoce también el sentido común, lo mismo que Hume:
«Yo como, juego al chaquete, hablo con mis amigos, soy feliz en su compañía, y cuando después de dos o tres horas de diversión vuelvo a estas especulaciones, me parecen tan frías, tan violentas, tan ridículas, que no tengo valor para continuarlas. Me veo pues absoluta y necesariamente forzado a vivir, hablar y obrar como los demás hombres en los negocios comunes de la vida.»{13}
Es un tema recurrente, Gustavo Bueno centra esta cuestión, ontológicamente hablando, al referirla al relato de Luciano sobre Dionisio de Heraclea:
«Luciano dice que Dionisio de Heraclea, el metathemenos («el que cambió de opinión») «al ver que su cuerpo filosofaba contra el Pórtico y enseñaba principios opuestos [a los de Zenón de Chipre] confió en su cuerpo antes que en los principios de Zenón». Pero ese «cuerpo que filosofía» de Dionisio, decimos por nuestra parte, no era un hipotético «cuerpo interno» suyo, aunque tampoco era su cuerpo orgánico («externo», M1); eran los sufrimientos (segundogenéricos, M2) ocasionados por el dolor de sus ojos, acaso de sus riñones (según Cicerón, Tusculanas, II, 60) es decir, los dolores ocasionados por su cuerpo orgánico. Esta «experiencia» (segundogenérica) del dolor «orgánico» es la que pone a prueba los principios doctrinales de la apatheia que la antigua ética estoica mantenía y prefiguraba criterios del estoicismo posterior, principalmente el de Séneca.»{14}
El papel ontológico que puede atribuirse a esta razón universal (sentido común) es el de una materialidad terciogenérica que contiene ideas geométricas, máximas e imperativos morales que dan sentido a los otros dos géneros de la ontología especial M1 y M2 a la vez que estos dos géneros se lo dan a él, fraguándolo. Kant habría resuelto la cuestión hipostasiando M2 en un ego trascendental distribuido entre los individuos{15}. Ahora bien, Balmes ha otorgado a M3 un papel crítico de las pretensiones del formalismo secundario o primario. Una especie de crítica de la razón sentimental que puede apreciarse bien en los denodados esfuerzos de Balmes por defender que ninguna moral puede asentarse sobre el gusto o el sentimiento particular.
Desde la doctrina de los géneros de materialidad especiales del materialismo filosófico, podremos afirmar que el sentido común balmesiano da cuenta de la discontinuidad entre los contenidos de M1 y M2.
Por otra parte en Balmes, la idea ontológica de un entendimiento divino, creador del mundo y del que proviene, por la Providencia, el gobierno de las cosas, le previene contra la hipóstasis del sujeto trascendental del idealismo, porque esa razón universal sólo es concebible como participación en la sabiduría divina, y por tanto sólo en Dios es perfecta, mientras que en el hombre es incompleta.
El problema del sentido común no aparece, por tanto, como un problema para la ontología especial, en tanto el ego humano (M2) no trasciende al Mundo que ofrecen los sentidos (M1).
El problema del Ego trascendental es, no obstante, un asunto central cuando el sentido común se vincula a una razón universal que desborda los géneros de materialidad cósmica. Y en tal tesitura nos encontramos al tomar al «sentido común» no ya como una metáfora de los contenidos terciogenéricos de la realidad mundana, en cuanto coordinados en simploké con los otros dos, sino como un concepto referido al ejercicio de una sabiduría ontológica básica que incorpora un esquema trascendental de conexión entre el Ego trascendental (E), la materia cósmica (Mi) y la materia ontológico general (M). Y una sabiduría básica, de la época balmesiana que ya es completamente moderna y que, en el filósofo español, tiene que hacerse compatible con una ordenación básica bien distinta: la de la teología dogmática medieval.
Y este es, según nuestro criterio, el verdadero problema de la filosofía de Balmes.
Notas
{1} Enrique Tierno Galván, ¿Qué es el criterio?, Servicio de publicaciones del Ayuntamiento de Vic, 1987, pág. 9.
{2} S. Giner, Historia del pensamiento social, Ariel, pág. 399 de la 9ª ed. de 1994.
M. J. Rodríguez Caamaño, «Balmes y las ciencias sociales», en la revista Reis 82/98, págs. 285-290.
{3} Así en un artículo publicado por la Fundación Juan de Mariana se afirma, no sin fundamento, que Balmes es precursor de la escuela marginalista en economía.
{4} El juicio de Villacañas no tiene en cuenta la fuente de la que mana la controversia de los revolucionarios y contrarrevolucionarios que se encontraron en Cádiz y que Gustavo Bueno señala:
«La inspiración de estas doctrinas que prosperaron en las Cortes de Cádiz procedía de las muy comunes enseñadas por los escolásticos españoles que eran bien conocidas por los revolucionarios y contrarrevolucionarios, muchos de los cuales eran sacerdotes como Francisco Martínez Marina o Pedro Iguanzo Rivero.
