A veces me pregunto por qué nadie lee ya filosofía. Es verdad que, preguntárselo, requiere cuando menos un punto de hipérbole.
Los académicos como yo, que a duras penas se ganan el sustento escribiendo sobre el asunto y enseñándolo, todavía asomamos la cabeza en los periódicos; es más bien el público general el que parece haber perdido interés en la materia. Y es sobre todo la filosofía analítica de impronta anglosajona la que ha dejado de despertar interés. Hasta donde sé, los filósofos “continentales” (Derrida, Foucault, Habermas, Heidegger, Husserl, Kierkegaard, Sartre y el resto) siguen teniendo su mercado. Incluso Hegel está, de tanto en tanto, en boga, a despecho de su fama como escritor de imposible lectura. Todo eso me viene a la cabeza cada vez que entro en una librería. El lugar que mis obras ocuparían en una estantería (que no ocupan ninguno) sería justo a la izquierda de Foucault, autor que ocupa metros y metros. La cosa me resulta enojosa; me gustaría tener sus derechos de autor.
Derechos de autor aparte, ¿qué tienen ellos que no tengamos nosotros? No será, digo yo, la urdimbre de su prosa; la mayoría de nosotros escribimos mejor que la mayoría de ellos. (Excluyo a Kierkegaard. Fue un maestro y jugaba en otra liga, muy superior al resto de todos nosotros.) Análogamente, aunque muchas de las cuestiones que se debaten en la filosofía continental conservan una patente continuidad con las que han ocupado a los filósofos de todos los tiempos, lo mismo, exactamente lo mismo, ocurre con muchas de las cuestiones en que trabajamos nosotros. Por ejemplo, el esencialismo metafísico de Kripke (del que se hablará luego) tiene unas asombrosas afinidades con el realismo metafísico de Aristóteles y Agustín. Es verdad: nosotros presuponemos a veces más conocimientos de lógica de los que pueden aprenderse en un trayecto de autobús urbano. Pero tengo entendido que una lectura inteligente de Heidegger presupone saber más sobre Kant, Hegel y los presocráticos de lo que yo, sin ir más lejos, tengo ganas de aprender. Sea ello como fuere, nuestros argumentos son mejores que los suyos. Así que, alguna que otra vez, me asalta la pregunta de por qué nadie (salvo los filósofos) lee ahora filosofía (anglófona, analítica).
Ello es que, tras leer con atención el libro de Christopher Hughes Kripke: Names, Necessity and Identity [Oxford, 2004], la cosa ha dejado de sorprenderme. No se crea que digo esto en desfavor del libro. Al contrario; es una obra fina y apreciable en muchos sentidos. Por lo pronto, la elección de su tema es ya un acierto. Hay una coincidencia bastante general en que los escritos de Kripke (muy particularmente su Naming and Necessity [Harvard, 1980; trad. castellana de Margarita Valdés: El nombrar y la necesidad, UNAM/IIF, México, 2005]) han sido los más influyentes filosóficamente en los EEUU y en el Reino Unido desde la muerte de Wittgenstein. Pregunten a un experto si ha habido genios filosóficos en los últimos tiempos, y se encontrarán con que los únicos candidatos son Kripke y Wittgenstein. Por lo demás, y hasta dónde puedo juzgar, la exposición de Hughes es precisa y refinada, y su tratamiento de los problemas resulta más que adecuado. A no ser que usted sea un profesional, aquí está todo el Kripke que usted necesita conocer. El libro, según admite el propio Hughes, adolece de cierto tono desparejo: algunos capítulos son claramente introductorios, otros, polémicos. Pero no hay nada en él que no pueda terminar absorbiendo un graduado competente; y a quienes no se interesen por los detalles, les bastará una lectura superficial para hacerse una idea de la geografía de los problemas abordados.
