La dialéctica nunca para Sacristán una ciencia alternativa. No era la ciencia del Ser, ni del Universo, ni del todo, ni la ciencia felizmente hallada de la Historia, ni tampoco el saber científico garantizado de las totalidades concretas.
Rebelión
Texto de presentación de Manuel Sacristán, Sobre dialéctica, Barcelona, El Viejo Topo, 2009; prólogo Miguel Candel, epílogo Félix Ovejero y nota final de Manuel Monleón Pradas, edición de SLA
La dialéctica era de hecho una asignatura obligatoria en la organización y los recién llegados tenían que hacer un cursillo en la materia. Gente joven con ganas de machacar a los patronos se veía abocada a participar estupefacta en seminarios especiales en los que un camarada veterano les instruía, tiza en mano, acerca de los arcanos de la dialéctica. En vez de profundizar en la explotación del hombre por el hombre, se les pedía que tomaran apuntes sobre la negación de la negación o la transformación dialéctica de la cantidad en cualidad; habían llegado allí para construir el futuro y ahora estaban sentados en una clase de álgebra. Cómo exactamente la unidad hegeliana de los opuestos podía contribuir a que una guardería no se cerrara, seguía siendo un misterio tan insondable como la doctrina política del limbo […] Una vez en una conferencia socialista oí a un joven trabajador, que obviamente se había ganado sus galones en las clases de dialéctica, comunicar con satisfacción a sus compañeros asistentes que “las ollas hierven, los perros ladran y las clases luchan”, justo el tipo de razonamiento perfecto para ser despedazado en una clase de filosofía de Oxford.
Terry Eagleton (2004), El portero
Coherente con lo que había dicho respecto de la filosofía, Sacristán había rechazado la pretensión de considerar a la dialéctica como ciencia. Las ciencias existían con su propia lógica y metódica y pretender suplantarlas con una ciencia mayor o más integral era una concesión que el marxismo hacía al oscurantismo filosófico. El trabajo dialéctico existía, en primer lugar, como producción de una concreción intelectual sobre el mundo. Pero dicha producción no se encontraba embridada en método alguno y constituía, por así decirlo, un trabajo artístico de producción de una figura concreta sobre la realidad. Para producir esa figura debían concursar diversos tipos de saberes empíricos adaptándose siempre a los contornos que la realidad había dibujado.
José Luis Moreno Pestaña (2008), Filosofía y sociología en Jesús Ibáñez. Genealogía de un pensador crítico
En Guantanamera, en un encuentro fortuito, un ex-estudiante de Sociología que se gana la vida conduciendo camiones por la resistente [1] isla caribeña explica titubeante a su ex-profesora de Econometría los conflictos emocionales en los que está inmerso. Ella entiende, comprende muy bien su situación y le recuerda con delicadeza la inevitable dialecticidad de los sentimientos humanos. El rendido conductor se lleva las manos a la cabeza, los ojos a sus ojos y con envidiable cadencia de enamorado, suspira y balbucea: “¡Ah, sí, la dialéctica! Claro, claro, se me había olvidado profesora”.
La espectadora, también el espectador, sonríe y acepta el guiño del malogrado Tomás Gutiérrez Alea. La dialéctica dio para mucho. Para diez cosidos, para cien barridos, para mil manuales, para inalcanzables y sofisticados desvaríos teóricos, para sesudas e intrincadas reflexiones filosóficas e incluso, esta vez sí, para una hermosa declaración de amor. Si, como observaba Aristóteles, el Ser se dice de muchas maneras, hasta el punto de que una cadena radiofónica en constante y sesgado decremento informativo lleva su nombre [2], no son menores en número ni menos sustantivas en supuesta profundidad las usuales acepciones de nuestra categoría. Ahora que la noción está en franca decadencia es conveniente recordar que durante años, con indiscutible desbordamiento temático y con alguna torpeza estilística, todo era o debía ser asunto dialéctico, y resuelto además dialécticamente: las luchas de clases, la larga marcha progresista de la historia, las contraposiciones sociales, las polaridades morales, las inconsistencias teóricas, los comportamientos inadmisibles, las disciplinas científicas, los enunciados verdaderos, los conceptos matemáticos, las reflexiones culturales, las discusiones familiares, los conflictos amorosos,… incluso el mundo, todo él como unidad, era en sí mismo estricta e inevitablemente dialéctico [3].
