A hurtadillas nos preguntamos sobre si nuestras voluntades justifican las derrotas que nos envían las desesperanzas. La vida es una dualidad eterna, un todo que por capricho o predestinación siempre se dobla en dos: mitad luz, mitad oscuridad.
Pero, ¿cómo saber qué parte nos tocará?
Justamente ahí yace la vulnerabilidad a la que estamos sujetos cada día.
Somos seres bifurcados entre la esperanza y la desazón.
Acaso esté parafraseando las luces pesimistas de Arthur Schopenhauer: “Toda vida es esencialmente sufrimiento”. Pero esto no tendría que dar lugar a la evocación total y voluntaria de una forma de vida fáustica.
No hallo diferencia sustancial entre la voluntad y el pesimismo cuando éstas están en posición de lucha, es decir, mientras exista voluntad habrá esperanza y, cuando haya pesimismo, la esperanza también será una finalidad.
Pareciera que la gente pierde a menudo ambas cosas. Voluntad y esperanza no son dos aspectos que tengan que extraviarse, aunque, paradójicamente, la ausencia de una de ellas hace factible una perenne búsqueda de la felicidad.
Hace unas semanas leí un ensayo del filósofo José Carlos Castañeda, en él se anotaba con particular atención esa dualidad.
Esa constante pugna del hombre por la desazón y la esperanza.
En ese ensayo anoté una reflexión schopenhaueriana que si bien contenía una verdad inequívoca, pondría los pelos de punta a Friedrich Nietzsche: “La lucha por la vida no es por amor a ella sino por temor a la muerte que, sin embargo, nunca deja de avanzar. Cada uno de nuestros movimientos respiratorios evita la muerte, con la cual luchamos a cada instante, y lo mismo sucede al comer y al dormir. Pero la muerte ha de triunfar necesariamente, porque le pertenecemos por el hecho mismo de haber nacido y no hace en último término sino jugar con su víctima antes de devorarla”.
Esta reflexión me impulsa a mencionar otra dualidad: felicidad y adversidad.
¿Qué es la felicidad? ¿Un grado sumo en el que la armonía espiritual del ser humano logra consolidar su finalidad? Para los cínicos, todo saber debía ser rechazado si no conducía a la felicidad. En consecuencia la felicidad es un bien pero también una finalidad, es pues una ética de bienes y finalidades. Desde Kant es una “ética material”.
Deduzco que la felicidad sólo es alcanzable si poseemos voluntad, voluntad por lograr una finalidad, esa finalidad está construida con mucho de la esperanza, esa esperanza es la que nace de la desilusión, es decir, de ese pesimismo que en la práctica sufre una trayectoria que desemboca en la ventura.
Lo que Schopenhauer eludió, quizá a contrapelo, fue la voluntad del ser humano en cuanto querer, augurar. Esa misma que Nietzsche, aun en su cuestionada retórica enarbolaba como voluntad de poder.
¿Pero, cómo enfrentar ese pesimismo schopenhaueriano? Quizá la respuesta esté en la forma de ver, de conocer y de interaccionar con la vida misma. Nietzsche nos encamina por ese modo de sobrellavar los desaires de la existencia sin ser un decadente, un pesimista o anidar en nuestra esencia el “Espíritu de la Pesadez”. La pesadez es quien consume la luminosidad. Sin embargo, la voluntad hace del hombre un ser vigoroso que tiene que suspenderse en una cuerda de maromero, entre la luz impulsada por la voluntad y el abismo devorador del pesimismo, la primera es quien revitaliza la oscuridad que envuelve al hombre, la inseguridad y la duda, la segunda, es un tánatos inevitable.
A escasos días para que este 2014 oculte su rostro atormentado, vergonzoso y beligerante que tanto dolor causó y aún causa a la humanidad, desde occidente a oriente, es necesario apostar una vez más a la esperanza y a la voluntad de poder, a ese desprendimiento de lo malo por lo bueno que irremediablemente nos hace seres falibles y creer, con plena convicción, que lo mejor está por venir.
Fuente: http://www.lostiempos.com/diario/opiniones/columnistas/20141224/asi-en-la-esperanza-como-en-el-pesimismo_285505_629149.html
26 de diciembre de 2014. BOLIVIA