El gran Otro (mexicano), esbozos del laberinto de Paz

Interpretación de la idea de mexicanidad a la luz de la obra de Octavio Paz

Octavio Paz

Este trabajo es un esbozo al concepto de mexicanidad a la luz de la inspiradora obra de Octavio Paz El laberinto de la soledad. En ella pretendemos analizar ese espíritu del pueblo mexicano que como operador simbólico articula el sentido y práctica de su devenir histórico. Todo ello con el fin de desvelar como la desigualdad social que atraviesa su propio espíritu se configura como fenómeno indomable que en su definirse determina el destino de su pueblo.

I

No hay dos sin tres. Todo reconocimiento exige de un tercero en discordia (virtual) gran Otro que facilite por medio del hábito y las leyes el éxito de cada encuentro. La sustantivación de esa realidad cristaliza en forma de un gran Otro a través de la habituación de comportamientos y de un ánimo inquebrantable por absorber para sí todo lo traumáticamente no simbolizable (catástrofes humanas, naturales, etcétera). El desarrollo conceptual de ese gran Otro (conciencia moral de la comunidad) heredero a su vez del subconsciente freudiano alcanza su cénit con la escuela lacaniana de la segunda mitad del pasado siglo. Gracias a los esfuerzos teóricos psicoanalíticos el estudio sobre la “mexicanidad” (gran Otro mexicano) gana un respeto científico al convenir como, frente al significante vacío del positivismo, inaugura una era donde el entendimiento es heredero de la complejidad.

Esta revelación analítica despeja todo un simbolismo conceptual que nos libera del frío “dato empírico” pero que sin abandonarlo lo somete a las profundas raíces del entendimiento. Una obscura nebulosa que conjuga con los sueños, pasiones, ideologías una estructura de la que subyace todo acontecimiento. Como primer pedestal toda una revelación sintomática: cualquier determinación es siempre una meta-determinación. El carácter meta-empírico de todo suceso respira aliviada frente a la imposibilidad de la filosofía materialista de derivar de toda esencia mera existencia. Lo relevante de aquella no se infiere de un simple deducir entre dos opciones “por qué esto y no aquello” sino de hallar en ambas una relación dialéctica incorruptible “por qué esto, que siendo esto, no es esto sino aquello”.

Transitar por el significante vacío del gran Otro exige traspasar toda inmediatez que implica ver en la causa un hecho físico definitivo para, en cambio, bucear por los fantasmas que constantemente reactualizan aquello hacia lo que el entendimiento se inclina. Este hecho común a toda ciencia adquiere un matiz revelador cuando a lo que nos referimos atiende a lo más social del método. La universalidad que atesora toda transmisión de un objeto físico de un punto “x” a otro “y” adquiere un sinfín de connotaciones cuando el acontecimiento se desprende de lo que es igual a sí mismo para atender los distintos escenarios de la voluntad. En segunda instancia, esa transmisión que había experimentado su particular auto-determinarse, se enroca ahora sí en un “ir definiéndose” con lo que funda un particular mundo de cultura. Un espacio que todavía tendrá que profundizar en el fango que supone escindir de la realidad su apariencia para encontrarse con la ley de lo ético; gran Otro.

II

Lo que pretendemos con este escrito es inquirir una serie de esbozos a la luz de lo recogido por Octavio Paz en El laberinto de la soledad acerca de ese gran Otro mexicano. Pero ¿a qué atiende eso del ser mexicano? ¿Qué se esconde detrás de toda esa estructura simbólica que hace único y diferente al mexicano de cualquier otra cultura y lugar geográfico? Durante mi etapa de profesor en el Colegio de la Frontera Norte he estudiado y afinado la mirada sobre el comportamiento del mexicano en distintas esferas de su cotidianidad. Mis conclusiones cercanas a las de Paz aunque reactualizadas, a la luz de lo más recientemente heredado por la escuela psicoanalítica de la que el autor mexicano resultó históricamente extraño, se unen al hándicap de ser extranjero. Con ello se facilita una visión mediada por el estudio de la normalidad mexicana con el fin de insertarla en un marco general que ponga entendimiento donde en lo común invade lo anecdótico y transitorio.

