A propósito del libro
El Marxismo de Gramsci, de Juan Dal Maso
“Moderno Príncipe” y “Nuevo Príncipe” (moderno Principe; nuovo Principe) es, como sabe todo lector atento de Gramsci, en el lenguaje esópico que usaba en la cárcel fascista, la “organización política de clase”, el partido revolucionario que crea una “voluntad colectiva”. Gramsci lo define con claridad: el sujeto político par excellence en la Modernidad burguesa es el “partido político” (“partito politico”). Pero no el “partido” como mera categoría sociológica, ni en su representación abstracta, sino el partido entendido como “Voluntad histórica colectiva revolucionaria” que puede incluso fundar estados. Y éste a su vez es definido más adelante como la única vía en la Modernidad para superar el momento “económico-corporativo” (recordemos que es el nivel más elemental de la conciencia ético-política de clase). DM analiza (cap. VI) la evolución gramsciana y la genealogía de su nueva forma-Partido, desde el Consejismo y la polémica con Bordiga, hasta las críticas profundas a las condiciones de “bolchevización forzosa” de los partidos comunistas de Occidente, el lecho de Procusto de las 21 condiciones, medida implementada a “hierro y fuego” por la dupla Bujarin-Stalin. Sintomático es el uso que hace Gramsci de la idea leninista de que todo partido político moderno posee una “Nomenclatura de clase”, que hay que develar y exponer bajo la crítica materialista. Para Gramsci la forma-Partido surge a partir de la transición del Estado absolutista al moderno-burgués, como necesidad imperiosa de neutralizar, eliminar y aniquilar formas autónomas e incontrolables de las clases subalternas (“autonomie delle classi subalterne”), aunque muchas vuelven a renacer, pese a la acción punitoria estatal, bajo configuraciones híbridas en forma de asociaciones, centros sociales, sindicatos, etc. Por eso Gramsci considera a los partidos en la Edad burguesa como una suerte de “trama privada” del mismo Estado. En la Política moderna, burguesa, las funciones directivas pasan de los grandes individuos a organismos colectivos, cambio “morfológico” decisivo, por lo que el Moderno Príncipe es el medium privilegiado a través del cual viene ejercitada una doble función: 1) de una parte la acción autónoma de la clase; y 2) se ejecuta la Hegemonía de la clase dominante-dirigente a través del Estado. Para algunos interpretes, como Joaquín Miras, “Moderno Príncipe” en el Gramsci maduro significaría no tanto la forma-Partido revolucionaria sino “un sujeto social organizado que auto protagoniza y auto dirige su praxis política” (sic). En cambio, DM define así al Moderno Príncipe gramsciano: “es un Organismo que implica una subversión tanto de las relaciones económicasy sociales como del sistema de creencias e ideas dominantes, creando una Voluntad colectiva nacional-popular… sería el Organismo que expresa el Movimiento histórico de constitución de la clase obrera como clase autónoma, revolucionaria y hegemónica.” (p. 135). Gramsci no habla nunca de “sujeto social” como sinónimo de “Moderno Príncipe”, es más, remarca que muchas veces la historia de un partido “puede no ser la de un determinado grupo (sujeto) social”. En cambio Gramsci utiliza el término “elemento social complejo”, sin embargo recurre al concepto de Organismo, como bien señala DM, en el que ya se inició la concentración de una Voluntad colectiva “reconocida y afirmada plenamente en la Acción”. En la Democracia liberal los partidos son los sujetos políticos fundamentales de las luchas por la Hegemonía, les llama “Escuelas de la Vida estatal”. Gramsci subraya siempre que “Moderno Príncipe”, puede traducirse de manera cristalina “en el lenguaje moderno como partido político”. Este protagonista no puede ser un partido en abstracto, de una clase en abstracto, en un Estado en abstracto sino un determinado partido histórico, que se mueve en un ambiente histórico preciso, en una combinación de fuerzas sociales característica y bien definida por el “análisis concreto de la situación concreta”. Estamos en el segundo grado de las relaciones de fuerzas, que Gramsci identifica con la relación de las fuerzas políticas (“evaluación del grado de homogeneidad, de autoconciencia y de organización alcanzado por los diversos grupos sociales”, que incluye la misma nomenclatura de clases de los partidos). Recordemos que este segundo grado es a su vez subdividido por Gramsci en momentos que se relación con la autoconciencia política colectiva, una suerte de pequeña fenomenología de la conciencia de clase, que va del nivel más abstracto y elemental, el “Económico-corporativo”, pasando por el de “Solidaridad de Intereses”, hasta el más maduro y complejo: “la fase más estrictamente política, que señala el tránsito