No sólo fue la exageración, o la permanente, cansina y poco dúctil insistencia temática. También algunas incomprensiones básicas penetraron y arraigaron en el entonces transitado territorio de la dialéctica marxiana. Fuera por llevar a las espaldas la voluminosa mochila de una tradición repleta de teorías leninistas del reflejo y densas cargas hegelianas, por defender precipitadamente visiones poco matizadas de temáticas ónticas y epistemológicas, o por mantener a un tiempo numerosos polos de interés generados por necesarias y urgentes luchas políticas, sea como fuere, no hay duda de que numerosos autores, incluso pensadores tan documentados como George Novack [4], defendieron a lo largo de los años cincuenta y sesenta tesis arriesgadas, y escasamente informadas, sobre las relaciones entre ciencia, dialéctica y lógica formal. Las leyes o teoremas de esta última, se decía, proscriben la contradicción, situándose en franca oposición con la realidad y veracidad de la evolución natural: si la “formalista” ley de la identidad sostiene que nada cambia, la dialéctica asegura que todo está en constante devenir. Materialismo versus idealismo, se repetía una y otra vez con extraña letanía y curiosa satisfacción. ¿Qué afirmación eran falsa y cuál verdadera? ¿A qué enunciado debíamos adherirnos y cuál descartar? Éstas eran, señalaba Novack, las grandes preguntas que los entusiastas de la dialéctica formulaban en voz alta y clara a los formalistas “empedernidos”. Éstas eran las decisivas cuestiones “que la lógica formal no se anima a oír ni a considerar porque exponen el vacío de sus pretensiones y señalan el fin de su reinado de dos mil años sobre el pensamiento humano”.
No fue el único caso desde luego. Henri Lefebvre, un filósofo marxista al que Sacristán hace referencia en algunos de los trabajos recogidos en este volumen [5], señalaba en una de sus aproximaciones al materialismo dialéctico [6]:
La lógica formal ha comprometido al pensamiento racional en una serie de conflictos. El primero es un conflicto entre el rigor y la fecundidad. En el silogismo (aun cuando no sea en absoluto estéril) el pensamiento no es absolutamente coherente más que cuando se mantiene en la repetición de los mismos términos. Es bien conocido que la inducción rigurosa no es aquella que permite pasar de los hechos a las leyes. Todo hecho, toda comprobación experimental, introduce en el pensamiento un elemento nuevo, por lo tanto innecesario desde el punto de vista del formalismo lógico. Las ciencias se desarrollan fueran de la lógica formal e incluso contra ella. Pero aunque la ciencia es fecunda no parte de verdades necesarias, no sigue un desarrollo riguroso [la cursiva es mía].
Pero no todo fluye o, cuanto menos, no perceptiblemente. En estudios relativamente recientes, se siguen sosteniendo tesis del mismo tenor, y casi con idéntica melodía, que las defendidas por Novack o Lefebvre en tiempos de la recordada y añorada primavera de Praga. Alan Woods y Ted Grant [7] sostenían en los años noventa del pasado siglo, sin cambio aparente, que la realidad estaba en contraposición abierta con las denominadas “leyes” de la lógica formal, que, en su opinión, eran “la expresión más absoluta de pensamiento dogmático que nunca se haya concebido, una especie de rigor mortis mental”. La naturaleza vive, respira, y resiste tozudamente el acoso del pensamiento formal. A no es igual a A. Las partículas subatómicas son y no son a un tiempo. Los procesos lineales finalizan siempre en caos. El todo es mayor que la suma de sus partes. La cantidad se transforma inexorablemente en cualidad. La propia evolución no es un proceso gradual sino que está interrumpida por saltos y catástrofes imprevisibles [8]. Es así y no de otro modo concluían, los ejemplos se agolpan. ¡Qué le vamos a hacer! Los hechos son los hechos, que hablan por sí mismos, gritan incluso, a favor de un enfoque dialéctico anti-formalista. Si los dialécticos son amigos críticos de lo real, logicistas y formalistas se mueven, como peces áulicos en aguas no contaminadas, entre trascendentes, alejadas y caducas formas platónico-jupiterinas. Ningún conocimiento de lo real es puerilmente lógico, sino maduramente dialéctico.