La primera proposición es toda una declaración de intenciones: la mexicanidad no se consume como simple aparición. De allí, para saber exactamente qué es ser mexicano no basta con contemplarlo desde su composición empírica. No es suficiente con detallar descriptivamente cada una de las manifestaciones que componen el majestuoso cuerpo social del mexicano. Hay que aprehenderlo en su Verdad, en la pureza de su fórmula y por medio de una teoría que alumbre lo que permanecía oscurecido. Desde el sentido que hemos otorgado al texto, no se realizará un corolario de lo que la cultura popular mexicana representa para sí misma ni tan siquiera un accidentado recorrido histórico sobre las distintas etapas que conmocionaron al mexicano, sino más bien, a lo que atenderemos se inclina en aquello que resta sosteniblemente bajo la máscara de la mexicanidad.

La hipótesis de perfil auto-aclaratorio se disuelve en el intento por arrojar luz sobre la mexicanidad gran Otro (mexicano) y su constitución como aquello que todavía no es igual a sí mismo; no es cierto de sí “autoconsciente” sino que su sostenerse inaugura una prolongada subjetividad sobre la cosa a la que se adhiere. La mexicanidad se convierte en la razón con la que el mexicano se protege de su realidad íntima; es en palabras de Paz “una manera de no ser nosotros mismos, una reiterada manera de ser y vivir otra cosa”. Su realidad deviene como un ocultar, un posponer lo esencial del mexicano, de tal manera que toda representación se convierte en una empresa que lo aleja de sí mismo. Esta soledad con la que se repliega el sentido último de la mexicanidad y que en Paz se hace laberíntica suspende el protagonismo de la voluntad al de un enredo cosificado de categorías sociales superpuestas. Siendo la mexicanidad la esenciadel mexicano es, sin embargo, todavía su comienzo. Ilustrar algunas de estas categorías y fórmulas emprendidas será el destino de este breve esbozo que sin olvidar los fundamentos pone el foco sobre el miedo ancestral que del mexicano rezuma su cotidianidad.

Del gran Otro se despliega toda una categorización simbólica que somete las relaciones sociales a una profunda e insensible superficialidad que en última instancia permite gestionar el desconocerse como ese “miedo a uno mismo”. Ese desconocer (se) no apunta a ninguna pereza intelectual con el que colocar sobre lo particular lo sostenible de una teoría general sino el resultado de un no saberse en el otro. La ausencia de un otro concreto y objetivable ajeno a cualquier extensión de uno mismo es el resultado específico de esa superficialidad de la que subyace toda relación interpersonal mexicana. Sin embargo, todo este argumento parece hacerse profundamente tautológico. Se podría sostener que ese no-reconocerse es motivo de una superficialidad que, a fin de cuentas, determina tal desconocimiento y así sucesivamente. Aunque este defecto tautológico no encontrara perfecta sutura existe un tercero en discordia que permite momentáneamente liberarnos de este circunloquio y que articula la hipótesis de este trabajo: la desigualdad.

III

La realidad mexicana se actualiza a partir de unos niveles de asimetría que disuelven la estructura simbólica del otro como ese aquello que soy; “soy en tanto que otro y el otro en tanto que yo” como diría Hegel. La realidad íntima es siempre prolongación de un otro que en forma de espejo retrata aquello que realmente soy. El profesor es en tanto que estudiante, la madre en tanto que a un hijo, etcétera, es decir, la identidad se forja como relación a un otro algo que siendo diferente de mí garantiza lo real de mi identidad. De este hecho, todo perfeccionamiento moral se exprime desde la conciencia que alcanza ese otro y de cómo con ello mi propia identidad se sustantiva. Siguiendo las palabras de Paz “la otredad es una proyección de la unidad, la manera en que esta se despliega”. Lo que soy es un momento desdoblado de lo que es el otro, esto es, ser para otro.

Todo esto coloca a la desigualdad ante una posición que trasciende su acostumbrada visión aritmética para inmiscuirse en lo más íntimo del Ser. La dilatada desigualdad que aflige al mexicano implica asumir una distancia insalvable frente a su prójimo constituyendo lo que en palabras de Paz ilustra “la existencia de dos México: uno moderno y otro subdesarrollado”. Más allá del destino histórico-económico que pone a México frente a una asimetría social inaudita para países de renta-media alta, la distancia entre grupos sociales demanda que toda organización se limite al desconocimiento de esos mismos agentes protagonistas. Un desconocer que en la desconfianza que rezuma ese “ser con quién desconozco” se aboca a un marco de superficialidad (pre-juicio) simbólica. Es, desde este gran Otro, como depositario de tales específicas relaciones lo que en un lenguaje común denominamos “mexicanidad”.

