El pensamiento aristotélico fue considerado por Ortega un ejemplo de demagogia filosófica en tanto que aparece como el adalid del sentido común.
El fantasma de la demagogia recorre el mundo democrático. En el otro, el totalitario, siempre está instalada en el poder. En buena medida, pues, está asolando a Occidente y a Europa y, especialmente, se está cebando en España, de modo singular desde los acontecimientos que siguieron al atentado del 11-M de 2004 y el gobierno posterior de José Luis Rodríguez Zapatero. Por ello, es menester repasar cómo han valorado la demagogia algunos de nuestros más importantes pensadores.
Sabido es que la demagogia ya fue calificada por Aristóteles como la degeneración de una de las formas de gobierno que consideró. Recuérdese que trató de la monarquía, aristocracia y democracia como tipos básicos de organización política a los que asignó tres correspondientes degeneraciones: tiranía, oligarquía y demagogia. Para el de Estagira, el sentido profundo de la demagogia era la falta de escrúpulos y su preferencia porque se gobernara no con respeto a la ley sino con apelación a una presunta autoridad emanada directamente de un pueblo halagado y jaleado.
Lo dijo con claridad en su Política:
Otra forma de democracia es en lo demás igual a esta, pero es soberano el pueblo y no la ley; esto se da cuando los decretos son soberanos y no la ley. Y esto ocurre por causa de los demagogos. Pues en las ciudades que se gobiernan democráticamente no hay demagogos, sino que los ciudadanos mejores ocupan los puestos de preeminencia; pero donde las leyes no son soberanas, ahí surgen los demagogos.
No se olvide desde el principio que el pensamiento aristotélico fue considerado por Ortega un ejemplo de demagogia filosófica en tanto que aparece como el adalid del sentido común al que los demagogos apelan prefiriendo el simplismo y huyendo de la complejidad y la dificultad que conlleva el reconocimiento y la interpretación de los hechos.
Para nuestro filósofo, Aristóteles hace “demagogia de la fehacencia aneja a los sentidos” y no comprende “cómo no se ha subrayado más este carácter demagógico, popular, del modo de pensar aristotélico-escolástico”. Su doctrina parte de la admisión que “sólo es verdad para el vulgo: la ‘evidencia’ ontológica de los sentidos. Es la criteriología de Sancho Panza. La fe en los sentidos es un dogma tradicional, una institución pública establecida en la opinión irresponsable y anónima de la ‘gente’, de la colectividad”.
Se deduce, pues, que de aquel barro viene el lodo del “lugar común” que, como modo social o colectivo que es, no es consciente; es ciego, es mecánico. En esos lugares comunes beben los demagogos que apelan al supuesto sentido común sin fundamento racional. De hecho, los más destacados errores científicos de Aristóteles fueron originados por su dependencia de la interpretación habitual de las apariencias que proporciona el sentido común. Por ejemplo, su creencia en que el “lugar natural” de las piedras es el suelo porque siempre están sobre él, según el sentido común.
Ortega, cuando hace referencia a las “borracheras demagógicas” tiene a los famosos hermanos Gracos de la historia de Roma en su punto de mira. Para nuestro pensador, los Gracos eran unos demagogos tipo. Tenían cabezas confusas de revolucionarios, que no sabían ni lo que querían ni lo que no querían. Se dedicaban a disparar todos los problemas sin resolver ninguno. “Mentes vagas, almas patéticas, atraídas teatralmente por gesticulaciones heroicas que han visto antes en los libros”, que se embriagan hablando, prometiéndolo todo y dividiendo a todos con consecuencias desastrosas.
Que España vive hoy bajo el imperio de la demagogia tras la degeneración de la democracia pretendida por la Constitución de 1978, pocos pueden dudarlo si se atiende a los hechos. La persistente tendencia a la mal llamada democracia directa, de ciudadanos, legales o no, en referendos descontrolados y descensados, la apelación sistemática a afiliados, e incluso a unos simpatizantes sin carné ni derechos o el recurso a las oscuras redes sociales, ponen en entredicho la democracia representativa.
Precisamente, para Ortega, fue la ausencia de la idea de representación política de la democracia la que condujo a Roma al desastre.