Con todo y con eso, yo no puedo sacudirme la impresión de que algo anda aquí rematadamente mal. No tanto con el libro de Hughes (aunque luego entraré por uvas en algunas de su tesis capitales), cuanto con el tipo de filosofía que en los últimos años ha venido a cobijarse bajo el ala de Kripke. Para decirlo francamente, hay una miríada de discusiones superlativamente serias sobre cuestiones que a mí me resultan asombrosamente frívolas. Por ejemplo: “Nunca he atravesado la cordillera del Himalaya, aunque podría haberlo hecho. Así que hay un mundo no-real (o, si se prefiere, no-realizado) posible (o un posible estado del mundo) en el que alguien atraviesa alguna cordillera. ¿Soy yo esa persona, y es el Himalaya esa cordillera?”. O: “El agua es la materia que se halla en el Támesis y sale por el grifo. Es innegable que la materia que se halla en el Támesis y sale del grifo contiene impurezas (partículas que no son ni oxígeno ni hidrógeno ni constituyentes de éstos). Así pues, ¿cómo puede ser H2O el agua?”. ¿Y cómo podría no serlo? ¿O es que acaso, habiendo descubierto la química la naturaleza del agua, lo que se propone la filosofía es des-descubrirla? En cualquier caso, ¿es éste el tipo de cosas sobre las que versa la filosofía? ¿Es eso un entretenimiento propio de personas hechas y derechas?
Lo que sigue es un breve esbozo de la vía por la que hemos llegado a esto, y del papel jugado por Kripke en punto a conducirnos a ello. Ofreceré una relación muy condensada de los cambios que han venido dándose en los últimos cincuenta años en la manera en que los filósofos analíticos han tratado de aclararse entre ellos la naturaleza de la tarea que tenían entre manos. Sin embargo, esa relación será menos histórica que mitopoética. Los detalles de la misma no serán precisamente fiables, pero su moraleja resultará acaso edificante.
I
Primera etapa: análisis conceptual. Inmediatamente después de la II Guerra Mundial se puso de moda una concepción revisionista de la empresa filosófica. Mientras que lo usadero había sido decir que la filosofía versa sobre, pongamos por caso, la Bondad, o la Existencia, o la Realidad, o sobre cómo-funciona-la mente, o sobre si hay un gato en el felpudo, pareció que, vistas las cosas retrospectivamente, eso no eran sino formas laxas de hablar. Hablando propiamente, la filosofía consistiría (o consistiría en muy buena medida, o debería consistir) en el análisis de nuestros conceptos y/o en el análisis de las locuciones del “lenguaje cotidiano” que usamos para expresarlos. Lo que un filósofo trata de entender no serían lo Bueno, lo Verdadero o lo Bello, sino los correspondientes conceptos de “bueno”, “bello” y “verdadero”.
Ese modo de ver las cosas ofrece ventajas tácticas. Llegar a ser bueno es duro; pocos lo consiguen. Pero prácticamente todo el mundo tiene alguna noción del concepto “bueno”, de manera que prácticamente todos saben tanto como precisan para comenzar a analizarlo. Los científicos, los historiadores y otros investigadores por el estilo tienen que pringarse en bibliotecas y laboratorios para conseguir resultados, pero los conceptos pueden analizarse desde el sillón. Todavía mejor: las verdades conceptuales que suministra la filosofía son a priori, porque tener una noción del concepto es todo lo que se precisa para reconocerlas. Mejor aún: mientras que los hallazgos de los historiadores y de los científicos son siempre revisables en principio, resulta plausible que las verdades reveladas por el análisis conceptual sean necesarias. Si deseáis saber cuánto tiempo duró el reinado de Jorge V, necesitaréis probablemente hacer consultas, y siempre estaréis a merced de la fiabilidad de vuestras fuentes. (Tengo entendido que reinó entre 1910 y 1936, pero no me jugaría la hacienda.) Sin embargo, la proposición filosófica, según la cual un reinado debe durar algún lapso de tiempo, diríase una verdad conceptual; extenderse en el tiempo pertenece al concepto de reinado. Los historiadores podrían llegar a descubrir, digamos, que Jorge V reinó entre 1910 y 1937. Lo que, sin duda, les resultaría sorprendente, pero podría haber pruebas empíricas ineludibles. En cambio, la filosofía conoce más allá de la posibilidad de duda –en realidad, más allá de la posibilidad de toda negación coherente— que, si Jorge V llegó a reinar, entonces reinó por un lapso de tiempo. Las verdades a las que llega el análisis conceptual son, pues, apodícticas, al estilo de las verdades geométricas. Muy cómodo. Desde los tiempos de Platón, los filósofos han envidiado las certidumbres de los geómetras. No puede entonces resultar sorprendente que este cuento de la filosofía como análisis conceptual fuera bien recibido en el camino que va de Oxford a Berkeley, con numerosas estaciones intermedias.
