Sin lugar a dudas, Alasdair MacIntyre es uno de los filósofos de la moral más originales y polémicos de las últimas décadas. Poseedor de un acerado sentido de la crítica y una aguda prosa filosófica, se ha convertido –desde la publicación de After Virtue (1981)– en uno de los más encarnizados censores de la modernidad.
En efecto, para el filósofo escocés, la civilización moderna estaría sumida en una irreversible situación de fragmentación espiritual, provocada en el plano de la alta cultura por el rechazo de la noción clásica de telos como eje articulador de modos de ser y prácticas comunitarias. El gran error de Occidente, ha señalado nuestro autor, ha sido alejarse de esa poderosa tradición de pensamiento moral que tiene en la Ética a Nicómaco su texto canónico.
En las dos obras que publicó –en los años siguientes, Whose Justice? Which Rationality? (1988) y Three Rival Versions of Moral Inquiry (1991), MacIntyre defendió la pretendida superioridad racional en la clave hermenéutica de la dialéctica aristotélica– de esta tradición frente a otras corrientes de filosofía práctica (la ilustración escocesa, el liberalismo procedimental, el postmodernismo de inspiración nietzscheana, entre otras), asumiendo cada vez con mayor nitidez la influencia de la ética tomista.
En su libro más reciente, Animales racionales y dependientes, el autor centra su argumentación en aquel ámbito que más inquieta a los críticos de su obra, la antropología filosófica. Por fin MacIntyre ofrece una reflexión explícita y concienzuda acerca de su concepción de la naturaleza humana, que considera la base de cualquier desarrollo de la racionalidad práctica.
El filósofo escocés está convencido de que una de las más graves deficiencias de la filosofía moral –patente en las éticas ilustradas, pero también en el programa filosófico abierto por After Virtue– consiste en iniciar las reflexiones acerca de los asuntos humanos suponiendo la existencia de un agente racional ya formado, con sus habilidades deliberativas y perceptivas plenamente constituidas, apto y bien dispuesto para la tarea filosófica realmente relevante, a saber, la constitución de los principios rectores de la justicia, la estructura del juicio moral o la reflexión acerca del sentido de las virtudes en el contexto de una vida significativa. Los procesos formativos de adquisición de las competencias propias del discernimiento, la evaluación y la sensibilidad moral han sido dejados de lado como tema de reflexión. La experiencia de la vulnerabilidad (propia y ajena) como detonante del juicio y el compromiso ha sido excluida de la investigación filosófica, a pesar de que esa vulnerabilidad constituye un rasgo distintivo de la condición humana, tan medular como la capacidad de adquirir un lenguaje o de argumentar.
La vulnerabilidad y la dependencia son dimensiones ineludibles de la vida de los hombres; así, por ejemplo, asevera MacIntyre, “todo ser humano está potencialmente expuesto a sufrir una discapacidad extrema, es posible que tarde o temprano necesite de alguien que sea un segundo yo y hable en su nombre” (p. 162).
El estudio de los valores relativos a la vulnerabilidad y la interdependencia humanas vincula al pensamiento de MacIntyre con otras corrientes filosóficas importantes en la teoría moral y la teoría política actuales. En especial, establece conexiones con los desarrollos feministas de las éticas del cuidado (presentes en las investigaciones de Carol Gilligan y Angelika Krebs), los planteamientos aristotélicos de las éticas de la fragilidad, centrados en las relaciones entre la racionalidad práctica y la fortuna como categoría moral (Bernard Williams y Martha Nussbaum) y las filosofías neohegelianas del reconocimiento (Axel Honneth y Charles Taylor). Lo interesante –y lo novedoso– del enfoque de MacIntyre es el modo de entrar en esas áreas temáticas, la “intuición filosófica” desde la cual se desarrollan las reflexiones sobre la discapacidad, la justicia y los vínculos sociales.
Su hipótesis consiste en afirmar que hemos desestimado –en filosofía práctica– la ineludible animalidad de la naturaleza humana. Que la consecución del florecimiento de nuestra especie pase por afrontar con solvencia nuestra condición de animales dependientes y vulnerables es una característica que compartimos con muchos animales no humanos.
A partir del caso del comportamiento de los delfines –que MacIntyre pre- senta contrastando investigaciones recientes en el campo de la biología y la zoo- logía– nuestro autor busca establecer elementos de “continuidad y semejanza” en- tre el animal humano y otras especies animales a las que reconocemos cierto grado de inteligencia. Si observamos con detenimiento las modificaciones en la conducta de ciertos animales frente a ciertos estímulos sutiles, podremos con- cluir que es posible atribuir a aquellas especies –al menos en un sentido metafó- rico– el poseer creencias o actuar conforme a intenciones en un nivel que califica de “prelingüístico”. Más allá de lo controversial de esta tesis, la intención del autor parece clara: si las diferencias entre el comportamiento humano y el del animal no humano radican en una mayor complejidad (vinculada a las dimensio- nes del lenguaje y la cultura), esto no significa que no podamos establecer –si bien de un modo general y esquemático– ciertos estándares de florecimiento y vida plena. Si podemos hacerlo en el caso de los animales, podríamos hacerlo en cierta medida con el hombre. “La segunda naturaleza del ser humano, su natura- leza culturalmente formada como hablante de un lenguaje –advierte MacIntyre– es un conjunto de transformaciones parciales, pero sólo parciales, de su primera naturaleza animal” (p. 68).
