Las agitaciones del 68 no transformaron el mundo, sino que fueron el síntoma indudable de que el mundo ya había cambiado. Desatascaron lo rígido y autoritario que frenaba una mutación social, tecnológica y económica de escala casi planetaria
“Mujeres y hombres que no están comprometidos con ningún bando, con nada salvo con tratar de vivir, han quitado adoquines y arado la tierra de abajo. Cultivan debajo de cambiantes ruinas combatiendo cosas infernales y sueños salvajes. Han construido escuelas en salitas de estar para sus críos, en pueblecillos de una o dos calles. Han mantenido las barricadas”.
China Miéville, Los últimos días de Nueva París
El 31 de diciembre de 1967, en su discurso de fin de año, el general De Gaulle auguró: “Saludo con serenidad este año 1968”. Pero esa serenidad fue difícil de mantener, la verdad. El año vino cargado con una sobredosis de acontecimientos casi mágicos, aunque algunos de magia blanca —ilusionismo, más bien— y otros de magia negra. La guerra de Vietnam alcanzó el máximo registrado de bajas norteamericanas; fueron asesinados Martin Luther King y Robert Kennedy; el Apolo 8 fue la primera misión tripulada en salir de la órbita terrestre y llegar hasta la órbita lunar (se vio por primera vez el lado oculto de la Luna); en Praga se disfrutó de una primavera política que los tanques rusos agostaron brutalmente luego; Guinea se independiza de España…
A escala más personal, me acuerdo del triunfo de Massiel en Eurovisión tras la polémica sobre si La, la, la era catalán o castellano; los primeros crímenes de ETA; la inauguración en San Sebastián de la librería Lagun que tan importante habría de ser en mi vida, y, también en mi ciudad, la aparición de grandes estandartes con cruces gamadas en la Avenida (entonces “de España” y luego “de la Libertad”, que en el País Vasco significan lo mismo) porque rodaban La batalla de Inglaterra y Donosti fue por un rato Berlín bajo los bombardeos aliados… Lo más mágico en mi memoria, el triunfo contra todo pronóstico lógico de Tebas en el Gran Premio de Madrid, llevando veinte kilos más de los que le correspondían oficialmente para que pudiese montarle su propietario y entrenador, el incomparable duque de Alburquerque.
Pero indudablemente mencionar el año 68 significa para la mayoría el mes de mayo, la ciudad de París y los estudiantes sublevados. Aunque la verdad es que hubo revueltas estudiantiles también el resto de los meses, en California y en Tokio, en Alemania o España tanto como en Italia, Polonia y México. Los rebeldes se enfrentaron a situaciones políticas muy distintas, democráticas o dictatoriales, corriendo también riesgos nada comparables: contusiones en París y Roma, condenas a años de cárcel en Madrid o Varsovia, tiroteos asesinos en Tlatelolco…
La mejor noticia fue que se podía ser progresista sin carnet del partido comunista o similares
Abundan las crónicas que ofrecen una panorámica global del año famoso (una muy completa es la de Ramón González Férriz, editada por Debate). Se ha dicho hasta el hartazgo, con arrobo utópico o con malicia escéptica, que su pretensión era cambiar el mundo, algo excesivamente ambicioso para unos muchachos o quizá superfluo, porque el mundo cambia constantemente aunque no siempre para bien. Los que concluyen que no cambió nada y los que sostienen que ya nada fue igual deberían recordar la sabia respuesta del primer ministro chino Chu En-lai cuando le preguntaron si en su opinión la Revolución Francesa había tenido consecuencias positivas: “Aún es pronto para decirlo”.
A mí me parece que las agitaciones del 68 no transformaron el mundo sino que fueron el síntoma indudable de que el mundo ya había cambiado. Más que revolucionarlo todo, sirvieron para desatascar lo rígido y autoritario que frenaba una mutación social, tecnológica y económica de escala casi planetaria. Sin duda tuvieron mucho de ideología convencional pero también un toque nuevo, característico, que iba más allá de la consabida problemática de la izquierda contra la derecha. El campo de batalla que inauguró el 68 (al menos en los países como Francia, que ya disfrutaban de democracia) fue la transformación de la vida cotidiana. Lo que se exigía no era un cambio en el Gobierno sino un cambio en la forma de vivir, en el trabajo, en el sexo, en la enseñanza, en la diversión… Eso se ve sobre todo en las pintadas en las paredes del Barrio Latino, los célebres grafitis. Algunos se han repetido tanto que ya resultan empalagosos, como pasa con coplas y refranes anónimos de la inventiva popular, pero apuntan a cuestiones que los revolucionarios convencionales descuidan: no a la toma del Palacio de Invierno, sino a la ventilación del dormitorio, el despacho y el aula en que transcurre la mayor parte de nuestra vida. “Prohibido prohibir”, “Amaos los unos sobre los otros”, “Bajo los adoquines está la playa”… pero no “Abajo el capitalismo” o “Viva la guillotina”. En esos lemas aparece el desterrado de las grandes revoluciones y de sus adversarios, tipo Raymond Aron: el humor, a veces sutil y otras meramente chusco. Nadie carente de humor debería hoy escribir ni a favor ni en contra de Mayo…
El progresista aspira a que los males del final no sean los mismos o peores que los del principio
Por eso las referencias bibliográficas más ilustrativas sobre ese movimiento (que no conocían más que una minoría) no son los textos revolucionarios canónicos, sino obras marginales como los escritos sobre la vida cotidiana de Henri Lefebvre o Eros y civilización de Herbert Marcuse. En este último libro, a mi juicio el más interesante de su autor, influyó decisivamente un clásico de finales del siglo XVIII que yo recomendaría a quienes quieran ir más allá de los tópicos: Cartas sobre la educación estética de la humanidad, de Friedrich Schiller (hay nueva y excelente traducción de Eduardo Gil Bera en Acantilado). Ahí podemos aprender que “la fórmula victoriosa se halla a la misma distancia de la uniformidad que de la confusión” y que “el hombre sólo juega cuando es humano en la acepción plena del término y sólo es plenamente humano cuando juega”.
Para quienes adquirimos nuestra conciencia política individualista, hedonista y lúdica (también ingenua) en aquellos días, la mejor noticia fue que se podía ser progresista sin carnet del partido comunista o similares. Hoy veo que la ventaja que tenemos quienes nunca fuimos comunistas es que no necesitamos ahora perder energías en aspavientos derechistas para probar que ya no lo somos. Por cierto, algunos tratan de ridiculizar el progresismo diciendo que busca el paraíso en la tierra. Eso sí que es una ridiculez: el progresista sabe que nacemos rodeados de males y que moriremos rodeados de males también, pero aspira a que los males del final no sean los mismos o peores que los del principio.
Cuando se pregunta “¿qué queda del 68?” sólo se me ocurre responder que quedamos algunos, muchos menos ya desde luego que quienes lo invocan o lo maldicen. Y en cada uno de nosotros tuvo efectos distintos: tampoco la Virgen hace siempre milagros y cura a todos los que van a Lourdes. De los votos pintados en los muros de París aquel Mayo lejano, mi preferido (después del encomiable y poco respetuoso “Sartre, sé breve”) es este: “No quiero morir idiota”. Yo estoy casi a punto de conseguirlo, pero compruebo con pena que muchos de mi edad y sobre todo más jóvenes han dejado prematuramente de intentarlo.
Por: Fernando Savater
Fuente: https://elpais.com
13 de mayo de 2018