Empero, no todo ha sido error ni desvarío en la viña marxista. A pesar de sus influencias y simpatías hegelianas, Della Volpe fue sensible a los desarrollos de la lógica formal, y lo mismo puede afirmarse entre otros de Ludovico Geymonat, P. S. Popov, A. Zinoviev, Lucio L. Radice, Jindrich Zeleny o Robert Havemann, aquel reconocido físico-químico alemán de quien Sacristán tradujo Dialéctica sin dogma y para quien la dialéctica no podía entenderse más que en su concreción. Si se desligaba de ella y se transformaba en puro formalismo abstracto, se reducía inmediatamente a un pálido esquema, cristalizando rígidamente en un sistema que se presentaba, además, con la pretensión de ser lo más general, importante y profundo que la humanidad había logrado generar. “Pero separada de la realidad no es más que un arbitrario disputar bajo la forma de contradicciones fantásticas, abstrusas y absurdas”, añadía Havemann. La rigidez, proseguía el científico y filósofo alemán, no residía en los teoremas o fundamentos lógico-formales sino en los nudos y aristas de fantasiosos proyectos dialécticos. Se era así capaz de ver críticamente la paja en el ojo ajeno y de reconocer simultáneamente el notable, el inmenso pajar que cubría frecuentemente la propia mirada.
Habría que admitir, por otra parte, que casi ninguna tradición filosófica, ni siquiera las más sofisticadas analíticamente, ha permanecido libre de imprecisión o ensoñación. Algunas presentaciones de la lógica borrosa han incorporado rasgos de familia con las anteriores formulaciones. Bart Kosko, uno de los pioneros de esta rama de la lógica no-clásica, ha sostenido que nuestros revolucionarios avances médicos no han facilitado aún la delimitación entre vida y no vida al nacer o al morir, que tampoco podemos trazar una exactalínea divisoria entre espacio y atmósfera aun cuando fuéramos capaces de describir esta última molécula a molécula, o que los mapas detallados de la Tierra o de Marte no nos dicen con exactitud dónde acaban las colinas y dónde empiezan las montañas. A pesar de ello, sostiene Bosko, gran parte de la ciencia acepta un mundo de blancos y negros que nunca cambia, que siempre permanece idéntico a sí mismo. No hay enunciado admitido que no sea verdadero o falso. Los programas ejecutables, con sus ristras inacabables de ceros y unos, son un emblema de este mundo en blanco y negro, y de su injusto triunfo sobre lo que el autor considera la verdadera mentalidad científica. De ahí que Bosko se mantenga abiertamente contrario a lo que ha sido moneda corriente en la filosofía y en la ciencia “tradicionales”: la lógica binaria aristotélica que en su opinión se reduce a una sola ley básica: A o no-A, o eso o aquello. “El cielo es azul o no lo es. No puede ser a la vez azul y no azul. No puede ser A y no A. La “ley” de Aristóteles estableció qué era lo filosóficamente correcto durante más de dos mil años” [9].