En esta tradición había diferencias notables según se interpretase el poder del pueblo (emanado en todo caso de Dios) o bien transferido al príncipe, en el cual residía la soberanía, una vez celebrado el pacto de sumisión entre el rex y el regnum –era la tradición de Vitoria, Suárez o Molina, paralela a la que consideraba el poder del Pontífice como un poder propio e irreversible una vez elegido por el Cónclave–, o bien según se interpretase que la soberanía del pueblo no era enajenable en el príncipe en su titularidad aunque sí en su función (era la tradición de Mariana, Covarrubias…)
Conviene tener en cuenta que ambas tradiciones escolásticas españolas que influyeron en las disputas de Cádiz, se diferenciaban notablemente del modo de plantear la cuestión por los pactistas europeos no escolásticos, como Hobbes, Rousseau y Kant. Porque mientras que la tradición española partía de un contrato sinalagmático (como era el contrato feudovasallático) entre dos partes, el pueblo y el príncipe, en las escuelas europeas el contrato social tendría lugar entre los individuos-átomos» (El mito de la derecha, pág. 207.)
Balmes, apoyado en San Juan Crisóstomo, expresa este contrato sinalagmático del siguiente modo:
«En confirmación de lo dicho, véase con qué admirable lucidez explica este punto San Juan Crisóstomo en la homilía 23, sobre la carta a los Romanos: “No hay potestad que no venga de Dios. ¿Qué dices? ¿Luego todo príncipe es constituido por Dios? Yo no digo esto; pues que no hablo de ningún príncipe en particular, sino de la misma cosa, es decir, de la potestad misma; afirmando que es obra de la divina sabiduría la existencia de los principados y el que todas las cosas no estén entregadas a temerario acaso”.
Por las palabras de San Juan Crisóstomo se echa de ver que, según los católicos, lo que es de derecho divino es la existencia de un poder que gobierne la sociedad, y que ésta no quede abandonada a merced de las pasiones y caprichos; doctrina que, al propio tiempo que asegura el orden público, fundando en motivos de conciencia la obligación de obedecer, no desciende a aquellas cuestiones subalternas que dejan salvo e intacto el principio fundamental.» (Balmes. El protestantismo…)
{5} José Luis Villacañas Berlanga, «Ortodoxia católica y derecho histórico en el origen del pensamiento reaccionario español», Res publica, 13-14, 2004, págs. 41-54.
{6} Precariedad que proviene de las herramientas epistemológicas, del Sujeto y del Objeto, con las que Balmes debe abrirse paso en la maraña de argumentos idealistas, sensualistas y positivistas-nominalistas que confluyeron en la Escuela de Cervera.
{7} «Hasta ahora siempre se le ha pedido en vano que asentase en alguna parte el pie, y presentase un cuerpo uniforme y compacto; y en vano será también pedírselo en adelante porque vano es pedir asiento fijo a lo que está fluctuando en la va¬guedad de los aires, y mal puede formarse un cuerpo compacto por medio de un elemento, que tiende de continuo a separar las partes disminuyendo siempre su afinidad, y comunicándoles vivas fuerzas para repelerse y rechazarse.
Bien se deja entender que estoy hablando del examen privado en materias de fe; ya sea que para el fallo se cuente con la sola luz de la razón, o con particulares inspi¬raciones del cielo. Si algo puede encontrarse de constante en el Protestantismo, es este espíritu de examen; es el sustituir a la autoridad pública y legítima el dictamen privado: esto se encuentra siempre junto al Protestantismo, mejor diremos en lo más íntimo de su seno; éste es el único punto de contacto de todos los protestantes, el fundamento de su semejanza; y es bien notable que se verifica todo esto a veces sin su designio, a veces contra su expresa voluntad» (Balmes: el protestantismo…)
{8} «Una tal distributividad se manifestará, sobre todo, en la doctrina kantiana del imperativo categórico: la forma universal de la ley actúa en cada sujeto, independientemente de los demás; otra cosa es que cada sujeto haya de enfrentarse (especulativa y prácticamente) con los demás sujetos corpóreos. Pero el sujeto trascendental kantiano, según su estructura distributiva, poco tiene que ver con la sociología o con esa «comunidad totalizadora» de la que habló Goldmann hace ya medio siglo. La estructura distributiva del sujeto, en el dualismo sujeto/objeto kantiano, se mantiene más cerca del individualismo democrático propio de la sociedad de mercado (fundada sobre los «sujetos calculadores»), del liberalismo y de la teoría pactista del Estado». Gustavo Bueno, «Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo Trascendental con las correspondientes tesis del Materialismo filosófico».
{9} Balmes, Filosofía fundamental (75). El ego trascendental que construye Balmes no es una conciencia de la que se parte (en progressus) sino a la que se llega (en regressus) desde el obrar de los hombres. Es una «razón universal», en la terminología balmesiana, construida como «sentido común» de formato atributivo y limitada por un Ego trascendental divino del que sólo cabrá progresar dogmáticamente, como veremos más adelante.
{10} «Balmes el filósofo del sentido común». Congreso Internacional de Filosofía, Madrid 1949, pág. 347.
{11} Contra el idealismo empírico de Berkeley y el trascendental de Kant, el racionalismo cartesiano, el empirismo o el escepticismo de Montaigne
{12} Balmes, El criterio.
{13} Hume, Tratado de la naturaleza humana, tomo 1º
{14} Gustavo Bueno, «El puesto del ego trascendental en el materialismo filosófico», en El Basilisco, nº 40.
{15} En mi artículo «La ideología de Kant y la crítica de Balmes» (El Basilisco, nº 35, págs. 67-77) he analizado el diagnóstico de Balmes sobre el idealismo trascendental o realismo empírico de Kant, con estas herramientas de la ontología especial.
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2010/n104p01.htm
SPAIN. 31 de octubre de 2010