Las dificultades, empero, no tardaron en surgir. Por un lado, por mucho que se esforzaron los filósofos, no consiguieron analizar realmente ni un solo concepto. (A comienzos de siglo, había un patente optimismo respecto de las perspectivas de analizar [el artículo determinado] “el”, pero se desvanecieron.) Peor todavía: los argumentos producidos por los filósofos analíticos eran –a menudo involuntariamente— risibles. Los ejemplos son legión, y algunos, legendarios. He aquí dos que esperobastarán para hacerse una idea. (Hay que subrayarlo: ninguno de los dos es invención mía. El segundo procede de Hughes, y he oído atribuir el primero a un filósofo por lo demás perfectamente respetable, cuyo nombre me impide revelar la caridad.) Primer argumento: el asunto es si hay vida después de la muerte, si se sobrevive a la muerte, y el argumento trata de mostrar que no puede ser. “Supóngase que un avión con diez pasajeros a bordo se estrella y, de los diez, mueren siete. Entonces lo que diríamos es que tres pasajeros sobrevivieron, no que diez pasajeros sobrevivieron. QED.” Segundo argumento: el asunto es si las personas son idénticas a sus cuerpos. “Suponga que usted vive con Bob… que entró en coma el miércoles… Suponga que un amigo llama el jueves y dice: ’Necesito hablar con Bob: ¿sigue en Inglaterra?’ Usted, naturalmente, podría contestar: ’Sí, pero está en coma’. Ahora, manteniendo el hilo de la historia anterior, suponga que Bob hubiera muerto. Cuando el amigo dice: ’Necesito hablar con Bob: ¿sigue en Inglaterra?’, ¿acaso contestaría usted: ’Sí, pero ha muerto’, aun a sabiendas de que el cuerpo (muerto) de Bob todavía existe y sigue en Inglaterra?”. Presumiblemente, no; así que, de nuevo, QED. Bien, yo mismo no creo que haya vida después de la muerte, ni creo que las personas sean idénticas a sus cuerpos. Mas, sea ello como fuere, estos argumentos me resultan risibles; la dialéctica se ahoga en carcajadas. Si, como parecería, la concepción de la filosofía como análisis conceptual bendice este tipo de lances, la cosa no ofrece duda: hay algo aquí que funciona rematadamente mal. Hasta aquí la primera etapa.
II
Segunda etapa: Quine. En 1953, W.V. Quine publicó un artículo titulado “Dos dogmas del empirismo”. Fácilmente el texto más influyente de esa generación, sus reverberaciones se hacen sentir todavía cuando los filósofos discuten sobre la naturaleza de su propia empresa. In nuce, Quine sostuvo que no hay distinción (inteligible, sin petición de principio) entre verdad “analítica” (linguístico/conceptual) y verdad sobre asuntos de hecho (sintético/contingente). En particular, que no hay proposiciones a priori, necesarias (salvo, tal vez, las de la lógica y las matemáticas). El blanco al que apuntaba Quine era sobre todo la tradición empirista en epistemología, pero sus conclusiones tocaban de lleno al programa de la filosofía analítica. Si no hay verdades conceptuales, tampoco hay análisis conceptuales. Si no hay análisis conceptuales, los filósofos analíticos corren el riesgo de terminar en el desempleo metodológico.
Si Quine anduvo o no en lo cierto, es cuestión que todavía provoca vigorosas discusiones filosóficas. En realidad y a despecho de su enorme influencia, no hay consenso general sobre el carácter supuestamente concluyente de los argumentos contenidos en “Los dos dogmas”. (Así es la filosofía.) Baste con esto: desde Quine, el análisis conceptual ha perdido un fundamento plenamente creíble. Eso no quiere decir que todo el mundo dejara de practicarlo. Al contrario: a menudo se sugiere que Quine tenía que estar equivocado, porque análisis conceptual es lo que hacen los filósofos analíticos, y algo harán éstos cuando lo practican. Eso salvó la cara, pero, por doquiera se mirara, se advertía conciencia de culpa. Así anduvieron las cosas durante varias décadas.