Transitando por senderos no siempre antagónicos, uno de los grandes economistas-matemáticos del pasado siglo, Nicholas Georgescu-Roegen [10], ha defendido, a propósito de lo que él mismo ha denominado “conceptos dialécticos” y con argumentos atendibles e informados, que en un determinado momento histórico una nación podía ser a la vez una democracia y una no-democracia, de igual manera que en una determinada edad un humán sería al mismo tiempo joven y viejo. De lo que el bioeconomista rumano colegía que a esta categoría de nociones no era posible aplicar sin matices la ley fundamental de la lógica clásica, el principio de no contradicción: B no podía ser a la vez, en el mismo momento y desde la misma perspectiva, A y no-A. Por el contrario, “tenemos que aceptar que, al menos en algunos casos, sucede que B es al tiempo A y no-A” [11]. Dado que este último principio era, en su opinión, una de las piedras angulares de la filosofía hegeliana, proponía que llamáramos dialécticas a todas las nociones que pudieran transgredir el principio de no contradicción, entre ellas, como se señaló, el mismo concepto de democracia [12].
El razonamiento dialéctico [13], señalaba el gran científico y pensador rumano, usa conceptos dialécticos. El rasgo característico de estas categorías es que pueden superponerse a sus contrarios, sus significados se introducen en el ámbito semántico de los conceptos opuestos. Mientras que un concepto analítico -“aritmomórfico” en la terminología de Georgescu- está separado de su contrario por un espacio vacío, delimitador, un concepto dialéctico lo está por una penumbra esencial, dentro de la cual A y no-A pueden ser simultáneamente verdaderos. Por lo demás, esta penumbra no divide todo el ámbito de la referencia de las categorías en cuestión en tres conjuntos disjuntos: el ámbito de A, el de no-A y el de ambos. No está definida de forma que podamos saber, de manera automática, ante un caso concreto, si está dentro o fuera de ella. La esencia de la dialéctica reside en que la penumbra que separa un concepto dialéctico de su contrario está ella misma rodeada de otras zonas penumbrosas dialécticas separadas a su vez por otras penumbras similares, y así sin fin. Aún más, señalaba Georgescu, la aritmomanía predominante ignora que la acusación de ”sin sentido”, la defensa positivista construida de manera más cuidada, ni siquiera puede comenzar su argumentación sin recurrir ella misma a conceptos dialécticos. De hecho, ella misma es dialéctica, como la mayoría de nuestros conceptos o categorías básicas: no sólo justicia, democracia, bondad, maldad, empresario, ocupación, sino también abstracción, competencia o creencia. De ahí el despliegue de la dialecticidad, de ahí que toda argumentación sea en última instancia dialéctica, concluye Georgescu-Roegen
Por su parte, el gran escritor guatemalteco Mario Roberto Morales [14] recordaba en un trabajo reciente la definición sugerida por Debord en La sociedad del espectáculo. El espectáculo no es simplemente una colección de imágenes sino una relación social entre individuos mediada por imágenes. Se trata de una definición dinámica, no de un mero concepto estático que se agotaría en la simple descripción de la exterioridad. De esta forma, el fenómeno analizado estaría definido en su movimiento y según las funciones que cumple como hecho social que es. Así opera, así debía seguir operando la lógica dialéctica, concluía Morales, definiendo los fenómenos en sus relaciones. Por su propio carácter, una definición dialéctica necesita elucidar el tipo de relación social que caracteriza al fenómeno definido. De lo contrario se estancaría en señalar lo estático de su rasgo, y una aproximación así, adialéctica, no explicaría nada ni tendría utilidad alguna para el avance de nuestro conocimiento.
No fue ésta, empero, la atalaya desde la que Sacristán construyó su reflexión desde sus iniciales y tempranas incursiones en este ámbito de la tradición marxista.
Como Jon Elster, el autor de Introducción a la lógica y al análisis formal nunca vio oposición excluyente entre la lógica formal, clásica o no, y la dialéctica. También como Elster, Sacristán no creía que la dialéctica ofreciera un método operativo que pudiera aplicarse con buenos o aceptables resultados dentro de límites definidos, o que de (y con) ella pudieran extraerse “leyes sustantivas del desarrollo histórico con predicciones precisas para casos concretos” [15]. De ello no extraía una condena sin paliativos y sin restos de la finalidad dialéctica. Tampoco en esto andaba muy alejado del autor de Uvas amargas. No hay “ley” de la negación de la negación, en ningún sentido claro o difuso de esta noción, pero esa categoría, sostenía Elster, “tiene un cierto valor al dirigir nuestra atención a problemas que de otro modo podríamos haber soslayado” [16]. No hubiera manifestado Sacristán objeción alguna a la sugerencia. Explícita y reiteradamente así lo indicó en su prologo de 1964 al Anti-Dühring engelsiano. Pero no sólo entonces desde luego.