La relevancia de la desigualdad como fenómeno articulador de la identidad mexicana no fue recogida por Paz suficientemente a lo largo de su obra. Solo en su apéndice Postdata realiza una breviario sobre el desarrollo del subdesarrollo mexicano, ahora sí, necesario aunque desencajado de la estructura esencial de un texto heredero de teorías hoy superadas. Ciertamente de la obra del literato no se extrae un estudio sociológico científico. Las pretensiones fueron otras. No por ello, la ausencia del concepto de desigualdad deja por ello de revelarse como un “faltante” para los propósitos teleológicos de su obra. Nuestro objetivo en estas páginas alcanza un conciso esbozo de la obra del poeta desde lo que hoy sabemos acerca de aspectos tan determinantes en la vida social mexicana. La desigualdad social instalada como la sustancia objetivada del gran Otro ocupará un protagonismo principal como eje vertebrador deestas palabras.

IV

¿Cuál es la naturaleza esencial de ese gran Otro al que apela la esencia mexicana? Procedamos con atención. Si el conocimiento de uno mismo transita inescrutablemente por el otro “que no es mi contrario sino mi opuesto” como diría el poeta y la desigualdad radica en un consumirse “poniendo tierra de por medio” entre ambos, la distancia resultante generará una distorsión de las relaciones que en su devenir cristaliza en una no-relación, es decir, un relacionarse cuyo trasfondo oculta un desconocerse mutuo. Este no-reconocimiento toma como primera determinación una desconfianza que se manifiesta en una doble corriente; por un lado, recelo frente a uno mismo pues ausente de un otro su identidad se revela inestable, incierta, y fundamentalmente incapacitada para sostenerse sobre su propio criterio. Todo es un miedo incomprensible para él. Pone frente a toda sustancia (estupefacientes, amor, etcétera) una distancia subjetivada que hace convertir a lo que es neutral consigo mismo en una injerencia ingobernable. Por otro lado, recela de todo lo que llega de fuera; “cada vez que uno se abre, abdica” sentenciará Paz. Empero, esta no-relación no es una (i)-relación en el sentido de una ausencia definitiva de relaciones. La no-relación apunta a unas diplomacias superficiales y fetichizadas en base a prejuicios sociales y cliques que consigan ocultar una conciencia moral que aun no es igual a sí misma.

Mi desconocimiento del otro solo ocurre desde la rígida y jerárquica distinción de las categorías sociales “máscaras”. Esto explica por qué el mexicano siempre predispone todo encuentro a una categoría. Uno es doctor, ingeniero, licenciado o cualquier otro adefesio civil que nos permita enmarcarlo bajo un código de conductas a tratar. Se podría contradecir que frente a su nombre de pila “que no dice nada” presentarse en términos socialmente reconocibles implica decir algo del sujeto que ya es. Empero, este argumento no considera un matiz revelador. El éxito del nombre de pila radica precisamente en que no dice nada, es decir, en que todo queda por revelar. Es un concepto sin contenido, un vacío formalista que facilita la libre disposición relacional entre los agentes. No existe una contaminación a priori, un juicio sobre el juicio. Sin embargo, cuando expreso algo de lo que el sujeto es previo a todo encuentro (pre-juicio frente a experiencia) se está imponiendo un designio que marcará el futuro del encuentro mismo. Mientras que el éxito del nombre de pila radica en que no dice nada el fracaso del gran Otro mexicano está en que ya lo dice todo; la relación ya se encuentra abocada a la rígida disciplina de la forma social de la categoría.

La fascinación por la forma alcanza su consumación estética en la cotidianidad. De acuerdo con Paz, existe en el mexicano un deseo funcional por el lujo, adornos, etcétera que conjuga sin prudencia con ese clasismo encubierto. Un cierto barroquismo filosófico-estético que procura una ansiedad por el estatus y que se resuelve en un decantarse frente al otro como superior. Esta visibilidad social presente en ámbitos tan diferenciados como el colorido de las vestimentas tradicionales, la arquitectura civil, un maquillaje femenino pronunciado, uso de gran variedad de ornamento decorativo nos invita a deducir que en el mexicano radica un desdoblamiento que pone frente a la intimidad lo que es común a todos; prestigio y amor propio.