Esta argumentación anuncia ya las consideraciones teleológicas de inspiración aristotélico-tomista, cargadas con una serie de pretensiones metafísicas que, al menos a primera vista, no encontramos en Tras la virtud ni en las obras siguientes. Vemos en Animales racionales y dependientes una especie de “doble lenguaje” en clara tensión. Por un lado, la perspectiva del fenomenólogo, que describe las actividades humanas desde el dinamismo propio de éstas, desde el punto de vista de un agente inmerso en tales actividades. Pero, de otra parte, MacIntyre parece hablar de la formación y la conducta del ser humano desde el esquema conceptual del esencialismo, para el cual el hombre es antes un qué que un quién: sus continuas apelaciones a la “ley natural” parecen inclinar la balanza en esta segunda dirección. Es cierto que tanto Aristóteles como Tomás de Aquino eran simultáneamente fenomenólogos de la praxis, como investigadores preocupados por la captación de rasgos esenciales de lo humano, pero la filosofía práctica contemporánea se ha esforzado por evitar utilizar un vocabulario esencialista para referirse a las cuestiones éticas. Curiosamente, esta actitud pretende remitirse al mismo Aristóteles, para el cual el “saber” relativo a los asuntos humanos no es propiamente episteme sino sophrosyne. Recordemos la insistencia de Hannah Arendt en que sólo una divinidad podría pronunciarse –dada su ausencia de vínculos con las formas de vita activa– sobre la “naturaleza humana”; los hombres sólo podemos hablar de nuestros modos de ser desde nuestra condición de agentes finitos1 .
Si bien para nuestro autor tanto los delfines como los chimpancés comparten con el hombre el cultivo de los “vínculos sociales” como el reconocimiento de la vulnerabilidad de la vida, sólo el ser humano (en tanto animal “lingüístico” e “histórico”) está en capacidad de convertirse en un “razonador práctico indepen- diente”, vale decir, un agente libre que define el sentido de sus acciones, y en general su vida, en diálogo e interacción crítica con otros miembros de su comunidad. Ello es así justamente porque no es posible precisar de un modo inmediato cuál es el “bien” propio del hombre, sino más bien discernir acerca de una jerarquía posible y flexible de diversos “bienes” en situaciones concretas. La formación del carácter y del buen juicio resulta fundamental para convertirse en un razonador práctico independiente: ésta es una forma de paideia en cuya dinámica dependemos ineludiblemente los unos de los otros. Aquí nuevamente se hace patente la relevancia de las virtudes y la red de vínculos comunitarios en el corazón mismo de la racionalidad práctica. “El reconocimiento de la dependencia es la clave de la independencia” (p.103), incluso la crítica de la misma comunidad –en tanto fase superior de la formación en las virtudes– es una práctica social.
A través de esta paideia el agente aprende a reconocer y a evaluar inten- samente los bienes comunes –anteponiéndolos, si el caso lo requiere, a sus bienes particulares–, así como a considerar reflexivamente sus deseos inmediatos. Este aprendizaje involucra a los agentes en redes de reciprocidad que llaman su atención acerca del factum humano de la dependencia, la vulnerabilidad de la vida y la situación de discapacidad; al mismo tiempo, estas circunstancias son una invitación al debate sobre los principios del trato justo y lo que MacIntyre llama “las virtudes del reconocimiento de la dependencia”. El autor destaca que estos razonamientos suponen una disposición afectiva básica, la proyección empática, lo cual es especialmente relevante en los casos de discapacidad: “De quienes padecen una lesión cerebral, o han sufrido una grave incapacidad de movimiento o son autistas, de todos ellos hace falta decir: podría haber sido yo. La desgracia de estas personas podría haber sido la de cualquiera, la buena suerte podría haber sido la suya” (p. 121). El argumento de MacIntyre nos recuerda la ética de la compasión de Hume; no obstante, más que tratarse de un sentimiento presuntamente “natural”, se refiere a una disposición ética forjada intersubjetivamente.
Es en este punto en donde la virtud de la “justa generosidad” hace su ingreso como valor ético-político de primera importancia en las relaciones humanas al interior de las comunidades. No se trata de la “justicia” a secas, para la cual las relaciones de distribución de bienes y cuidados son simétricas e incluso imper- sonales. El reconocimiento de la dependencia, la fragilidad y la discapacidad exige asimetría en las atenciones y un compromiso con aquellos seres humanos concretos de los cuales no se ha recibido nada (los discapacitados, los niños, los futuros miembros de nuestras comunidades, los extraños, etc.). La justa generosidad funciona como una virtud en las relaciones cara a cara, pero, en un nivel político, también exige la presencia de instituciones y reglas que la observen en el ámbito público. Instituciones y reglas deben ser fruto del consenso comunitario y la crítica2 , resultado a su vez del debate entre razonadores prácticos independientes involucrados en la participación civil y la búsqueda compartida de bienes comunes. Los discapacitados tendrían que ser representados por otros miembros de la comunidad.