En su presentación de 1983 a la traducción catalana de El Capital [17], Sacristán recordaba el experimento mental propuesto por Lukács en Historia y consciencia de clase: suponiendo que todas las afirmaciones particulares del legado de Marx [18] hubieran sido falsadas o vaciadas por la misma evolución social, qué sería entonces lo que aún permanecería vivo de la tradición marxista se preguntaba el filósofo húngaro. Lukács no aceptó el vacío o el silencio como respuesta. Si todas las tesis sustantivas del marxismo hubieran sido orilladas por el propio desarrollo de las sociedades humanas, por el descubrimiento de alguna inconsistencia teórica o por alguna falsación empírica, seguiría aún vigente el estilo de pensamiento de Marx, englobante, dinámico e histórico, estilo que el autor de El joven Hegel denominaba “método dialéctico”. Admitiendo que esta reflexión lukácsiana le resultaba muy sugerente, Sacristán incorporaba importantes matices: el programa, que no método dialéctico de Marx, englobaba diversas ciencias sociales, no se oponía por principio a la matematización en estos ámbitos, permanecía atento a los desarrollos de disciplinas naturales, próximas o no, se totalizaba en la historia, no se cubría con ropajes acorazados e incluía un núcleo de teoría en sentido estricto, falsable y revisable por tanto, que se encontraba básica aunque no únicamente en El Capital.
El programa marxiano era ya en aquellos lejanos años de finales del siglo XIX totalmente inabarcable por un hombre solo, lo que podía explicar, añadía Sacristán, los sufrimientos psíquicos y físicos de Marx, al mismo tiempo que daba su estilo de época a una empresa intelectual que hoy, como ha apuntado John Berger, consideraríamos más bien empeño propio de un colectivo científico-artístico interdisciplinar [19] y no tarea de un investigador solitario. Quedaba en todo caso como idea imperecedera, concluía Sacristán, la consideración de que todo programa de transformación social debía incluir saber contrastado, conocimiento positivo [20].
No parece, pues, discutible que el uso del concepto no siempre fue riguroso y que el término ha pasado, en poco más de dos décadas, de ser una palabra ampliamente usada en círculos académicos y políticos, e incluso en revistas y publicaciones de carácter general, a estar casi en desuso, fruto del aluvión de críticas recibidas. Alguna consecuencia de estas críticas -la oscuridad y asignificatividad del término; su pretenciosidad, osadía y seguridad aparente; la falta de informaciones esenciales sobre temáticas próximas o supuestamente afines-, fue recordada con fina y amigable ironía por Javier Muguerza:
Cuandoquiera que en un pasaje aparezca esa palabra, tachémosla sin contemplaciones; sí, después de tacharla, entendemos el pasaje, eso demostrará que la palabra era absolutamente innecesaria; y si, por el contrario, el pasaje no se entiende, consolémonos pensando que la presencia de la susodicha palabra no lo habría hecho más inteligible [21] .
¿Qué puede colegirse entonces del denso conjunto de opiniones vertidas sobre la noción por autores tan diversos como Popper, Bunge, el propio Elster, Boulding o Colletti? ¿Puede y debe ser arrojada la finalidad dialéctica a la papelera de las aspiraciones cognoscitivas imposibles por utópicas, oscuras e inconsistentes? Sacristán no defendió nunca una conclusión así. Aceptó desde antiguo, matizadamente, la adecuación de muchas de estas consideraciones críticas, pero al mismo tiempo consideró que era posible una interpretación, inspirada en escritos y cartas de los clásicos de la tradición, que salvara el concepto y le diera un significado preciso e interesante [22].