III
Tercera etapa: Kripke. La vía de salvación de la filosofía analítica frente a los enojosos obstáculos levantados por Quine pasa por construir alguna noción propia y específica de necesidad que no presuponga la noción de verdad conceptual. Sería estupendo encontraralgún vínculo estrecho entre necesidad, así construida, y apriorismo. Eso podría explicar la accesibilidad de esas necesidades al equipo epistémico de que disponen los filósofos profesionales: un poco de sentido común y tres o cuatro años de estudios de posgrado. Llegamos al punto crucial. Kripke ha realizado contribuciones importantes a varias áreas de la filosofía, incluida la interpretación de la lógica modal. (No pregunten.) Ha sometido a revisión radical las ideas otrora comunes sobre la semántica de los nombres propios. Ha patrocinado la reviviscencia de un programa esencialista en metafísica que se remonta a Aristóteles y a la Escolástica. Hay más, pero es todo material de gran calibre técnico; si les interesa, encontrarán exposiciones leederas en el libro de Hughes.
Lo que aquí interesa es esto: Kripke puede leerse como una aportación a la noción misma de necesidad que se precisa para rehabilitar la práctica analítica y salvar a los filósofos analíticos posteriores a Quine. Tal es, en efecto, la manera en que Hughes lo lee:
“Durante buena parte de la primera mitad del siglo XX, la modalidad [id est, la necesidad] tuvo un papel relativamente marginal en la filosofía analítica. Kripke contribuyó a su ’desmarginalización’ más que ningún otro filósofo analítico. Y lo hizo… enfrentándose vigorosa y eficazmente a las preocupaciones de Quine … e introduciendo asuntos modales en varios debates filosóficos centrales… La ’remodalización’ de la metafísica y de la filosofía del lenguaje puede entenderse retrospectivamente como la contribución más importante de Kripke a la filosofía del siglo XX. Quienes, como estudiantes, aprendimos filosofía con profesores quineanos, vemos a Kripke como un filósofo que, prácticamente en solitario, transformó el paisaje filosófico.”
Es verdad, pero con una reserva. No es que la filosofía analítica prekripkeana marginara la modalidad. Es más bien que dio por sentado que las proposiciones necesarias surgen del análisis de los conceptos (o de las palabras, o de ambos). Esa es la tesis que parece haber socavado Quine, dejando a los filósofos analíticos con sólo dos opciones, a cuál más insatisfactoria: o abandonar el análisis, o proseguirlo al raso, sin una idea creíble de su propia metodología. Kripke pareció aliviarlos de ese dilema. No puede extrañar que la filosofía analítica se enamorara perdidamente de él.
La idea básica es como sigue. Se abandona la tesis tradicional, según la cual las proposiciones necesarias son lingüísticas o conceptuales, y se la substituye por una noción metafísica de la necesidad. La filosofía tiene que reconocer no sólo el mundo real en que vivimos, sino también una plétora de “mundos posibles”. El mundo real es él mismo posible, huelga decirlo; pero también lo es el mundo que es exactamente igual que éste, salvo porque el señor Jaime (un gato casero que está ahora mismo echando una cabezadita) está despierto y a la caza de un ratón. Análogamente, hay mundos que son exactamente iguales que el nuestro, salvo que no hay nadie en ellos, y mundos exactamente iguales al nuestro, pero sin el presidente Bush. De manera parecida, hay mundos (estupendos, nuevos) en los que yo percibo los derechos de autor de Foucault, y él, los míos. Y así sucesivamente. Obsérvese, no obstante, que no hay ningún mundo posible en el que 2+2=5; y ninguno en el que los solteros estén casados; y ninguno en el que Jorge V reine durante menos de un lapso de tiempo. Así, dada esta ontología, podemos necesariamente identificar las proposiciones verdaderas con las proposiciones que son verdaderas en cualquier mundo posible, y las proposiciones contingentes con las que son verdaderas en algunos mundos posibles pero no en todos. Diríase que disponemos ahora de una noción no-conceptual de necesidad. Mientras que solía entenderse la práctica de la filosofía analítica como traza de relaciones entre conceptos, ahora se entiende como traza de relaciones entre mundos posibles.
