Doctor en Filosofía por la Universidad Iberoamericana de México. Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México e investigador en el Instituto de Investigaciones Filológicas.
Desde la historia de las ideas, concretamente filosóficas y teológicas, es agradable encontrar que Hrotsvitha de Gandersheim (935-1001) pertenece a un grupo de monjas medievales de asombrosa cultura -para su momento-, del que formaron parte poco después personas tales como Sta. Hildegarda, Sta. Gertrudis, Sta. Matilde y otras muchas.
Llama la atención que en aquel entonces hubiera mujeres así, como nos llama la atención que en el México colonial haya habido alguien como Sor Juana. Tan antifeministas solemos ver a esas sociedades y a esas épocas.
La asociación con Sor Juana no es un tópico obligado, sino algo esclarecedor. Monjas aquellas también, da la impresión de que se encerraban en los conventos para consagrarse no solamente al amor a Dios, sino también al saber. Así vemos que Eloísa, la enamorada de Abelardo, el gran filósofo optó por el monasterio después de que ambos juraron consagrarse al saber y a Cristo, y llegó a ser una culta abadesa; siempre mujer de gran estudio.
Se comprueba que en aquellas épocas el camino de las letras era el del monasterio, tanto para los hombres como para las mujeres. Fuera del monasterio estaban el camino de las armas y otras profesiones, pero en el se asentaba el oficio del pensamiento. Las escuelas monacales, antecesoras de las universidades, eran en ese tiempo la sede de los estudios y funcionaban en los monasterios de varones; pero en los femeninos, aunque no había escuela pública, se daba un ambiente y clima de estudio hoy difícil de imaginar.
Esta pléyade de monjes y monjas eran cultivadores de la teología y la espiritualidad, que encendían sus corazones con la llama viva del ansia por participar de la vida misma de Dios. También eran guardianes de la cultura clásica, bastante derruida por las invasiones bárbaras, no metafórica sino literalmente. Y la cultura clásica entendida no sólo como filosofía griega y latina, útil a la teología, sino también comprendiendo la literatura pagana. A ésta se la imitaba ya sin su paganismo, vertiendo en sus suaves formas el múltiple contenido de los misterios cristianos.
Por eso no es de extrañar que esta monja, imitadora de Terencio, haya adoptado motivos cristianos como tema de sus composiciones. Además, la tersura del estilo de Terencio se prestaba para el tipo de ideas que Hrotsvitha quería transmitir. Ella misma dice, en su prefacio, que las ficciones de Terencio deleitan por la suavidad de su estilo, pero enseñan cosas poco convenientes. Debido a eso, desea contrarrestar ese mal efecto y utilizar su suavidad para inculcar el amor a los valores del cristianismo y, especialmente, los del monacato cristiano.
En la carta prefatoria dirigida a ciertos sabios favorecedores de su obra, se alegra de que éstos le otorguen el beneficio de su atención, dados los grandes conocimientos que ellos poseen y no obstante su “mujeril talento”. Se disculpa, sí, pero retóricamente, y ya se le nota consciente de que no depende de los hombres -sino sólo de Dios- para que la aprecien y valoren. Dios da el talento a cada quien, y ella puede usar el que recibió, aunque cree “que la inteligencia mujeril es tardía” (quanto muliebris sensus tardior esse creditur -p. 67-, es decir: “cuánto se cree que es más tardía la inteligencia de la mujer pero sin concederlo propiamente”).
Es ya una conciencia de que el Dador de las luces dota a cada quien con su medida de talento, sea hombre o mujer. Es una reivindicación de la mujer de letras a la par del varón, con base en el talento que se muestre. Semejante a la reivindicación que hará siglos más tarde Tomás de Aquino de los mendicantes, para que puedan enseñar en la Universidad, que los seculares querían impedir. Se basa en el mismo fundamento: que enseñe quien tenga talento para ello, y muestre dicho talento, independientemente de que sea mendicante o secular. Así también Hrotsvitha quiere que se valore lo que alguien escribe no porque sea hombre o mujer, sino por el talento que manifieste en sus escritos.
De los seis dramas quiero centrarme en dos de ellos, que tienen que ver directamente con perspectivas sociohistóricas de la mujer, en los que se escenifica la conversión de mujeres pecadoras. En ellos se aprecia especialmente la sensibilidad femenina de Hrotsvitha. Así como está enarbolando la bandera de la mujer como sujeto de virtudes, tanto intelectuales como morales, tanto teóricas como prácticas, de igual modo se le nota tratando de mostrar el camino del bien a las mujeres que han caído en el pecado trazándoles el sendero a través de la presentación dramática de mujeres que supieron levantarse de su postración. Ciertamente en ello ocupa un lugar importante la imagen del varón, del hombre santo que las ayudó; pero eso no hubiera servido de nada si la voluntad de las mujeres de que se trata no estuviera animada por la comprensión de la valía de lo femenino.