neto de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, es la fase en la que las ideologías germinadas anteriormente se convierten en ‘partido’”. Por eso en Gramsci la “función dirigente” de la forma-Partido está vinculada, sí o sí, a la elaboración-construcción de la Hegemonía. Por ello, el partido político es entendido por Gramsci como la “primera célula” en la cual se pueden encontrar ya resumidos los gérmenes de la Voluntad colectiva, que tienden a devenir históricamente universales y totales. La vida interna de las organizaciones, la forma de vida partidaria, es una suerte de anticipación de su proyección ampliada en la sociedad. DM introduce la discusión sobre la idea gramsciana de la forma-Partido en tanto “Partido-Policía” (p. 135), es decir: en tanto prevalece la mera función coercitiva, la “funzione di polizia”. Aparentemente esto demostraría cierta adhesión de Gramsci a la “bolchevización forzosa” que promovió Bujarin-Stalin e incluso justificaría ex post el monolitismo en la forma-Partido, que “transmitiría la idea de un partido ‘menos abierto’ a la autoactividad de las bases, por un lado, y por otro, una homogeneidad teórica de la clase obrera que no se corresponde con su real heterogeneidad”. Obviamente como el mismo párrafo de Gramsci lo hace notar, aquí la función de “tutela de un cierto Orden político y legal”, de administración pública en el sentido más amplio (tal es lo que se entiende por “Partido-Policía”, y debemos decir para el lector poco atento que la idea de “Policía” se entiende en Gramsci en su sentido hegeliano, como lo subraya en fragmentos anteriores y posteriores) se refiere a que el Partido político posee el Poder estatal, que es un fundador o reformador de estados. La “funzione di polizia” de un Partido en el Poder tiene que ver entonces no con el significado habitual de vigilancia represiva, sino con el concepto de “Estado ampliado” o “alargado”, serie de funciones que debe ejercer el Estado como universal, la intervención desde el Estado (Hegel y Gramsci están pensando en el Poder ejecutivo) como una “necesidad externa” que debe velar no solo por la seguridad de las personas, no solo por la lucha contra el delito, sino por la regulación del mercado, la reproducción ampliada (educación, etc.) y las soluciones de los problemas sociales que genera la Economía liberal propia de la Sociedad Civil. Gramsci (y Hegel) utiliza el término en un sentido amplio e histórico, como institución pública ejecutiva ligada al Bienestar general, y no el uso moderno restrictivo de institución de seguridad pública dedicada a la prevención, detección y castigo del crimen. No hay que entender el término “Polizia” en Gramsci como el típico y obvio aparato represivo del Estado moderno (lo que nos llevaría a extravíos interpretativos comunes entre los comentaristas). En el fragmento de 1933 es evidente que Gramsci está analizando el sentido de esta “funzione di polizia” hegeliana pensando en la deriva totalitaria de la URSS, no en si impera el Centralismo Democrático o la autoactividad de las bases en la vida interna: “La función de policía de un Partido puede, por lo tanto, ser progresista y regresiva: es progresista cuando tiende a mantener en la órbita de la legalidad a las fuerzas reaccionarias desposeídas y a elevar el nivel de la nueva legalidad a las masas atrasadas. Es regresiva cuando tiende a comprimir las fuerzas vivas de la historia y a mantener una legalidad superada, antihistórica, que se ha vuelto extrínseca.” Pero lo sorprendente de Gramsci es que la deriva burocrática-autoritaria de un Partido en el Poder es inversa a lo que sugiere el candoroso sentido común: lo que proporciona el “criterio discriminante” no es ni su estatutos ni la retórica de su Ideología ni el carácter “traidor” de sus dirigentes sino es su rol concreto y objetivo: cuando el Partido es “progresista” funciona internamente de modo democrático (en el sentido de un centralismo democrático), cuando el Partido en su rol es “regresivo” funciona de modo monolítico (en el sentido de un centralismo burocrático). Gramsci concluye que “en este segundo caso es puro ejecutor, no deliberante: entonces es técnicamente un Órgano de Policía y su nombre de Partido político es una pura metáfora de carácter mitológico.” ¿No era ya en los años 1929-1933 el Partido Bolchevique un mero nombre metafórico que apelaba a un mito fundacional? El ”sustitucionismo” y “monolitismo” del que habla DM nace para Gramsci de la función objetiva del Partido en el Estado, que termina reaccionando, invirtiendo y configurando de manera negativa sobre la forma-Partido. Una suerte de Ley de Bronce de los partidos de izquierda en el Poder al mejor estilo Michels…