Este aspecto facilita el entendimiento acerca de esa inclinación privilegiada por la ostentación frente al mérito celebrando el clientelismo donde la diligencia habilita el profesionalismo. El mérito implica un exprimirse en lo que de hábil atesora uno mismo como especialista de necesidad ajenas. El profesionalismo, en cambio, es figura determinada de un Otro que impone en el respeto la responsabilidad, y es fuerza del mérito constante que augura progreso y bienestar. Si bien, este reconocimiento de lo particular se presenta de modo antagónico al gran Otro mexicano pues su fundamento se recubre de un miedo visceral a uno mismo haciendo que la imitación (lo superficial) sobreviva al talento (lo profundo). Bajo estas circunstancias, no es asombroso que México sea una sociedad con fuerte aversión al cambio acomodada a la imitación y ajena del arriesgado mundo que pone sobre la innovación una prosperidad sostenible.

El empecinamiento por hallar prestigio en las formas sociales fetichizadas provoca una sobre-producción de figuras representativas que devalúan el noble ejercicio de generar reconocimiento. Este hecho se observa con frecuencia en como una buena proporción de la sociedad atesora algún tipo distintivo de distinción. Toda institución social por insignificante que sea ostenta un cuadro amplio de cargos jurídico-administrativos ya sea para una parroquia comunal, una asociación vecinal o un club de fans. Lo relevante no subyace del contenido esencial de la agrupación sino precisamente de la capacidad para proveer distinción en el reconocimiento. La ansiedad por distinguirse no es un capricho del destino histórico sino que corresponde más bien a esa imposibilidad del mexicano para poder revelarse públicamente como aquello que realmente es. Fruto de esta incapacidad se instaura toda una reproducción incesante de figuras representativas como si en su exceso se compensara la carencia originaria. Sin embargo, ante este hecho las leyes de la economía se hacen inexorables. La sobre-producción de adefesios sociales apuntaen última instancia a una falta de eficacia. El gran Otro sustrae todo reconocimiento asociado a lo íntimo para reciclarlo como categoría social (impersonal) lo que en sí supone el ímpetu que condena a todo un proceso reproductivo que como la inflación pierde su valor con su desenvolvimiento.

Es, en el amor, donde el mexicano se despoja de toda íntima condición para presentarse como definitivo fetiche social. No es él el que ama sino que más bien es amado por el gran Otro. Esto le genera un extrañamiento incorregible. Toda relación amorosa se desliga de la intimidad del ser para celebrarse desde el gobierno de la conveniencia. La persona amada equivale a la persona adecuada. Una prueba de ello es la dificultad por hallar parejas racialmente mixtas en país donde la multiculturalidad se revela desbordante. Huelga decir que esta realidad no discrimina allí donde la segregación social es una realidad palmaria. El mexicano se presenta aguerrido y feroz atribuyendo a toda sensibilidad el desprecio de la debilidad. El precio simbólico del patriarcado recae sobre sus hombros. Las mexicanas, en cambio, padecen de un machismo materializado en un rol que se consume en la crianza y cuidado de la prole así como en la innegociable atención del marido en los asuntos que competen con la intimidad. La liberación contemporánea de la mujer ha sido ajena a la emancipación de su rol tradicional lo que le ha hecho padecer de una doble corrosión a la sombra del marido y la de ella misma. Desde esta perspectiva la visión de Paz es más actual que nunca cuando sostiene que; “la mujer vive presa en la imagen que la sociedad masculina le impone; lo que al elegir termina siendo un romper consigo misma”.

Este galimatías amoroso conlleva una frustración definitiva en la pareja que hace de la fidelidad un compromiso claramente insostenible. El dicho según el cual el matrimonio es una pesada carga que hay que soportar entre tres cobra aquí una relevancia única. La figura del amante goza de un notable prestigio. Su función se muestra imprescindible como inhibidor de esa indiferencia social del amor; fantasear una vida que el matrimonio tradicional arranca. El amante es un tercer momento de la ecuación, una suspensión de la estéril tarea entre esposos en la que se puede colocar todo aquello que queda negado bajo la estricta frontera de la institución matrimonial. Ahora bien, en ese rol de evanescente (moral) tampoco el amante llega a ser por aquello que realmente es. Su realidad se agota como disolvente de lo negativo que reside en lo simbólico del matrimonio como lo ajeno a uno mismo. La legitimidad del amante no se concibe por tanto como el fracaso de una pareja sino como aquello que la hace sostenible. En este sentido, su realidad nunca supera la dialéctica de la relación matrimonial. El amante fracasa cuando la pareja quiebra. La sostenibilidad simbólica de esta figura es asegurada en una especie de inconsciente inter-subjetividad de la que cada matrimonio legitima.

