Puede la poesía leerse con actitud epicúrea, pero también con platónica; puede buscarse en la poesía placer, pero también aprendizaje. El ideal griego era el de hacer que la poesía fuera didascálica, didáctica, útil y dulce además. Mas lo dulce, reducido a dato, a nota, pierde virtud, sabor, su toque estético, pues la belleza, con ser urdida de sistemas sensitivos meditados por el hombre, afana la exaltación, la elevación de la consciencia hasta los ideales más lejanos, llamados utopías.
Epícuro sostenía que el bien se logra a través del placer, pero de un placer bueno, no enturbiado por remolinos de concupiscencia; Platón, más hondo y menos lúcido, argüía que el bien se adquiere buscando la verdad, que ciertamente no está en este mundo de sensaciones, sino en el inteligible, que puede pensarse totalmente, y no como el material, que sólo puede mirarse fragmentariamente y durante escasos momentos.
A un lector epicúreo, para usar la terminología de A. Moles, impórtale el contenido, y no lo galano del lenguaje, mientras que el platónico se place con el continente, en la forma. Resulta paradójico que Platón, de cepa cuasi mística, nos lleve hasta lo formal, y que Epícuro, que se tiene por hombre superfluo, como hoy se dice, nos remita a la sustancia. Y es que poco comprendemos cómo pensaban los antiguos, y lo ignoramos porque estamos obnubilados por una excesiva cultura, que antes es desperdigada pedrería que sistema astronómico. ¿Para qué leer poesía antigua? Nosotros, españoles, nos hemos distinguido por ser grandes filólogos y aguzados hermeneutas (¿no fue española la primera Biblia políglota?) , y como tales hacemos de la palabra verdad y vida y objeto de escrutinio lingüístico, y no sólo vía.
Y Asín Palacios, arabista erudito de gustosa prosa y suave, aunque sin dejar nunca de ser precisa, lo testimonia, pues con sus análisis léxicos y traducciones nos enseñó a nosotros, alumnos de Ortega y Gasset, de Zubiri y de Morente, que la filosofía árabe, aguda en interpretaciones de los griegos, vive en nuestros códigos y letras más vivamente de lo pensado; y Menéndez Pelayo, también historiante e intérprete tanto de poéticas latinas como griegas, nos alecciona diciéndonos que “en general, puede afirmarse que entre la ciencia árabe y la de los cristianos occidentales hay siempre un mediador, truchimán o intérprete judío”. ¿Recordáis, lector, cuánto debe la lengua hispana a Reina y a Valera? Hay un como `proprio motu´ en nuestras letras, que no se conforman con signar y que pretenden siempre referir.
La filología nos aguza la vista, el oído, sentidos para lo lejano que juntos hacen poesía, que es canto de utopías, que son ciudades siempre distantes, capitales de nostalgias, impulsos hacia la historia. Recordemos que la canción es para el oído, apesadumbrado del “ronco zumbido” mundano (Oda II, de Safo, traducida por don Marcelino), que la mera dicción es para los “inciertos ojos” y que la combinación de ambas cosas es para la imaginación, fuego para el “cuerpo todo”. Hecha canción, la poesía nos hace pensar, a palabras de Bergman, citado por Rorty en su libro `El giro lingüístico´, en “la distinción entre hablar y hablar acerca de hablar”. El sólo hablar es acto epicúreo, y hablar del hablar es acto platónico `in nuce´.
Tomemos un romance medieval y extractemos de él una expresión simple: “rosa fresa”. ¿Qué es una “rosa fresca” para un Platón y qué para un Epícuro? Para el primero será la extensión de un objeto, de una “rosa” y de un clima; para el segundo, en parangón, “en las letras de rosa está la rosa”, como dijera Borges, asiduo lector del `Crátilo´. Tal distingo nos obliga a pensar en el empirismo. Kant, en la sección llamada `Del cálculo de la razón en el conflicto consigo misma´, de su `Crítica de la Razón Pura´, dice: “El simple empirismo semeja, al contrario, arrebatar a la moral y a la religión toda fuerza y todo predicamento”. La “rosa fresca”, vista como extensión de un objeto, para Platón será la prueba de que hay un Dios, y causas primeras y simples eternos, esto es, algo que esperar o buscar; mas para Epícuro será el testimonio de un presente eterno que no deja aprehenderse, como lo habido en las filosofías de Parménides, Heráclito, Bergson y James.
Tan contrastadas posturas merecen breve reflexión sobre la epistemología. Según el sabio Abenhazam, frente a lo divino tenemos siete posturas, a saber: deísmo, ateísmo, escepticismo, politeísmo, monoteísmo judaico, monoteísmo cristiano e islamismo. Citemos poetas varios… La “rosa”, dice el místico Angelus Silesius, fresca ono “florece porque florece”; Borges, en un bello poema, declara que ciego pensaba “en las letras y en las rosas”; Calderón de la Barca, nuestro grande Calderón, quéjase de “rosas” que madrugaron para florecer y que “cuna y sepulcro en un botón hallaron”. Silesius, “místico”, es escéptico, ateo, a lo mucho deísta, no siente la respiración de una inteligencia detrás de la “rosa”; Borges, moderno, es politeísta, no desdeña la belleza de la forma ni de la letra; y Calderón, finalmente, creo es monoteísta, ya que acepta la corruptibilidad de los entes y la perdurabilidad de la escritura, sean “rosas” o las “letras de rosa”.
Aventuro tales exégesis ateniéndome a lo que escribió el sabio Dilthey, que en texto rotulado `Die Entstegunt der Hermeneutik´, afirma que “toda ciencia filológica e histórica descansa sobre el presupuesto de que esta comprensión posterior de lo singular puede ser elevada hasta la objetividad”. Disculpado, prosigo, que entreveo más posibilidades filológicas en un texto del preclaro Menéndez Pidal. En las letras o mónadas que construyen las palabras están las esencias de las cosas, dice Borges, y tal significa lo siguiente: en los giros lingüísticos, grupos consonánticos y demás cambios léxicos y gramáticos está la evolución de un pueblo; y Menéndez Pidal, agudo, lo anota, pues en su libro `El idioma español en sus primeros tiempos´ apunta: “Otros neologismos castellanos como la `f´ convertida en `h´ o perdida, y el sufijo `illo´ por `iello´, que existen desde muy antiguo en tierra de Burgos, no se propagan hasta mucho más tarde, hasta el siglo XIV; sin duda la antigua influencia de León, unida a la influencia cultista, hacían que en Castilla ambos fenómenos de la `h´ y de `illo´ pertenecieran muy especialmente al habla rústica y fuesen mirados como demasiado rudos”. ¡Nada sabemos de achaque filológico sin frecuentar las letras de Castilla y de León!
Pierde un pueblo su imperio y pierde también la gana de cantar; y el idioma sin canto separa vocales que juntas estaban para hacer posible la melodía, y articula con precisión cada sílaba para que las cosas también queden bien analizadas. Exige el Quijote: “Non fuyan las vuestras mercedes”, y en dicha exigencia, en esa “f”, hay un soplo, dejos de filosofía presocrática, que veía en el mundo movimientos antes que fijezas. Y pues concluyo este imprudente texto aconsejando a los filólogos jóvenes que no teman hacer exégesis cargadas de poesía, que en ésta está la llave que abre toda epistemología nueva.
Fuente: http://www.todoliteratura.es/pensamiento/pensamiento/articulos-de-opinion/epicuro/arte-exegetica-filologia-de-la-rosa-/abraham-moles/3206
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29 de enero de 2014