Dichos dramas se titulan “Abraham o Caída y conversión de María, sobrina del eremita Abraham” y “Pafnucio o Conversión de la meretriz Taide”.
En la primera, el ermitaño Abraham cuenta a su coeremita Efrén que María había quedado huérfana y él la recogió y la cuidó, dándole piadosa instrucción en su eremitorio. Pero un día ella, atraída por el pecado y movida por el diablo, se escapó para entregarse a los placeres y a los que la requieran como amante. Abraham se da entonces a la tarea de encontrarla.
A través de un amigo la localiza en una ciudad vecina, donde vivía en casa de un proxeneta, que la regalaba y al cual ella enriquecía con la venta de sus favores a los muchísimos enamorados que acudían a ella. Abraham se disfraza de militar y se finge otro de los amantes que la solicitaban. Cuando uno al otro se descubren, María se arrepiente de su caída, y dice a Abraham que, seducida por el pecado, ahora siente vergüenza de acercarse a la santidad de él. Éste la perdona, y la recibe nuevamente.
El amor paternal de Abraham, que va por ella, temerosa de no tener ya perdón de sus faltas, puede más. Y le asegura que es peor desesperar de que Dios la dispense, “porque así como la chispa del pedernal no puede inflamar los mares, así la acritud de nuestros pecados carece de fuerza para alterar la benignidad de Dios”. Y, dado que ella sigue temerosa, le dice “Recaiga sobre mí tu iniquidad. Tú únicamente regresa al lugar de donde saliste y comienza por segunda vez el modo de vida a que estabas consagrada” (p.185). Se nota aquí la fuerza que dimana del estilo de Terencio: In me sit iniquitas lita; tantunmodo revertere ad locum, unde existi, et ini secundo conversationem, quam deseruisti (p. 204). Y María vuelve al eremitorio, transformada en un ejemplo de vida santa.
En el otro drama, el de Taide, Hrotsvitha muestra su interés por la música, la armonía de las esferas, el macrocosmos y el microcosmos. Hace una mención del hombre como mundo menor o microcosmos que refleja las cosas del universo, ya que abarca todas las esencias, las materiales y la espiritual. ¿Por qué trae aquí a cuento este tema del microcosmos, tan profundo? Quiere marcar la dignidad del ser humano, que es compendio y culminación de todas las cosas materiales y que, además como los ángeles y Dios, tiene naturaleza espiritual. Esa dignidad se ve mancillada cuando se incurre en el vicio y en la miseria moral. Es lo que le había ocurrido a Taide, que vivía como meretriz, dada a la lujuria y a la ambición.
Pafnucio, el anacoreta, se acerca a ella para rescatarla del pecado, valiéndose de que ella acepta al Dios verdadero, del que cree que puede escaparse y al cual, sin embargo, implora: Jesucristo. Pafnucio, como Abraham en el otro drama, se finge uno de los amantes que llegan a pedirle satisfacción de sus deseos. Ella escucha sus razones para cambiar de vida, y convencida, se dedica a una penitencia más severa que la de otras mujeres que buscaban la perfección espiritual en ese eremitorio. Resalta aquí la fuerte voluntad y la entrega generosa de la mujer.
Asimismo, en este drama se ponen de manifiesto los conocimientos de filosofía de Hrotsvitha. Por ejemplo, su conocimiento de Aristóteles. Señala correctamente que quien sepa discurrir de acuerdo con la dialéctica (qui dialectice scit disputare), sabrá que a la substancia, que ella denomina de modo helenizante la ousia, nada le es contrario, “sino que ella es receptora de los contrario” (p. 212). Y al final del drama habla de la muerte del cuerpo y de la inmortalidad de alma con términos tomados del hilemorfismo aristotélico (p. 231). También hay un rasgo plátonico-agustiniano: la alusión que hace a la armonía del cosmos según peso, orden y medida. San Agustín la tomaba del libro bíblico de la Sabiduría, en el que dice que Dios todo lo dispuso en número, peso y medida. Aquí aparece cambiado el número por el orden, pero acaba por hacer mención a la aritmética, la astronomía y la música de las esferas celestes, con lo cual queda en el mismo contexto matemático y metafísico en el que lo había usado San Agustín.
En suma, los dramas de Hrotsvitha nos hablan de una mujer, su autora, que era un compendio del saber de su época, muy a la altura de los sabios de aquel entonces. Lo cual no deja de causarnos un agradable asombro y una profunda sensación de respeto hacia su persona.
Obras de Hrotsvitha en la Internet
http://www.fh-augsburg.de/~harsch/hro_intr.html