La exigencia de que el votante estuviese presente, no representado, produjo en Roma efectos tan decisivos como desastrosos. Sobre todo, el más gravé: la disociación entre la provincia y Roma. Los habitantes de ésta son, a la postre, los únicos votantes efectivos, y, en consecuencia, la única porción políticamente activa de aquel inmenso Imperio. El resto del cuerpo social no cuenta. Esto trae consigo una condensación fabulosa de politicismo en Roma, una hiperactividad francamente neurótica, formalista, sin contenido.
Dicho de otro modo, la demagogia, habitualmente propiciadora de una democracia directa fácilmente manipulable, conduce progresivamente a la disgregación de los conglomerados políticos y su vuelta a sus orígenes tribales.
Para Ortega, la demagogia moderna nace en el prólogo de la Revolución Francesa, hacia 1750. Aunque señala con una anécdota a Víctor Hugo como ejemplo de la infame demagogia que hace hablar a y en nombre de la humanidad, cree que esta costumbre “es la forma más sublime, y, por lo tanto, más despreciable de la demagogia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios límites y que siendo, por su oficio, los hombres del decir, del logos, han usado de él sin respeto ni precauciones, sin darse cuenta de que la palabra es un sacramento de muy delicada administración”.
Consecuentemente, para Ortega la demagogia es una degeneración, sobre todo, intelectual pero puede tener como consecuencia la condena de una civilización y su hundimiento. “Es, en efecto, muy difícil salvar una civilización cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos. Los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones. La griega y la romana sucumbieron a manos de esta fauna repugnante” que han producido los ejemplos más viles de la naturaleza humana.
Y añade:
Pero no es un hombre demagogo simplemente porque se ponga a gritar ante la multitud. Esto puede ser en ocasiones una magistratura sacrosanta. La demagogia esencial del demagogo está dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los verdaderos creadores. La demagogia es una forma de degeneración intelectual
La demagogia inventa la propaganda sobre las masas. Así retrata a sus primeros prácticos:
Desde las alturas de la sociedad se ve pulular en sus capas profundas una muchedumbre de hombres extraños, vestidos de sayal burdo, con una estaca en la mano y un morral al hombro, que reúnen a la gente popular y gritan delante de ella.
¿Quiénes son estos hombres?, se pregunta. Ortega da un repaso a los demagogos, diferentes en formas pero idénticos en el fondo. En la historia han sido “filósofos cínicos o semiestoicos; son sacerdotes de religiones orientales, y pronto, medio siglo más tarde, se nutrirá tan amplia fauna de los bajos fondos sociales con una casta nueva: los proselistas [I] cristianos. Todos ellos coinciden en el radicalismo de sus discursos: van contra la riqueza de los ricos, el orgullo de los poderosos; van contra los sabios, contra la cultura constituida, contra las complicaciones de todo orden. Según ellos, quien tiene más razón, quien vale más, es precisamente el que no sabe nada, el que no tiene nada, el sencillo, el pobre, el humilde, el profano”.
Ortega, pues, cree que los demagogos son los que rebajan el listón de la inteligencia, la cultura, la lógica y la verdad. Por ello, insiste en que la demagogia pretende eliminar el esfuerzo por aprender, por mejorar, por ser, mientras que la democracia exige tal esfuerzo. Puede parecer insólito pero incluso se refiere a la necesidad de los ciudadanos de conocer la ciencia de su tiempo aunque sabe que se enfrenta al hábito demagógico del mínimo esfuerzo.
Claro es que el “lector”, acostumbrado como está a que se dirijan a él demagogos —buena porción de los que hoy escriben lo son en una u otra dosis—, cree que sólo tiene derechos, que él no está obligado a nada. Pero conviene que vaya cambiando de opinión, y sobre todo de conducta, so pena de pasarlo muy mal en los años que vienen sobre nuestra especie.
Por ello, recomendaba a todos estar atentos a los cambios de la física que se producían a comienzos del siglo XX.
La demagogia trata de convertir a los ciudadanos en estúpidos cultivando su ignorancia y sus más bajas tendencias, el simplismo, el odio y el sectarismo, entre otros. La ignorancia produce estupor, una especie de agitación inmóvil ante los demagogos que parecen saberlo todo y saber de todo. Cuando el estupor se alarga en el tiempo, se convierte en estupidez que es todo lo contrario de situarse ante las cosas y pensarlas. Los demagogos se presentan como hombres de acción contra quienes recomiendan el análisis profundo de los problemas.