Finalmente DM enfoca su mirada sobre la cuestión del Estado en Gramsci (Cap. VII) y sus posibles reflexiones sobre la deriva totalitaria en la URSS. Obviamente debido a la censura Gramsci menciona pocas veces literalmente las siglas URSS, salvo en contextos casi anecdóticos; en cambio aparece en multitud de ocasiones el término “Russia”. Precisamente el fragmento que cita DM no contiene ni el término URSS ni el de Rusia sino esotéricamente el de “Bessarione” (aka Stalin) y el de “Davidovici” (aka Trotsky). Para Gramsci el punto en el que se establece la “divergencia fundamental” entre Stalin y Trotsky se concentra en cómo se interpreta exactamente la “combinación de fuerzas nacionales que la Clase internacional deberá dirigir y desarrollar según las perspectivas y las directivas internacionales”; o sea: el Proletariado ruso solo demostrará ser una “Clase dirigente” (classe dirigente) en cuanto, gracias al análisis materialista de las relaciones de fuerza, sea capaz de establecer una exacta combinación de las clases nacionales (que deberá no sólo dirigir sino ampliar y desarrollar). Es decir: la exacta composición de lo nacional con lo internacional (punto de diferencia esencial entre Stalin y Trotsky) no es otra cosa que el contenido esencial de la propia Hegemonía, en la cual “se anudan las exigencias de carácter nacional”, y es desde este punto de vista crítico como debe juzgarse tanto la solución del “Socialismo en un solo país” como la variante “Revolución permanente” internacional. El Nacionalismo mecanicista carece de toda perspectiva cosmopolita universal; el “mal” o abstracto Internacionalismo puede llevar a la inacción al nivel nacional, y, en caso de toma del Poder, a un “Napoleonismo liberador” anacrónico y antinatural (como la invasión a Ucrania y la fracasada a Finlandia y Polonia, o, aunque Gramsci no las llego a ver, las posteriores guerras de fronteras de Stalin entre 1939 y 1941). La fórmula gramsciana, equidistante de las dos posiciones, sería algo así: punto de partida nacional con perspectiva internacional. Gramsci no es el que “prioriza” el plano nacional, sino que lo hace la propia y objetiva lógica del Capital.
El libro finaliza con un breve racconto de las desventuras de Gramsci en América Latina, ya suficientemente mapeadas desde el trabajo de José Aricó, pero no tomando en cuenta el primer “gramsciano latinoamericano” de talla: el peruano José Carlos Mariátegui, marcado a fuego por el Gramsci ordinovista. Resulta de gran valor el intento de DM de analizar internamente el concepto general gramsciano de “Occidente” enfrentado a “Oriente”, distinción acuñada por Lenin hacia 1913, encontrando cuatro niveles válidos de aproximación histórica, en una gradación que incluso permitiría llegar a la comprensión de la “peculiaridad latinoamericana” (p. 175). DM concluye de manera correcta que hablar de una condición “occidental-gramsciana” solo tiene sentido, sin que se caiga en una extrapolación anacrónica y libresca, si reconocemos el carácter de precariedad de los supuestos “Estados ampliados” latinoamericanos. Un punto a destacar por DM es la problemática categoría “Nacional-popular”, un concepto que aunque presente en los Quaderni desde su inicio, una noción reconstruida y fijada como esencial por el Togliattismo, una hipostatización que le ha dado una jerarquía excepcional que carecía en el propio Gramsci. Sin dudas “Nazionale-Popolare” es una de las herramientas hermeneúticas más útiles a la hora de vulgarizar y distorsionar a los Quaderni. Para esta distorsión ideológica valen las propias palabras de Gramsci: “la repetición mecánica de un esquema de análisis surgido en un contexto histórico y político completamente diferente denota una propensión a la abstracción y al dogmatismo”. DM no intenta “desincrustrar” el concepto del Togliattismo de su calcificación neostalinista (que groseramente colocaba el acento semántico sobre “popular” para su uso político en la batalla democrática “antifascista” y fundamentar el Realismo literario periférico al PCI) sino relacionarlo con la idea general del Jacobinismo gramsciano. “Giacobinismo” es otro término polémico no tanto por su distorsión vía el PCI sino por su compleja evolución, por su tortuosa genética en el interior del pensamiento gramsciano. Para Gramsci “Giacobino” tenía en su origen dos significados que finalmente se separaron: 1) el históricamente establecido, es decir un determinado partido de la Revolución francesa; y 2) un método general de gobierno y de acción de partido caracterizado por la extrema energía, decisión y resolución, dependiendo de la creencia fanática en la bondad del programa del partido y de su método. Poco a poco en el lenguaje político de la Modernidad el término jacobino se redujo al segundo significado, o sea: a una suerte de hombre político