TODA vida es un punto heroica y un punto absurda, y lo demás es relleno. Hay, en resumen, dos rutas mayores de conquista para darle algo de sentido al tránsito: la de la sabiduría y la del espacio social. Los dos proyectos son agotadores, los dos pueden ser ridículos. En el fondo hay siempre un anhelo de jerarquía, ya sea intelectual o presencial, y de autoridad, ya sea con el conocimiento o con la notoriedad. Y después de tanto, antes de la muerte apenas dos opciones: el desencanto o, en la política, la cárcel. Toda ambición formula la música de su propio derrumbe.
Schopenhauer acude al moralista Chamfort: “Es preferible dejar que los hombres sean lo que son que tomarlos por lo que no son”. Schopenhauer compara a la mayoría de los hombres con las “falsas castañas”: tienen la apariencia de las verdaderas pero son incomestibles. Estamos en la dictadura de la sociabilidad y en la pandemia de la esclavitud tecnológica, dos procesos complementarios de idiotización. Schopenhauer evoca a Thomas von Kempen, que se remonta a Séneca: “Siempre que fui a tratar con hombres regresé como un hombre inferior”. Los que están en la conquista social asumen un ejercicio competitivo que es fascinante, paradójico y cínico: consiste en apaciblemente tratar mucho con gente pero con el fin más o menos camuflado de rebasarla, y toda superación (toda estrategia de imposición) conlleva alguna variante de la traición. Por eso es tan improbable la amistad, insaciablemente invocada en la sociedad de hoy desde una hipocresía fácil, cosmética y global. En su redimensión mutiladora de ese concepto está el éxito de Facebook.
La individualidad, tan mal vista, es la única garantía, el único cauce de la autenticidad. Ha sido así siempre, pero más ahora, en un mundo dominado por la impudicia de esconder las grandes ambiciones personales tras el telón o la sonrisa de la convivencia social, del intercambio y la participación. Algo importante se perdió, irrecuperablemente, cuanto todo empezó a hacerse participativo. Para ilustrar estas cláusulas Schopenhauer incorpora a Cicerón, pero nos ahorramos la cita. Qué oscuro animal el hombre, capaz de la mayor depredación y la mayor sutileza en el mismo minuto. Y del inverosímil prestigio de inventar religiones. Mejor terminar con Nietzsche, que en El Anticristo atribuye al cristiano y al anarquista una similar cualidad vampírica, “ambos incapaces de causar otro efecto que el de disolver, envenenar, marchitar, chupar sangre”. La religión animaliza el instinto porque impugna la duración.
Fuente: http://www.eldiadecordoba.es/article/opinion/2081015/animal/social.html
30 de julio de 2015. ESPAÑA