Y ¿qué decir de las canciones de amor “frustradas”? Su popularidad es ampliamente compartida y no hace distinción entre grupos sociales (cambia el estilo pero nunca el contenido). A primera vista se podría deducir que la particular inclinación por este tipo de temática responde a la esencia latina de hombre romántico y mujer engatusadora (véase a los mariachis como prototipo de lo aquí esbozado). Sin embargo, el asunto podría adquirir una dimensión más enraizada. Probablemente las canciones de amor operan bajo las mismas condiciones simbólicas que las del amante. Sin el coste y riesgo que supone la entrada de otro extraño, las canciones permiten aliviar la presión que el mexicano siente ante un amor que siempre se revela infructuoso. Cantando se suspende el estricto código de conducta simbólico del gran Otro (suspensión del formalismo) pudiendo expresar en forma de un llanto desconsolado (típico de este género mexicano) aquello que está vedado declarar en la vida cotidiana; “es mejor decirlo cantando”. Se presenta como un estado desasosegador e inevitable “cantar para ahogar las penas” que en su esencia apunta a la insoportable angustia de sostener bajo un rol pre-fabricado una autenticidad fuertemente restringida.

Una vida sometida a una voraz reclusión simbólica encuentra en la muerte una reposada liberación. La fascinación del mexicano por la muerte supera la indiferencia con la que la trata Paz “la indiferencia ante la muerte se mutre de su indiferencia ante la vida” para superándola, convertirse en una sacra recreación. La vida, arraigada al filo de la navaja, se impone en su estricta relación con la muerte. Su realidad no se arregla consigo misma y requiere de la muerte para extraer de ella orgullo y verdad. Fruto de la aclamada admiración por la muerte es la acostumbrada determinación por el riesgo, un carácter aguerrido y áspero, y un gusto sobresaliente por las armas “el macho, el Gran Chingón, una palabra que resume la agresividad, impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado de la violencia” sostendrá Paz. Una reacción desmedida que compensa en un sano equilibrio frente la opresión simbólica de ese gran Otro.

La fascinación por la muerte alcanza al punto de su institucionalización con el llamado “día de muertos”. La relevancia de este día no expira con la figura ausente del difunto. Su importancia se actualiza precisamente con ese estado particular de “estar vivo” que transcurre con la muerte del gran Otro. Lo que muere el día de muertos es el gran Otro simbólico permitiendo así, no solo renovar las esperanzas de liberarse de cualquier opresión sino alcanzar el prestigio ausente en vida. Ha muerto y ahora puede “morir tranquilo” sostiene la tradición. Esto hace que la defunción no se ligue a ese perfil trágico de sociedades como la de la vieja Europa donde la muerte es objetivada y desplazada de la comunidad “al muerto no se le toca”. En cambio, la muerte en México cristaliza en una pena liberadora, un acercarse a lo auténtico del Ser mexicano a ese misterio de “ser sin estar siendo”. Es en la muerte donde la mexicanidad alcanza el estado más elevado.

La popular preferencia por los ornamentos toma la forma de carabelas o esqueletos como el de la famosa Catrina. Lejos de la habitual connotación tétrica que acompaña ese miedo visceral Occidental a la putrefacción, los mexicanos lo atienden con alegría. El motivo de esta reacción pudiera residir en ese remontarnos a la sentencia hegeliana “el espíritu es un hueso” que provoca el feliz desprendimiento de todo accidente (impregnación del gran Otro). Con la Catrina se simboliza todo un mundo de libertad abstracta, de esencia, de desprendimiento de la forma. La falta de un cuerpo (forma) que sustancialize a la Catrina coloca al mexicano ante un estado simbólicamente virginal. Todo está por definirse, por auto-esclarecerse es una oportunidad no viciada por el gran Otro. De ahí que la foto del difunto que acompaña los coloridos altares de muertos se convierta en un objeto de realidad profundad. Allí se reencuentran los anhelos más enraizados del mexicano; en esa fija imagen que vive despojada de todo atributo simbólico.