Un breve ejemplo bastará para mostrar cómo se supone que funciona esto. Hace algunos años, Hilary Putnam planteó la siguiente cuestión, a la que la filosofía analítica no ha dejado de dar vueltas desde entonces: supongamos que alguien descubriera un tipo de material que, a primera vista, fuera como el agua (húmedo, claro y potable, que se congelara a 0 grados centígrados, disolvente del azúcar, extintor de incendios, etc.), pero las moléculas del cual tuvieran una estructura química distinta de H2O (’XYZ’, por convención). Se nos invita ahora a consultar con nuestras intuiciones: ¿es agua XYZ? Si no, ¿por qué no? La intuición canónica es que XYZ no es agua porque estar compuesto de H2O es una propiedad esencial del agua; cualquier cosa que sea una muestra de agua es ipso facto una muestra de H2O, y ninguna otra cosa podría serlo. (Inquietante estorbo para los esencialistas: no todo el mundo posee la intuición canónica; en realidad, algunos hasta lo proclaman vocingleramente, y tal vez no les falte razón para hacerlo. Pero se allanará mi exposición si ustedes se allanan también de buen grado a ignorar eso por ahora. Siempre estarán a tiempo, luego, de cambiar.)
Concedida la intuición, se siguen de ella cosas harto interesantes, y en particular, cosas modalmente interesantes. Por ejemplo: si es verdad que nada que no sea H2O puede valer como agua, entonces el agua es H2O en cualquier mundo posible (más precisamente, en cualquier mundo posible en que la haya). Esto es, dadas las intuiciones modales, es necesario que toda agua, y sólo el agua, sea H2O, conforme a la construcción metafísica de la necesidad. Obsérvese, además, que esta verdad necesaria está disponible a priori; en ningún momento del curso de su descubrimiento tuvo que levantarse la filosofía del sillón en que la encontró. Con todo, se precisa aquí cierta cautela. Lo que es a priori es la proposición hipotética: “Si muestras de agua son muestras de H2O, y ninguna otra cosa lo es, entonces es necesario que el agua sea H2O”. En cambio, no es a priori que las muestras de agua sean muestras de H2O; al contrario, eso no es sino una de esas mugrientas generalizaciones que los químicos descubren inductivamente en sus hediondos y ruidosos laboratorios. Se aprecia aquí una gratificante división del trabajo: los químicos lidian con ardua carga, los filósofos, con arduo pensamiento. De la investigación empírica resulta claro que el agua es H2O en cualquier mundo posible compatible con la química. Lo que resta a los filósofos es determinar si el agua es H2O en cualquier mundo posible tout court. Presumiblemente, nuestras intuiciones modales deciden, si es que algo decide; diríase que ellas son todo lo que queda por aclarar, cuando los químicos ponen fin a sus investigaciones. Por eso no es sorprendente que, en la práctica, los filósofos analíticos descuenten como seguro que nuestras intuiciones no son falibles.
Todo eso tiene ramificaciones hacia todo tipo de direcciones; el libro de Hughes les introducirá en ellas. Baste aquí, una vez más, con limitarse a las implicaciones metodológicas. En la situación pre-Kripke, se suponía que los filósofos se afanaban en revelar verdades necesarias, a priori, a las que llegaban merced al análisis de palabras y conceptos. El ataque de Quine resultaba amenazante para ese proyecto. Si no hay verdadesconceptuales, entonces, a fortiori, no hay verdades conceptuales sobre las que la filosofía pueda reflexionar. Pero hete aquí que Kripke entra al rescate: en todo caso, hay una muchedumbre de necesidades metafísicas. Y, según hemos visto, las necesidades metafísicas pueden descubrirse a priori mediante el examen de las intuiciones filosóficamente pertinentes. Sin embargo, no hay intuiciones sobre relaciones entre conceptos: lo que hay son intuiciones modales sobre qué es posible y qué no. La filosofía analítica, así pues, estaría haciendo lo correcto –análisis—, pero por razones equivocadas. Sentado eso, puede dejarse tranquilamente de lado cualquier remordimiento, y todo el mundo puede volver a hacer lo que aprendió a hacer en la facultad. Refocilamiento general en la comunidad filosófica. Sobre poco más o menos, así ve Hughes la presente situación metodológica. Yo diría que esa es probablemente la opinión de la mayoría.
Yo dudo mucho de que sea sostenible. El significado de la obra de Kripke ha sido, en este respecto, sobreestimado por mucho. Si la filosofía analítica tenía problemas metodológicos antes de Kripke, sigue teniendo los mismos problemas ahora, y por las mismas razones. Un par de cosas aún, para terminar.
