Filósofo
Hemos escrito cientos de páginas probando -en mi Etica de la liberación- que la “vida humana” es el fundamento absoluto material (en cuanto contenido) de la pretensión de bondad de todo acto humano. Todo acto humano, máxima, institución, sistema, puede ser considerado éticamente bueno si afirma o desarrolla algún aspecto de la “vida humana”.
Es más, ningún acto puede dejar de tener en cuenta ese principio universal: o, en el largo plazo, afirma la vida o mata de alguna manera. Por ello hemos criticado los formalismos, los racionalismos, el cinismo de la razón instrumental, por no incluir entre las condiciones de la moralidad la afirmación de la “vida” y, fundamentalmente (sin antropocentrismos), a la vida “humana”.
Actualmente hay grupos que toman también la vida como criterio de moralidad, pero la toman parcialmente, para solucionar un solo caso (y de manera igualmente unilateral). A eso le llamaré técnicamente una “falacia reduccionista”: reducen el tema a una de sus posibilidades. Tomemos algunos ejemplos para entender la cuestión.
Si una honesta y ejemplar -según hemos leído en su biografía- tejedora, pastora, madre y abuela de gran familia, indígena, de sexo femenino, en su edad de extrema dignidad por estar en su senectud -como diría Séneca- es violentamente atacada, violada y muerta por un grupo asesino, ¡se ha atacado a la vida humana! El acto no podrá pretender ser bueno; es perverso, injusto, reprobable.
Si a millones de trabajadores o empleados del Estado se les pone en riesgo los fondos de su retiro, que con miles de horas de trabajo (de su “vida”, entonces, que se han objetivado en bienes, y entre ellos en sus aportes mes tras mes durante años) ha acumulado, dejando a discreción de un capital privado que podría en su momento declararse en quiebra, es “matar” de alguna manera a todos esos hombres y mujeres en su “vida”, porque la pobreza (toda pobreza es menos-vida, peor-vida, acortar-vida) ensombrecerá su muerte anticipada, es ¡atacar la vida humana!
Intentar privatizar un bien del pueblo -como Pemex-, bien común que permite usufructuar una riqueza que ayuda a mejorar la salud, la educación, la felicidad y longevidad del pueblo, es poner en riesgo nuevamente la “vida” de millones de hombres y mujeres, y restringir a que esos bienes sean usados por unos pocos mexicanos y, lo peor, por extranjeros, es ¡negar la vida humana!
Entregar la educación de nuestros hijos en la enseñanza pública y los medios de comunicación (que son como una segunda escuela del pueblo) a manos de aquellos que toman esos sectores tan esenciales de la “vida” humana para fines gremiales espurios o de simple ganancia económica es, nuevamente, ¡atacar la vida humana!
Obligar a una niña violada a que dé a luz el hijo, fruto de una violación, no ayudando en la educación del hijo ni haciéndose cargo de tantos efectos negativos que sufre la joven madre, atenta de muchas maneras contra la “vida” y la dignidad de la madre. En primer lugar, porque el machismo de nuestro medio no hace también responsable del acto al “padre soltero”. ¿Quién ha pensado, como acontece en países menos machistas y más desarrollados, imponer por ley la posibilidad de señalar quién es el padre de la criatura (aunque sea un joven irresponsable), a fin de que no sea sólo la pobre muchacha la víctima del don Juan? El dicho “padre soltero” (la expresión suena extraña, por no usual, pero nos muestra la injusticia con que se acomete a la “madre soltera”) deberá hacerse responsable de todos los gastos y obligaciones educativas de su hijo si su madre (aunque no fuera su esposa) quiere tener dicho hijo. Esto por lo menos haría responsable igualmente a la parte masculina. En segundo lugar, porque toda pretensión de bondad de un acto exige un pleno y autónomo consenso, una libre determinación del agente moral. Nadie, ni el juez ni ninguna institución, por más sagrada que se pretenda (y menos la fundada por Jeshúa de Nazaret, que instituyó la inviolabilidad y última instancia de la conciencia moral de la persona), puede pretender suplantar o decidir por el actor ético. La mujer y el varón (este último como corresponsable de la decisión que tome la mujer, en cuyo cuerpo se engendra el nuevo ser humano) que conciben un hijo/a son, como decimos, la última instancia ética de la decisión, y pueden ser juzgados por haberla adoptado, pero nadie puede ocupar su lugar. Se les puede dar consejos, se puede pretender proclamar reglas o leyes públicas, pero la instancia subjetiva es la definitiva.
La vida de la madre viene primero; después la del hijo/a. Es una cuestión de vida o muerte, y encarar directamente la muerte de uno de ambos estaría en contra del principio material (por su contenido) de la ética. Claro que, en concreto, los principios pueden entrar en conflicto (la vida de la madre y del hijo/a), y hay que saber discernir entre ellos, darle a uno prioridad sobre el otro, en la complejidad casi infinita de los casos empíricos. No entramos aquí a describir la cuestión, sino a indicar los principios. Es un caso donde la “vida” nuevamente es criterio de discernimiento y fundamento de justificación de los actos.
Por ello, los movimientos que dicen ser “pro-vida”, lo que en sí mismo es muy positivo, deberían advertir que dicho principio (la afirmación de la vida humana) juega una función fundamental en toda la ética, la política, la economía y en todos los campos prácticos. Veamos un ejemplo económico.
Karl Marx muestra que el trabajador emplea muchas horas de su “vida” para producir mercancías. El “valor de cambio” para Marx era expresado metafóricamente por la sangre, como coágulo de sangre. El valor económico de las mercancías, que aparece en el mercado como precio, es objetivación de “vida” humana -para el pensamiento semita, de aquel Marx de familia judía, la “sangre” era la “vida”, y por ello Feuerbach dijo que la esencia del cristianismo era “beber y comer”: beber la sangre del Cordero y comer su carne en la Eucaristía, para escándalo de marxistas estándar y cristianos conservadores. Dice el libro del Eclesiástico (Ben Sira) de la Biblia (judía y cristiana): “Quien no paga el justo salario derrama sangre” (34, 27). Por ejemplo, ante el reciente aumento de la tortilla (alimento que reproduce la “vida”), es decir, ante la necesidad de tener más dinero (que es por su parte objetivación de “vida”, como todo valor de cambio) para poder vivir, el pueblo de los pobres “muere” de alguna manera (cuando no se sacia el “hambre”, como dice Ernst Bloch, el sujeto es atacado en su sobrevivencia por la injusticia). Espero que los movimientos “pro-vida” hayan colaborado con los que se manifestaron por dicho aumento.
En conclusión, cuando se habla de la “vida humana” como criterio ético y principio que fundamenta la pretensión de bondad de todo acto, no se debe reducir a un aspecto de la vida, sino usarla en toda su universalidad como justificación de la justicia en economía, en política, en cuestiones de género, y hasta en el deporte: en todo acto humano.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2007/04/20/index.php?section=opinion&article=018a1pol