Para Sacristán la dialéctica no era otra forma de hacer lógica ni era, por tanto, una alternativa a la lógica formal clásica o a alguna de las lógicas alternativas desarrolladas a lo largo del siglo XX. No lo era porque la lógica formal tenía que ver con la estructura y corrección de nuestros argumentos, con la precisión de la noción de consecuencia lógica o del “seguirse de” [23], y no era éste el objetivo central o lateral de la motivación dialéctica. Más aún, como no podía ser de otro modo, toda construcción dialéctica era lógica, en el mismo sentido en que toda teoría física, económica o incluso toda conjetura filosófica debía serlo. Es una obviedad que todo discurso, si aspira a la corrección y a la inteligibilidad, aunque niegue la preponderancia de la razón o de la lógica por “dogmática y trasnochada”, explícita o implícitamente, sigue o debería seguir las leyes lógicas fundamentales.
Tampoco era ningún método especial si, como el mismo Sacristán sugería, se entendía por método una serie normada de operaciones, de manipulaciones “atómicas” autorizadas, que toda persona competente en una determinada disciplina, teórica o práctica, podía realizar de la misma manera, obteniendo resultados idénticos o similares, si partía de los mismos datos y presupuestos o usaba instrumentación y materiales idénticos. Podía hablarse así -los ejemplos son del propio Sacristán- del método de los mínimos cuadrados, del método de la inferencia natural en Gentzen y Quine, o, en un plano empírico, del método de las cámaras de plomo para la obtención de ácido sulfúrico, pero no, en cambio, con ningún significado preciso y razonable, de “método dialéctico”. En el sentido definido y aceptado del término, la dialéctica no era ni podía ser un método. Aquí, apuntaba Sacristán, se había tropezado con las palabras y la caída había producido importantes heridas. Cuando a finales del siglo XX o principios del XXI se usan nociones así, se está aludiendo a conceptos que se han formalizado con precisión en la epistemología contemporánea. En cambio, cuando un filósofo del siglo XIX como Marx usaba la expresión pensaba más bien en una forma de pensamiento, en un estilo intelectual, en una manera general de pensar. Si en lugar de esta acepción, pensamos en procedimientos normados y unívocamente determinados, tropezamos entonces “con las vaciedades científicas de la cantidad y la cualidad, la negación de la negación, el campanudo descubrimiento del Mediterráneo, de que todo se mueve, etc” [24]
Había que aceptar que en este punto había existido una notable confusión en la tradición, sin olvidar que en aquel entonces las nociones no estaban tan perfiladas, y que no era sólo Engels el malo, el tonto y el feo de esta película. El extravío tenía su explicación. Cuando Marx encargó a Engels que hiciera una reseña de Contribución a la crítica de la Economía política, este último, analizando los distintos materiales metodológicos existentes, probablemente pensó que no había nada que fuera adecuado para articular el proyecto intelectual marxiano. En la interpretación engelsiana, Marx se había visto obligado a usar, invirtiendo su sentido original, la dialéctica hegeliana, “el menos malo” de los materiales entonces existentes. Incluso el propio Marx, años después, exaltó su propio método al compararlo con “el rudimentario método inglés” de Darwin:
El libro de Darwin es muy importante y me conviene como fundamento científico-natural de la lucha de clases histórica. El precio que hay que pagar, naturalmente, es la grosera manera inglesa de desarrollo” (Carta a Lassalle, 16/I/1861) [25]
¿Tenían entonces algún sentido, en opinión de Sacristán, las denominadas “leyes” dialécticas del paso de la cantidad a la cualidad [26] o de la negación de la negación? Sí, si se entendían de manera radicalmente distinta al concepto de ley científica acuñado con precisión en la moderna filosofía de la ciencia. La “ley” de la doble negación no era equiparable en ningún sentido relevante, por ejemplo, con las leyes de la gravitación universal o de la conservación de la energía. Esas ideas pertenecían aun género intelectual que sería negativo perder, eran “metáforas metafísicas” del tipo “todo cambio consiste en el paso de la potencia a acto” o, por poner otro ejemplo muy querido por Sacristán, la afirmación aristotélica del De anima de que “el alma es, en cierto sentido, todas las cosas”. De ningún modo era éste un saber rechazable; se trataba de un pensamiento semipoético con el que los filósofos habían podido describir la experiencia cotidiana pre-científica, metáforas que ordenaban experiencia vital. Las “leyes” adscritas al “método dialéctico” serían, pues, una de las grandes metáforas metafísicas que habían contribuido a estructurar la experiencia de la humanidad, pero no eran ni podían presentarse como ideas científicas contrastadas. No eran, pues, ideas exactas pero tampoco eran nociones inútiles [27] .