MacIntyre insiste en que los bienes comunes que son compatibles con la justa generosidad y con las virtudes del reconocimiento de la dependencia no pueden ser alcanzados por el tipo de asociaciones características de la modernidad: ni por la familia “burguesa”, ni por el Estado moderno. La lógica inmanente al Estado moderno está penetrada por la razón instrumental, la lucha de intereses económicos y la competencia por el poder. La actividad política se ha convertido en un asunto de bienes exteriores, en donde la capacidad para negociar o participar en la toma de decisiones está condicionada por el dinero. Las estructuras del gobierno y los partidos políticos actúan al margen de los ciudadanos comunes y sus expectativas. MacIntyre no dice una sola palabra acerca del renovado interés por las instituciones de la sociedad civil y su potencial ethos participativo: su peculiar pesimismo a este respecto lo aleja decididamente de autores “cívico- republicanos” que abogan por el ejercicio de las virtudes públicas en las sociedades democráticas, como Benjamin Barber o Charles Taylor.
En contraste con el típico argumento conservador (para el cual el lema “menos acción ciudadana y más vida familiar” se ha convertido en una especie de estandarte de batalla), MacIntyre considera que la familia no es una asociación autónoma y autosuficiente, que pueda prescindir –para lograr sus propios bienes internos– de las relaciones comunitarias y la búsqueda de los bienes comunes.
“De ahí se deriva –señala– que la calidad de vida dentro de una familia depende en mucho de la calidad de las relaciones de sus miembros con respecto a otras instituciones y asociaciones: el lugar de trabajo, la escuela, la parroquia, el club deportivo, el sindicato, las clases para la educación de adultos y otras semejantes.
Los bienes propios de la vida familiar pueden lograrse sólo en la medida en que los hijos aprenden a reconocer como propios los bienes inherentes a las prácticas de tales instituciones y asociaciones, y los padres y los demás miembros adultos de la familia hacen lo mismo” (p. 158).
Es curioso que MacIntyre haya desplazado2 MacIntyre no puede ser acusado sin más de asumir una devoción acrítica de la comunidad, como sugieren precipitadamente muchos objetores del llamado “comunitarismo”: antes bien, el autor insiste en que “cuando faltan las virtudes de la justa generosidad y de la deliberación común, las comunidades son siempre propensas a corromperse por la estre- chez de miras, la complacencia, el prejuicio contra los extraños, y por una diversidad de deformaciones, incluyendo las que se derivan del culto a la comunidad” (p. 167) sus esperanzas hacia estas comunidades pequeñas: escuelas, consultorios médicos, clubes deportivos y de discusión, etc. La sugerencia final de After Virtue acerca de “no esperar a Godot, sino a uno muy diferente, a San Benito” parece traducirse en impulsar el potencial solidario y deliberativo de estas comunidades. Después de todo, ellas afrontan directamente las circunstancias de la interdependencia y la discapacidad.
En virtud de estos argumentos, la más reciente obra de MacIntyre resulta consistente con el programa ético-filosófico diseñado en sus tres libros anteriores. Presenta matices especialmente interesantes al introducir en la discusión en filosofía práctica el tema de la discapacidad, así como la virtud de la justa generosidad como “correctivo” de la justicia. Asimismo, ofrece nuevas razones para intentar justificar su particular escepticismo respecto del liberalismo político y la cultura moderna en general. MacIntyre es un autor incisivo y provocador, que en ningún momento renuncia al libre juego de la argumentación y la polémica. No obstante, su giro conceptual desde el neoaristotelismo hacia un tomismo más “duro” genera sospechas. Su recurso a la concepción teológico-filosófica de una ley natural para dar razón de las virtudes no va acompañada de una argumentacióndetenida sobre la justificación de tal apelación, que resulta desconcertante en un mundo académico y público al menos relativamente secular.
Si en libros como Whose Justice? Which Rationality? o, incluso, en Three Rival Versions of Moral Inquiry, nuestro autor defendía la ética de las virtudes como parte de una tradición particular de pensamiento animada por buenas razones, razones que estaban en capacidad de resolver las diversas anomalías e inconsistencias teórico-prácticas de otras tradiciones rivales (como la Ilustración o la genealogía), la apelación a esta forma de iusnaturalismo no parece suficientemente justificada y genera perplejidad. Entre otras cosas, esta actitud no resulta compatible con la tesis de que nuestra identidad humana –incluida nuestra capacidad de pensar y buscar la verdad– está marcada por la fragilidad y la finitud.
Animales racionales y dependientes
Alasdair MacIntyr
Pontificia Universidad Católica del Perú
Traducción de Beatriz Martínez de Murguía,
revisión de Fernando Escalante Gonzalbo.
Barcelona: Paidós,
2001,
204 pp.
Es de la Pontificia Universidad Católica del Perú
Fuente: http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/arete/article/view/180/176
ARETÉ Revista de Filosofía Vol. XIV, N0 1, 2002
pp. 143-148
PERÚ. 27 de abril de 2012