El muerto es dado a la vida de manera muy particular. Su vitalidad se le transmite desde los vivos y se convierte para ellos en una imagen apetecible y memorable. Reconocen en lo muerto su destino pero no como el camino infructuoso que conlleva innegociablemente a la muerte sino como el de la redención. He aquí el misterio de la mexicanidad. Su advenimiento materializa la propia frustración ante la vida. Su liberación siempre queda postergada y a un mañana no decible. El día de la muerte, figurando el martirio y la expiración del Hijo de Dios, alcanza su meta. Su verdadero anhelo por la vida realmente no vivida es consumada y en su ida hacia el señor de la muerte Mictlantecuhtli los familiares celebran su renacimiento. Ahí reside el sentido de comunidad del mexicano. Solo experimenta aquello que es como transferencia hacia un otro. Es decir, su deseo queda articulado al otro lado de la “pantalla”, y en su unión con su prójimo dan vida a ese proyecto irrealizable. En la muerte transcurre la verdad misma del mexicano. La mexicanidad negocia en la tentativa de birlar la muerte en vida, convirtiendo la muerte en un no-ser, es decir, un siendo liberado de su ser formal.

La formalidad se constituye como fibra elemental que articula el sentido propio de lo mexicano. En los asuntos concernientes a las transacciones económicas, por ejemplo, México acapara un grado de informalidad no marginal (se le presume extenso tanto como el formal). Este otro ejemplo nos alienta a deducir que lo formal entendido como aquello donde impera lo legal es un reino sumamente restringido y transitorio que en su reactualizarse llena de cadáveres el camino: lo formal es el alimento que nutre toda informalidad. El resultado de este desdoblamiento entre sector formal e informal en la economía mexicana se sostiene sobre la base de una esquelética clase burguesa altamente modernizada que convive de manera simultánea con grandes focos de población en un estado fuertemente depauperado e informal.

Ahora bien, lejos de lo aparente, la informalidad no se presenta como la negación de la formalidad. No es una ilegalidad en tanto que aquella no niega la cosmovisión formal. Su realidad adviene a espaldas suya como si de un escenario de auto-exclusión se generan las bases para un discurso propio. Prueba de tan irreconciliable negocio es la ingente cantidad de recursos que anualmente la economía privada y pública consumen en seguridad, o lo que es idéntico, en hacer sostenible la distancia entre ambos sectores. Por ende, la informalidad no es una aparente no-formalidad sino una no-no-formalidad en el sentido de que no se sostiene como lo contrario sino como lo opuesto a aquella. No es un atropello a la ley sino el exceso simbólico que queda fuera de su jurisdicción.

Si lo uno y lo otro se inauguran a partir de una distancia insalvable, lo público aparece como una mera representación incapaz de sostenerse como fiel auto-regulador del egoísmo ajeno. La sustancia común entroniza en una mera prolongación del interés privado. Véase como una misma clase social ocupa sosteniblemente los cargos de responsabilidad común, gestionando una hacienda pública que revierte continuamente sobre unos mismos intereses de clase. Las bajas tasas impositivas a las rentas del capital, a la transmisión de bienes hereditarios así como el inadecuado y pobre diseño de políticas públicas sostenidas con un raquítico gasto social terminan por cristalizar en una obscena privatización desde lo público. Lejos de lo que acontece en el resto de países de la OCDE la privatización de las funciones públicas no deriva de una apropiación privada desde lo privado sino que perversamente transcurre desde lo público. El juez se convierte en verdugo de su propia causa.