Un tipo de cuestión que no se plantea con la suficiencia insistencia es: ¿de qué o sobre qué son intuiciones las intuiciones modales? Considérese, por ejemplo, la intuición de que el agua es necesariamente H2O. ¿Cómo han de ser las cosas para que esto sea verdadero? ¿O falso? ¿Qué es lo que lo “hace verdadero”, para servirnos de la jerga filosófica? Una respuesta viene a la mente en la vista de la anterior discusión, pero no sobrevive a la reflexión: “Para que el agua sea necesariamente H2O, el agua tienen que ser H2O en todo mundo posible. Para que el agua no sea necesariamente H2O, tiene que haber mundos posibles en los que haya H2O pero no agua (o agua, pero no H2O). Todo eso se sigue de la noción kripkeana de necesidad, y no es problemático. Así que no hay de qué preocuparse”. Yo sospecho que todo es correcto hasta donde llega; como ya se observó, no es sino una consecuencia de definir “necesariamente verdadero” como “verdadero en todos los mundos posibles”.
Pero la cuestión que yo trataba de plantear no era: “¿qué es lo que, en punto a mundos posibles, hace necesario que el agua sea H2O?”. Mi cuestión era: “¿Qué es lo que, en punto a agua, hace necesario que el agua sea H2O?”. Tiene que haber algo del agua que lo haga, porque, nótese bien, hay una muchedumbre de materiales para los que el correspondiente aserto modal sería falso. Tomemos, por ejemplo, la Coca Cola; se comporta de manera harto distinta del agua en contextos modales. Supóngase que XYZ es la fórmula de la Coca Cola (tengo entendido que la guardan en una caja fuerte de Atlanta). Así, cada muestra (real) de Coca Cola es una muestra de XYZ y viceversa. De aquí no se sigue que “Coca Cola es XYZ” sea verdadero en todo mundo posible. Al contrario: la gente de Coca Cola podría cambiar la receta mañana si le viniera en gana, y no cabe duda de que hay mundos posibles en los que lo hace. El nuevo material seguirá siendo Coca Cola si dicen que lo es. Análogamente, mutatis mutandis, con la neblina tóxica. Toda muestra de neblina tóxica es una muestra de CO2 y quién sabe qué más; pero eso es sólo contingentemente verdad. Tal vez mañana encontrarán una manera de contaminar el aire usando XYZ. Entonces, ceteris paribus, y de acuerdo con mis intuiciones modales, lo correcto sería decir que han encontrado una nueva manera de generar neblina tóxica, no que han descubierto una manera de generar algo que parece neblina tóxica pero no lo es.
Así pues, ¿cuál esla diferencia entre el agua, por un lado, y la Coca Cola y la neblina tóxica, por el otro, que da cuenta de las diferencias modales? A mí sólo se me ocurre una respuesta: si el agua es realmente H2O, entonces “agua es necesariamente H2O” es algún tipo de verdad conceptual. La idea (aceptada de una u otra forma por muchos filósofos analíticos) es que “agua” es el concepto de una “clase material”. Lo que resulta especial en el caso de las clases materiales es que la posibilidad de que haya cosas de ese tipo depende de las cosas reales que haya de ese tipo. En efecto, la clase se define por relación con sus casos reales. Así, el agua es una clase material porque a toda muestra de la misma se le exige ipso facto tener la misma microestructura que las muestras reales. De lo que se sigue que, si el agua es H2O en este mundo, es H2O en todo mundo posible. Se sigue también que las muestras de XYZ no podrían ser muestras de agua aun si parecieran serlo. Compárese con la neblina tóxica. Lo que las posibles muestras de neblina tóxica tienen en común con muestras reales de neblina tóxica no es aquello de que están (estarían) hechas, sino el modo en que afectan (afectarían) a nuestros ojos, a nuestro nariz, a nuestra garganta o a nuestra mirada. En una palabra: si K es el concepto de una clase material, y cualquier cosa real sobre la que verse K está hecha de n materiales, entonces es necesario que cualquier cosa sobre la que verse (o pudiera versar) K esté hecha de n materiales. Hasta dónde puedo colegir, eso es más o menos lo que sostiene Hughes. Dice: “Si resultara que sólo los filósofos se resistieran a clasificar XYZ como agua, yo estaría dispuesto a ceder en este uso a la mayoría no filosófica y a decir que “agua”, como “pegamento”, no es el nombre de una clase con una esencia química”. Yo sospecho que lo que pasa es que, pensando que Kripke ha refutado a Quine, Hughes se siente libre para abordar el estatus modal de “agua es H2O” como si estuviera lingüísticamente (conceptualmente) determinado. Así que, después de todo, es nuestra comprensión de los conceptos (o nuestro dominio del lenguaje) lo que garantiza la intuición modal de que, necesariamente, “agua es H2O”. Como en los viejos tiempos, realmente.
