Según Zubiri, los cuatro «productos gigantescos del espíritu humano» son la metafísica griega, el derecho romano, la religión de Israel y la ciencia moderna.
INVIERNO de 1831. Está amaneciendo cuando el ‘HMS Beagle’, de la Marina Real Británica, zarpa del puerto de Plymouth. Viaja a las costas patagónicas en misión geográfica. A bordo va un muchacho de 22 años con lápices, cuadernos. y una inteligencia tan libre y tan poderosa, que las observaciones que hará durante el viaje cambiarán la concepción del mundo. Pero él aún no lo sabe; sólo se propone conocer la naturaleza del otro lado del planeta. El jueves de la próxima semana se cumplirán doscientos años del nacimiento de aquel joven. Su nombre, Charles Robert Darwin, figura en el altar mayor de la historia de la Ciencia. Emociona visitar su tumba en la Abadía de Westminster. Evocar su vida y su obra durante el bicentenario de su nacimiento, será una fiesta para el espíritu. Ayer empezó a celebrarla, en esta misma página, mi amigo y colega Federico Soriguer.
Según Zubiri, los cuatro
«productos gigantescos del espíritu humano»
son la metafísica griega, el derecho romano, la religión de Israel y la ciencia moderna. Admira al cristianismo, por haber sido capaz de asumir los tres primeros. Y guarda silencio sobre la Ciencia. Es difícil pronosticar hasta qué punto serán compatibles algunas creencias religiosas y algunos conocimientos científicos. A conseguirlo se dedica la Iglesia, al menos desde Juan XXIII. El propio Darwin dejó la puerta abierta al afirmar:
«Me siento obligado a creer en una ‘primera causa’ dotada de espíritu inteligente, análogo de alguna manera al humano. Por ello creo merecer la denominación de teísta».
En 1859 (otra efeméride para celebrar) se publicó ‘El origen de las especies’, cuya edición se agotó en unas horas. Todo un éxito, pero también todo un escándalo para la Iglesia. Darwin describía la incesante transformación de las especies mediante leves cambios generacionales. Igual que la especie humana, sometida al problema de la alimentación (Malthus), los animales y las plantas luchan por sobrevivir. La naturaleza selecciona a los que mejor se adaptan al medio. El combate es tan feroz y la selección tan rigurosa, que cualquier variación ‘útil’ permite sobrevivir al grupo, pereciendo los más débiles. Darwin rompe la imagen de una naturaleza bondadosa creada por un Dios bondadoso. Para colmo, doce años después sugiere que la especie humana podría ser evolutiva a partir de otros primates. ¡El Génesis cuestionado! El integrismo le considera un hereje, idea que llega hasta el siglo XX: en 1909 la Universidad de Barcelona expulsó a un catedrático por celebrar con sus alumnos el primer centenario de Darwin.
Tres siglos tenebrosos preceden a Charles Darwin, exactamente los que siguieron al Concilio de Trento. La nómina de mártires de la Ciencia es impresionante: García de Orta, Giordano Bruno, Campanella, Maldonado, Galileo… El papa Juan Pablo II pidió perdón por los errores de la Iglesia (aunque en el caso de Galileo la declaración oficial fue decepcionante). Hoy reservamos la fe para Dios y la religión, mientras que la razón y la ciencia se encargan de explicar el mundo. Una tregua inteligente. En el último siglo, los sistemas comunistas y nazis han jugado para la Ciencia el siniestro papel de una nueva Inquisición.
Escribe Darwin al final de su vida:
«Mi trabajo se basó en mantenerme libre de prejuicios desechando cualquier hipótesis, por sagrada que fuera, en cuanto los hechos la desmentían».
Una buena autodefinición del científico. Se lamentaba Cajal del sesgo de la cultura española:
«Esta singular manera de discurrir consistente en explorar nuestro propio espíritu para descubrir en él las leyes del universo, me inspira conmiseración y disgusto. La otra vía, la científica, parece estarnos vedada: observar lo que nos rodea y hallar métodos que nos permitan profundizar en esa observación ».
Es como si, en su añoranza, estuviera pensando en Darwin.
Fuente: http://www.diariosur.es/prensa/20090207/opinion/siglos-darwin-20090207.html
Andalucía, Spain. Domingo, 08 de febrero de 2009