Es de advertir a colación, algunas ideas referidas a la cuestión recurrente de la corrupción. México es considerado como un país tradicionalmente corrupto. Los indicadores de transparencia internacional lo posicionan como uno de los más atrasados a la hora de combatir la arbitraria apropiación de recursos ajenos. Aunque esto es cierto a nivel superficial, si analizamos a fondo la cuestión observaremos que la extracción de recursos públicos no adquiere la categoría moral de corrupción (en el sentido tradicional del término) pues esta exige que aquello negligentemente “apropiado” pertenezca a otro; en este caso el “pueblo-comunidad”. Pareciera ser una cuestión de matices y, sin embargo, pone a la luz algo más radical de la conciencia mexicana. La ausencia misma de esta sustancia objetiva lo convierte en mera apropiación, es decir, en un tomar para mí aquello que no es de nadie, pero que por no ser de nadie debería ser de todos y cada uno: tal y como apuntaría la existencia de una conciencia cívica. Desde esta perspectiva luchar contra la corrupción es hacerlo con un fantasma simbólico pues su realidad es solo una aparición material ausente de espíritu (de lo corrupto). La corrupción viene necesariamente precedida por una conciencia ilícita de apropiación. Esa conciencia arraigada en el espíritu de lo político es más que cuestionable México.

Y es que la desigualdad de fondo que arraiga en el mexicano impide cualquier posibilidad de traspasar la cortina estética con la que se recubre la función pública. Una realidad que no supera el estatus de apariencia y que en su devenir cotidiano viene fuertemente corroborado por el modo en el que el Estado trata a buena parte de la población. Un abandono que se antoja casi inevitable pues la operatividad de aquel no traspasa la linde que marca lo posible y que coincide a fin de cuentas con lo formal. Este hecho provoca una fascinación en buena parte de la población con el mundo oscuro del narcotráfico. La popularidad de grandes magantes de estupefacientesse sostiene en la capacidad para administrar y proveer de “bienes públicos” informales que el Estado no está en condiciones de ofrecer. La insuperable distancia entre ambas estructuras genera aparatos públicos independientes y formas de legitimidad cuya única respuesta cristaliza en la irrupción de la violencia entre estructuras antagónicas. La dificultad para juzgar moralmente a personas como Guzmán o el mítico Escobar radica en que el juicio sobre lo bueno o lo malo de sus acciones no puede universalizarse puesen el juicio homogeneidad (de cuerpo común) que lo sostenga. El sesgo que demarca un país partido en dos (formal versus informal) condena toda verdad a un restringido provincianismo incapacitado él mismo por proveer del consenso que exige toda empresa humana.

V

El mexicano es el resultado del encuentro traumático entre un conquistador extrañado frente a un indio perplejo. De la síntesis de este encuentro la desigualdad se arroja en el articulador que facilitará cualquier encuentro precario. La condición divina del conquistador aupada por el “denigrante” estado social del indio (a ojos del castellano) no pudo más que generar una sociedad clasista, jerarquizada y fuertemente autoritaria. Un miedo paralizador entre dos elementos irreconciliables que se extrañaban uno frente al otro. El conquistador no reconocía “infieles” que dominar en la virtud desafectuosa de unos “hombrecillos con apenas vestigios de humanidad” como narraría Ginés de Sepúlveda mientras que el indígena obtenía de esos semi-dioses una paralización completa de su sistema simbólico. El acuerdo civilizó tras más de 500 años de relaciones forzadas el miedo originario que nunca sanó. El mexicano conserva para sí este acontecimiento radical. Su desconfianza frente al prójimo recuerda esos primeros encuentros pre-hispánicos donde cada uno ponía frente al otro el resultado de sus aspiraciones; trabajo versus deidad. El acuerdo entre amo y esclavo derivó de un reconocimiento tácito de las circunstancias. El mexicano sigue conmemorando aún hoy esa mirada extrañada, esa ausencia de sí mismo que lo convirtió en categoría social. Probablemente la mexicanidad no sea más que la síntesis de ese traumático acontecimiento nunca resuelto. Dos mundos que se encontraron para acordar su final. El mexicano fue la continuación depurada de ese acuerdo. Un acuerdo que solo podía fructificar si las dos partes cedían todo de sí. Un fantasma con reminiscencia de un pasado irreconciliable constituye lo sustancial del mexicano. Su reacción frente a esta incómoda presencia dibuja el sentido último de su mexicanidad.

* Este trabajo fue presentado en formato de conferencia la tercera semana del mes de noviembre de dos mil dieciséis en la biblioteca Octavio Paz de la ciudad de Nuevo Laredo (México). La ponencia se encuentra enmarcada en el ciclo de conferencias “el mes de Paz” organizado por la secretaría de cultura y deporte de la susodicha localidad.

Fuente: http://nodulo.org/ec/2017/n180p12.htm

19 de diciembre de 2017. ESPAÑA

El Catoblepas
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