Llegó el momento de sacar la moraleja, que en mi opinión es ésta: a despecho de una muchedumbre de asertos en contrario, no puedes zafarte de la tupida red tendida por Quine con una simple noción metafísica de necesidad. No, desde luego, si esta última se funda en intuiciones sobre los mundos posibles que hay. Pues es precisa alguna que otra explicación de qué hace que esas intuiciones sean verdaderas (o falsas), y hasta donde yo puedo colegir, los únicos candidatos son hechos sobre conceptos. Es el “agua” como concepto de una clase material lo que funda la intuición de que el agua es necesariamente H2O. Muy bien; pero si Quine no anda errado y no hay hechos tales sobre conceptos, entonces no hay nada en qué fundar las intuiciones modales. Por consiguiente, si la metodología de la filosofía analítica carecía de fundamentos antes de Kripke, sigue sin tenerlos.
Traducción para www.sinpermiso.info: Antoni Domènech
Enseña filosofía y psicología en la Rutgers University. Realiza la crítica filosófica en el bimensual británico The London Review of Books.
Fuente: http://www.kaosenlared.net/noticia/85880/donde-va-filosofia-analitica
SPAIN. Marzo de 2009
hacia ningun lado…estamos en la epoca de las interpretaciones de las culturas…
KANT, ARISTOTELES, LA EXPERIENCIA, EL CONOCIMIENTO
Sin lugar a dudas, Kant da principio a su obra cumbre con las mismas ideas con que Aristóteles da inicio a su obra “Metafísica”: las percepciones. A estas impresiones Kant las llama objetos, base de la experiencia. No falta aquí el actuar del sentido de la visión. Este sentido es clave en Filosofía y en Metafísica; sin éste, es imposible conocer estas ciencias. Las percepciones avivan este sentido; Kant lo afirma cuando dice: “…si no fuera por los objetos que, excitando nuestros sentidos de una parte…”
Manejando este criterio, no obstante, hace una diferencia entre experiencia y conocimiento puro, refiriéndose, en este último caso, al conocimiento cuya fuente está más allá de la experiencia. Nos habla de sumarle las impresiones sensibles emanadas de la fuente (el Espacio) parte de nuestra facultad de conocer, ayudando de esta manera a la creación de algunos conceptos y formas; o sea que nos apoyamos en una idea y la reforzamos con otras extraídas de una experiencia adyacente emanada de otras informaciones. He aquí un nudo nada fácil de soltar; por tal razón Kant dice: “…y que no podamos distinguir este hecho hasta que una larga práctica nos habilite para separar esos dos elementos.” No sólo en lo referente al conocimiento a priori y al empírico (todo conocimiento a priori termina convirtiéndose en empírico), pues se necesita de mucha atención, mucha afinación del “oído” para separar las dos clases de conocimiento, sino también en lo de sumarle otras ideas al conocimiento puro a fin de volverlo más comprensible. Algunos investigadores de esta ciencia afirman que no se le agrega ninguna idea al conocimiento a priori a fin de volverlo más patente, sino que él mismo, al ir apareciendo, se va haciendo más diáfano. Aquí también aparece el nudo que conduce a la duda. Kant dice, al respecto: “las impresiones excitan nuestros sentidos, produciendo por sí mismas representaciones e impulsan nuestra inteligencia a comparar estas representaciones entre sí, enlazándolas o separándolas, y de esta suerte componer la materia informe de las impresiones sensibles…” Así se descubre la Metafísica, se observa la escena filosófica.
