La felicidad, su industria y sus excesos / El peso de las razones

Podemos pensarlo por un momento: todas nuestras acciones parecen dirigirse a algún fin. Tomamos agua para saciar la sed, comemos para saciar el hambre, estudiamos para aprender, trabajamos para obtener ingresos para vivir… Nuestras acciones son medios para obtener algo a cambio. Adicionalmente, los fines parecen estructurarse de manera jerárquica. No todos los fines son iguales, algunos fungen también como medios para otro fin subsecuente. Los griegos llamaron al fin último de la estructura, al fin que no es medio para ningún otro fin, al fin por sí mismo de todos nuestros actos, εὐδαιμονία.
El fin último de la vida humana es lo que nosotros conocemos en castellano como “felicidad”. No obstante, el término con el que llamamos al fin último sólo indica el inicio de la investigación. Pues, ¿qué es la felicidad? Los propios griegos debatieron durante siglos por el mejor candidato para figurar como el fin más importante de nuestra existencia. Algunos pensaron en el placer: otros lo descartaron porque una vida dedicada a la búsqueda del placer es propia de las bestias y no de seres racionales como los animales humanos, o bien porque la ausencia de lo placentero causa dolor y desesperación. Otros optaron por el honor: pero la fama no depende del famoso, depende de quienes le rinden pleitesía. Otros más pensaron en el dinero: pero la riqueza suele pensarse de manera paradigmática no como un fin, sino como un medio para obtener otras cosas mucho más importantes (Aristóteles pensaba que el dinero era necesario para la vida humana, pero sólo el suficiente para no preocuparse por él). Algunos más pensaron que una vida práctica y política era lo más propio de los humanos. Pero si lo que nos caracteriza es la razón, quizá una vida dedicada al conocimiento es lo más cercano a lo que nos daría realce y plenitud.

Fueron los griegos -por fortuna paganos- suficientemente realistas. Aristóteles negó la posibilidad de ser feliz a quien fuera muy feo, careciera de salud, del dinero suficiente y de amigos. Además, no todos tienen la inteligencia suficiente para dedicar su vida al conocimiento. Para los griegos, en general, la felicidad no está al alcance de todas las personas. El cristianismo introdujo una variable adicional que permitió la democratización de la felicidad: otra vida después de ésta, en la que algunos serán felices eternamente y otros infelices y desgraciados hasta la médula. Sólo bajo esta óptica es comprensible aquél verso descomunal, por contraintuitivo, de Teresa de Jesús: “Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero”. La monja carmelita de Ávila sufre porque esta vida, para los cristianos -de la única que estamos seguros-, es un pálido reflejo de la vida eterna. La otra vida es una creación ad hoc: quien sufre en esta vida, puede alcanzar la felicidad en la otra. Gracias al paraíso eterno, la felicidad está al alcance de cualquier mano.

La felicidad fue rechazada como fin último de la vida humana durante la Ilustración. Kant negó que una vida que busque la felicidad sea una vida ética. Para el filósofo de Königsberg, una persona que busque ser feliz no es autónoma. Además, la vida pública sería anárquica si todas y todos buscáramos ser felices: tarde o temprano más de una persona buscaría algo para ser feliz que no pueda ser compartido por otra. El candidato ilustrado como fin último fue el deber: actuar por el deber mismo que ciertas acciones implican.

Durante la posmodernidad se pensó nuevamente en la felicidad, pero se le llamó así al placer momentáneo. “Ser feliz”, que para los griegos ante todo indicaba una vida llevada a la plenitud de sus posibilidades, se transformó en “sentirse feliz”, una manera de indicar que, en ciertos momentos, incluso respecto a nuestra vida en su conjunto, podemos tener una sensación de placer o alegría. Para los posmodernos, “sentirse feliz” fue condición necesaria y suficiente para la felicidad.

Esta concepción posmoderna ha influido en una creciente industria. En La industria de la felicidad (MalPaso, 2017) William Davies se pregunta: ¿estamos obligados a ser felices? Parece que nuestra época responde afirmativamente. Para Davies, nuestras emociones se volvieron, para bien para mal, la religión de esta era. En empresas, laboratorios y oficinas gubernamentales se construye la noción dominante de felicidad, se le mide y se le vende. En la era del capitalismo salvaje, la felicidad es otro objeto sujeto a la oferta y la demanda.

Joshua Knobe -filósofo experimental de la Universidad de Yale- realizó un simpático experimento hace algunos años. En él demostraba que “sentirse feliz” no es condición suficiente para “ser feliz”. En otras palabras: no basta sentirse feliz para serlo. Muy en la raíz de nuestro concepto cotidiano de felicidad se aloja la necesidad de que una vida cumpla con estándares y criterios objetivos que no agota el sólo sentirse feliz.

La industria de la felicidad es perecedera. Comercia bajo el supuesto que sentirse feliz hace a una vida plena. Y esto es falso. La vida plena es sinónimo de la vida feliz, como pensaron los griegos.
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Fuente: http://www.lja.mx/2017/07/la-felicidad-industria-sus-excesos-peso-las-razones/

31 de julio de 2017

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