enérgico, resuelto y fanático, persuadido de la “virtud taumatúrgica” de sus ideas. Gramsci, como buen filólogo, critica este uso impropio, “des-historizado”, le denomina “etiqueta literaria e intelectualista”, y propone una noción compleja que gira en torno a un modelo de revolución burguesa completa y triunfante (con una política de alianzas determinada). Así es usado como “paralelismo negativo” en su análisis del Partito d’Azione (Mazzini-Garibaldi) y de la Revolución Pasiva italiana. Su Antijacobinismo juvenil nunca le abandonará, que le hará inmune a toda tentación totalitaria o deriva liberal de izquierda, yace latente a los largo de los Quaderni: “a pesar de todo, los jacobinos permanecieron siempre en el terreno de la Burguesía. Está demostrado por los acontecimientos que marcaron
su fin como partido de formación demasiado determinada y rígida y la muerte de Robespierre: no quisieron reconocer a los obreros el derecho de coalición, manteniendo la ley Chapelier, y como consecuencia tuvieron que promulgar la ley del ‘maximum’. Destruyeron así el bloque urbano de París… y el Termidor consiguió el predominio.” Para DM Gramsci interpreta el Jacobinismo como “el partido de la Revolución en acción, que impulsa el proceso revolucionario más allá de sus estrechos límites de clase, que moviliza a las masas populares (urbanas y rurales) y que se propone fundar un nuevo Estado” (p. 185). DM se centra en el uso “metahistórico-metafórico” de Jacobinismo referido a los partidos revolucionarios durante la transición. No hay que olvidar que en la cristalización conceptual en los Quaderni se efectua un complejo proceso de “interconexión conceptual” (Gerratana), en la cual quedan interrelacionados bajo la rúbrica Giacobinismo tanto el “Moderno Príncipe”, el “Pueblo-Nación” de la época burguesa, una determinada “Voluntad popular-nacional” e incluso la forma histórica del Marxismo en su variante rusa, el Leninismo, como paradigma estratégico de la “Guerra de Movimiento”. En este sentido es que DM puede hablar del Jacobinismo como metáfora imaginada de una Voluntad colectiva “popular-nacional” (¡y no a la inversa!), símbolo de una Voluntad colectiva. A su vez, Gramsci deconstruye la fórmula de la “Revolución Permanente” de 1848-1850 como una expresión “científicamente elaborada de la experiencia jacobina de 1789 hasta el Termidor” (Q 13, 7), y que precisamente pertenece fatalmente a una etapa histórica objetiva ya transitada, escribe Gramsci: “La fórmula es propia de un periodo histórico en el que no existían todavía los grandes partidos políticos de masas ni los grandes sindicatos económicos y la sociedad estaba aún, por así decirlo, en un estado de fluidez en muchos aspectos: mayor atraso en las zonas rurales y monopolio casi completo de la eficiencia político-estatal en pocas ciudades o incluso en una sola (París para Francia), aparato estatal relativamente poco desarrollado y mayor autonomía de la sociedad civil respecto a la actividad estatal… En el periodo posterior a 1870, con la expansión colonial europea, todos estos elementos cambian, las relaciones organizativas internas e internacionales del Estado, se vuelven más globales y masivas y la fórmula del 48 de la ‘Revolución permanente’ es elaborada y superada en la ciencia política en la fórmula de ‘Hegemonía civil’”. La solución al dilema que planteaba el debate estratégico trágico en la URSS no es ni “Socialismo en un solo país”, ni el renacimiento de la fórmula cuarentiochesca “Revolución permanente” ni siquiera un Neojacobinismo de tinte leninista sino el concepto de “Hegemonía”, que permite la inaudita concentración de fuerzas para el combate en un contexto de “Guerra de Posiciones” en el Occidente desarrollado. Pero acaso Trotsky no llamó “mentecatos de la ofensiva” a los que seguían sosteniendo la “Guerra de Movimiento” como estrategia abstracta y anacrónica en el Comitern?
El trabajo tiene un valor inestimable, el de lanzar de manera pionera y valiente un debate, DM con precisión habla de “intersección y contrapunto” entre Trotsky y Gramsci, que en lengua española jamás tuvo lugar, ni del campo gramsciano ni del trotskista. Además de colocar en las exactas coordenadas el lugar de esta productiva investigación de las afinidades entre estos dos grandes prácticos-teóricos de la Política y la Revolución, ambos sufriendo un sino común de herencia disputa y malentendida. Se trata, en suma, de la revitalización de la teoría crítica, de volver a establecer una práctica liberadora-transformadora, y en ella tienen un especial significado tanto Trotsky como Gramsci, ya que intentaron una re-elaboración creativa del Marxismo después de su degeneración, vulgarización y fractura.
Fuente: Nicolás González Varela
5 de julio de 2017. ESPAÑA