En Foco Antes de Eros y civilización y El hombre unidimensional, antes de ser el héroe de la nueva izquierda de los años 60, Herbert Marcuse reflexionó y actuó en contra del fascismo y el nazismo, a los que consideraba más como parte de los dispositivos del capitalismo que como acontecimientos aislados o excepcionales. Tecnología, guerra y fascismo recoge estos textos de los años 40 que le hablan a un presente europeo y en cierta medida global, tremendamente inquietante.
Conviene ser claros en algo: el fascismo no se acabó con la caída de Mussolini o la muerte de Hitler. Ese corte histórico funciona mejor como una anécdota que como un dato efectivamente real, comprobable en el mundo contemporáneo. El surgimiento de figuras como Trump o Bolsonaro, o incluso el avance de la extrema derecha en Europa (Inglaterra, Francia, otra vez: Alemania e Italia) no pueden ser casualidades o meras circunstancias. Hay algo operando en la lectura de la historia que va más allá del corto plazo, algo que debería permitirnos leer este tipo de avances y darles un contexto. El problema siempre ha sido quedarnos con la idea de apariciones espontáneas o pretendidos “giros” que tienen un componente metafórico propio de lo súbito: ¿no habría que leer esos fenómenos en función de una lógica que habilita ese tipo de formas de gobierno? El libro que acaba de publicar Ediciones Godot, Tecnología, guerra y fascismo, del filósofo alemán Herbert Marcuse (1898-1979) podría funcionar como una clave interpretativa que, lejos de hablar de un mundo perimido, interpela al monstruo más terrible de todos: nuestro presente.
Marcuse siempre ha quedado como una figura un tanto exterior al núcleo duro de la Escuela de Frankfurt. Mientras que Max Horkheimer y Theodor Adorno han pasado a ser los nombres de referencia más inmediata en los avatares del Instituto de Investigaciones Sociales, nombres como Erich Fromm, Franz Neumann o Friedrich Pollock quedan claramente opacados, puestos en una segunda línea. Incluso, es más fácil poner en la lista de intelectuales de la Escuela a alguien como Walter Benjamin, quien nunca formó parte de manera oficial del Instituto, antes que al propio Marcuse. Y es que, como bien detalla la larga introducción de Douglas Kellner a esta colección de trabajos de los años ’40, Marcuse pasó de ser cercano al director del grupo, Horkheimer, a ser lentamente desplazado por la injerencia de Theodor Adorno. Resultado, claro está, de esas clásicas conspiraciones a las cuales ningún espacio académico es ajeno.
Roto su vínculo con Horkheimer y Adorno, y ubicado en suelo norteamericano debido a la huida de estos intelectuales de la Alemania nazi, Marcuse se dedica, durante un número importante de años, a trabajar como analista senior dentro de la Oficina de Información de Guerra (OWI, según sus siglas en inglés). Ingresando en 1942, su principal tarea fue la de analizar a la sociedad fascista alemana en términos sociológicos y filosóficos para poder construir una campaña de contrapropaganda tanto en Estados Unidos como en Europa. El rol de “informante” siempre le pesó a quien luego sería un autor obligatorio para los movimientos de la Nueva Izquierda de las décadas de los ’60-’70, aunque habría que decir que más le molestó a sus defensores que al propio Marcuse. Él entendió que, en ese contexto, la guerra era contra el fascismo, y estaba orgulloso de haber tenido su lugar dentro de la contienda. Desde esa posición, sus análisis se convirtieron en documentos vitales para la acción de la inteligencia de los Aliados contra el fascismo, lo cual revela la idea que tenía Marcuse de una filosofía apegada a cierto modo de la praxis. Algo que para Adorno resultaría un acto de la más pura y peligrosa barbarie.
El análisis de Marcuse de la sociedad fascista resalta la importancia del vínculo con ciertos elementos del capitalismo para poder entender la emergencia de este tipo de lógica política. El nazismo no sería, entonces, el rechazo del mercado libre y la competencia, sino un modo de consumación, de cristalización de esa característica. En “Algunas implicaciones sociales de la tecnología moderna”, único texto de este libro publicado en vida, Marcuse distingue entre “tecnología” y “técnica” para poder comprender a Hitler y compañía. La “tecnología” sería tanto la “técnica” (el “aparato técnico de la industria, el transporte y la comunicación”) como los propios individuos y el orden social que rige sus vinculaciones. O sea, “tecnología” es tanto las cosas como el pensamiento que hace que las cosas encuentren su lugar en el mundo, su modo de ser operadas o el orden político en el cual emergen. Es así que, en un sentido estricto, la centralidad de la “eficiencia” que parece propia del mundo de las máquinas se convierte en un principio de organización social que presenta cambios en el conjunto y a nivel individual. En pos de esa eficiencia, cada sujeto tiene que abandonar rasgos de su personalidad y amoldarse a una correcta operatividad general: la idea de la “máquina social” ha tomado forma. Ese tipo de construcción ideológica se contrapone a la defensa de los ideales de la autonomía propios del iluminismo y la razón occidental: la racionalidad se convierte en lo irracional, en la barbarie fascista, por seguir sus propios mandatos, desatenta a la capacidad crítica de lo humano y abrazando el tipo de racionalidad tecnológica que se impone en el fascismo. Así, el Estado se convierte en un medio para poder llegar a su propia anulación: en la sociedad fascista, existe un dominio directo de la burguesía poderosa sobre el resto de los individuos, los cuales se encuentran ahora sometidos a la idea de supervivencia del más apto propia de los principios de la competencia del libre mercado. La burocracia es menos una parte central del orden estatal que un grupo de especialistas que cumplen las órdenes de ese capital imperialista, transnacional y salvajemente sistemático.
Para Marcuse, ese panorama no va a cambiar terminada la Segunda Guerra. En el clima de la Guerra Fría, anota en un trabajo inédito, casi un apunte, sencillamente denominado “33 tesis”, una visión horrorosa del mundo que se abrió “caído” el fascismo. Por un lado, el bloque soviético tiende a la restricción de cualquier tipo de desarrollo individual de los sujetos a los fines de organizarse contra el enemigo, mientras que los países que conforman el bando contrario, más temprano que tarde, adoptan modos propios de un “neofascismo”, el cual comprueba la dialéctica represora del orden capitalista. Nada o casi nada ha quedado de lo mejor de las democracias liberales, repartidas sus características entre dos bandos que, por diversas razones, resultan ajenos a cualquier idea de revolución.
Artículos, cartas, anotaciones, ideas: el material reunido en Tecnología, guerra y fascismo permite ver a un Herbert Marcuse previo a sus textos más recordados (como Eros y civilización, de 1955, o El hombre unidimensional, de 1964) pero con un conjunto de observaciones que llegan a una claridad deslumbrante con respecto a un paisaje por demás oscuro. El fascismo no es un acontecimiento, sino algo que anida en el capitalismo: uno y otro se necesitan y, a la larga, derivan en lo mismo, la sociedad tecnológica. Valores como la eficiencia, el orden, la correcta ejecución y la competencia tomada como algo “natural” no son cosas nuevas en nuestro atribulado mundo de extrema derecha. Forma todo parte del mismo juego, del mismo tipo de pensamiento, de la misma penumbra.
Notas
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/213877-volver-a-marcuse-como-el-pensador-de-las-sociedades-autorita
25 de agosto de 2019. ARGENTINA