En Kant, esta distinción entre conocimiento a priori y conocimiento empírico es de suma importancia, tan es así, que toda su obra gira en torno a este juicio. Su propósito era darle el sentido de realidad a la Metafísica, despejar cualquier duda al respecto; quiso siempre demostrar su existencia. Es él un convencido de esta realidad, pero reconoce la duda en los antifilósofos, quienes intentan por todos los medios “deshacerse” de Aristóteles. Kant sale en su defensa con su obra cumbre “Crítica de la Razón Pura”, apoyándose en un punto sustancial, el Espacio; es decir le da un lugar de origen al conocimiento a priori. Con relación a la importancia puesta por él en este punto, dice: “Es, por tanto, a lo menos, una de las primeras y más necesarias cuestiones, y que no puede resolverse a simple vista, la de saber si hay algún conocimiento independiente de la experiencia y también de toda impresión sensible. Llámese a este conocimientos a priori, y distínguese del empírico en que las fuentes del último son a posteriori, es decir, que las tiene en la experiencia.”
Todo este desbordamiento de ideas en torno al conocimiento, a la experiencia metafísica, lo inicia Aristóteles de la siguiente manera: “En los hombres la experiencia proviene de la memoria. En efecto, muchos recuerdos de una misma cosa constituyen una experiencia. Pero la experiencia, al parecer, se asimila casi a la ciencia y al arte.” En comparación con este planteamiento aristotélico, Kant se anticipa, buscando puntos de apoyo para sustentar la Metafísica. Sabe a lo que se refiere su “maestro”, Aristóteles; conoce el arte y la experiencia, fundamentales para entrar en la Metafísica, en la Filosofía; sin estos dos componentes no se puede ganar ninguna batalla; es lo expresado por Aristóteles. Kant maneja lo referente a la experiencia en un plano anterior al usado por Aristóteles, aplicándole a este concepto el término conocimiento puro. Este conocimiento puro o a priori, transformado en conocimiento empírico o a posteriori, lo titula objetos, correspondientes a “muchos recuerdos de una misma cosa” utilizados por Aristóteles, donde cosa es objeto. Tenemos aquí, entonces, que a Kant le interesa más el conocimiento puro y el componente Espacio; a Aristóteles, la experiencia, término indispensable para el avance firme; tan es así, que su análisis marca el derrotero para todo proceso, caso único y veraz; quienes se ajustan a él, no sufren derrotas y aprenden a distinguir los tiempos con exactitud aun en el interior con respecto a las sustancias sensibles reconocidas de manera total, sin adelantarse ni atrasarse, sin tomar rumbos adversos, sino dirigido todo bajo la ley y el orden. Con relación a esto, Aristóteles dice: “…y se observa que hasta los mismos que sólo tienen experiencia consiguen mejor su objetivo que los que poseen la teoría sin la experiencia. Esto consiste en que la experiencia es el conocimiento de las cosas particulares, y el arte, por lo contrario, el de lo general.” El cúmulo de experiencias constituye el arte; eso es lo expresado por Aristóteles; el arte para actuar, para defenderse; esquivar las flechas, las propuestas indecorosas como los sobornos; sin arte, se pierde la batalla, de eso no debe quedar la menor duda. El arte se asemeja mucho a la inteligencia y a la astucia. En este sentido el arte depende de la experiencia. El arte, además, representa al sujeto competidor, por eso Aristóteles dice: “Porque no es al hombre al que cura el médico, sino accidentalmente, y sí a Calias o Sócrates o a cualquier otro individuo que resulte pertenecer al género humano.” El arte debe servir también para la paz; curar a Sócrates, a Calias o a cualquier otro personaje de este tipo (héroes) se traduce en paz, si bien toda enfermedad corresponde a la guerra; es decir, toda guerra es una enfermedad, eso es categórico. En esta proposición Aristóteles hace una distinción entre hombre e individuo del género humano, donde aquél es inferior a individuo del género humano, ubicando a éstos entre los héroescomo Sócrates y Calias. Siendo inferior el hombre, corresponde a lo particular, y el cúmulo de éstos constituye al héroe, o sea a Sócrates, mismo Cristo. Sócrates es lo general; si se cura él, se cura a los hombres, lo particular. Sócrates, en este caso, representa el arte; Sócrates es un cúmulo de experiencias. Con esto, Aristóteles coloca el punto sobre las íes, dándole la verdadera significación al sujeto, teniendo lo cual un valor tan significativo como el correspondiente a Espacio y a conocimiento a priori manejados por Kant. Cualquier investigador de estos temas sabe de la importancia trascendental de estos juicios; son como dos faros en la Filosofía. Desafortunadamente, esto no lo saben los antifilósofos.
fragmento del libro: LA REAL METAFISICA, autor: ANTONIO RAMOS MALDONADO