Se habla sólo de acción. Los demagogos, empresarios de la alteración que ya han hecho morir a varias civilizaciones, hostigan a los hombres para que no reflexionen, procuran mantenerlos hacinados en muchedumbres para que no puedan reconstruir su persona donde únicamente se reconstruye, que es en la soledad. Denigran el servicio a la verdad, y nos proponen en su lugar: mitos…Y con todo ello, logran que los hombres se apasionen, y entre fervores y horrores se pongan fuera de sí. Y, claro está, como el hombre es el animal que ha logrado meterse dentro de sí, cuando el hombre se pone fuera de sí es que aspira a descender, y recae en la animalidad.
Cuando se diviniza la pura acción, “el espacio se puebla de crímenes. Pierde valor, pierde precio la vida de los hombres, y se practican todas las formas de la violencia y del despojo. Sobre todo, del despojo”. Los demagogos son gente sin exactitud, poco escrupulosa y atropellada, precisa.
Provocación vil de contagios demagógicos
La verdadera democracia no necesita propaganda “que es siempre falsedad, juego sucio y retórica”. Y desarrolla su idea contra la demagogia proponiendo que nada de frases, farsas, “provocación vil de contagios demagógicos —nada de intolerancia—, pocas leyes, porque la ley una vez escrita se convierte en el imperio de puras palabras, que como no se pueden literalmente cumplir, obliga a la indecencia gubernamental que falsea su propia ley”.
No hay que hacerse ilusiones sobre la democracia sin más porque en su seno mismo cabalga la tiranía, que siempre alientan los demagogos. La democracia necesita de controles y contrapoderes para preservar las libertades. Por ejemplo, el mismo Aristóteles consideraba que la democracia radical era una tiranía y, ya en los tiempos más cercanos, Tocqueville, detectó esta enfermedad de la democracia consistente en conducir al despotismo de las mayorías u absolutismo mayoritario, enemigo de la libertad. Por ello, para Ortega, la idea de democracia no debe dejarse manejar por esos “párvulos del pensamiento” que son los políticos.
Pone como ejemplo lo que aconteció al extenderse la democracia en los comienzos del siglo xix. Con ella, “comenzaron los pueblos de Occidente a caer en el deletéreo poder de los demagogos —sean de izquierda o de derecha—, y como la única táctica de estos irresponsables personajes es extremarlo todo para poder alcoholizar a las masas, la conciencia de Nacionalidad, que llevaba ya dos siglos de tranquila, pacífica vida, se convirtió en programa político”. Fue el origen de los nacionalismos que, manejados por hiperdemagogos, condujeron a las guerras en Europa y más recientemente, añadimos nosotros, al terrorismo en España.
La única esperanza que nos proporciona el pensador es considerar que los demagogos tienen un mal final. De hecho, dice en referencia al fraile Savonarola, que comienzan como “santos”, devienen en “demagogos” propiamente dichos y terminan siendo “trágicos histriones”. No es mucha a tenor del sufrimiento que esta degeneración democrática produce.
Demagogia buena
Finalmente, una perplejidad y un enigma. En el tomo I de sus Obras Completas editadas por Revista de Occidente, sexta edición, Madrid, 1963, en su trabajo sobre Vieja y nueva política, Ortega se refiere a una demagogia buena que sólo han sido capaces de producir los radicales españoles, esto es, los españoles extremadamente liberales.
Dice Ortega:
No creo, es cierto, que todas las labores hechas por los radicales españoles hayan sido inútiles; ha habido algunos —que yo llamaría buenos demagogos—, en cuya vida particular yo no tengo para qué meterme, que han ejercido una función necesaria en la sociedad: han producido como una primera estructura histórica en las masas; y ésos son realmente respetables. Pero esto ocurre a alguno que a otro.
La perplejidad se deriva de la evidencia de que no justifica adecuadamente su afirmación ni indica de dónde extrae tal conclusión. El enigma perdura por cuanto hace referencia a la vida particular de algunos de estos buenos demagogos, señalando a una identidad determinada, que, sin embargo, no desvela. Dejemos su explicación y solución a los especialistas.
Notas:
[I] Ortega habla de proselistas en el sentido de prosélitos, esto es, los ganados o convencidos por y para la religión cristiana que predicaban contra el orden establecido. Pero no hay que descartar que en tal sentido esté incluida la idea del proselitismo.
Fuente: https://www.libertaddigital.com/cultura/libros/2018-06-26/pedro-de-tena-ortega-y-la-demagogia-85431/
26 de junio de 2018