De igual modo, tampoco la dialéctica fue nunca para Sacristán una ciencia alternativa. No era la ciencia del Ser, ni del Universo, ni del todo, ni la ciencia felizmente hallada de la Historia, ni tampoco el saber científico garantizado de las totalidades concretas. Pero de ello no infería en su interpretación que las relaciones entre dialéctica y conocimiento científico fueran de oposición o negación; precisamente, lo que en su opinión distinguía la empresa dialéctica en lo que llamamos “Occidente” de aspiración similar en tradiciones orientales era la incorporación en aquélla, para la consecución de objetivos “totalizadores”, de saberes científico-positivos.
Aún más, Sacristán señaló la presencia de la “actitud dialéctica” en el propio quehacer científico, no sólo como objetivo posterior y diferenciado. ¿A qué blanco apuntaba con esta consideración? Probablemente, a la existencia, no siempre dominante ni aceptada, de “señales dialécticas” en las reflexiones de miembros de las comunidades científicas. Gell-Mann [28] ha coordinado a un colectivo de científicos que investigaban sobre ámbitos aparentemente muy alejados entre sí: la mecánica cuántica, el sistema inmunológico del ser humano, la evolución de los lenguajes y, desde un punto vista general, la economía como sistema complejo adaptativo. En El quark y el jaguar. Aventuras en lo simple y lo complejo, el galardonado físico joyciano anunciaba que el propósito del volumen era presentar su propia visión sobre una síntesis que estaba emergiendo en los límites de la investigación acerca de la naturaleza del mundo que nos rodea, el estudio de lo simple y lo complejo, investigación que estaba empezando a reunir, con una nueva perspectiva, material procedente de muy diversos campos de las ciencias físicas, biológicas y del comportamiento, y de las artes y humanidades:ni
El enfoque que conlleva facilita el descubrimiento de conexiones, en ocasiones entre hechos o ideas que a simple vista parecen muy alejados entre sí. Más aún, está empezando a dar respuesta a algunas de las preguntas que muchos de nosotros, científicos o no, continuamos haciéndonos sobre el verdadero significado de lo simple y lo complejo.
Síntesis creativa de saberes no sólo científicos sino artísticos y humanísticos también, en neto paralelismo con la aspiración dialéctica tal como ésta era concebida por Sacristán [29].
Presentada como ontología fundamental, tampoco la dialéctica estaba libre de críticas. Las conocidas formulaciones sobre el carácter dinámico de todo ser, la negación de la negación como motor de los cambios y la ley de la cantidad y la cualidad ofrecían numerosas grietas. Bunge[30] resumía sus principales observaciones en los puntos siguientes: los principios de la dialéctica, tal como se formulaban en la literatura existente, eran ambiguos e imprecisos; cuando se los formulaba con precisión, tres o cuatro de los cinco principios en los que Bunge sintetizaba la propuesta dialéctica perdían su aparente universalidad: arrancaban con “algún” antes que con “todo”. Cuando se los formulaba de manera más débil, quedaban tan afectados que se acercaban a simples perogrulladas del tipo “algunos entes del Universo cambian”, y aceptando que se los formulara con claridad y alcance limitado, los principios dialécticos no podían ser base suficiente para una teoría general del cambio. El autor de La investigación científica finalizaba su crítica señalando los dos principios dialécticos que, en su opinión, seguían siendo válidos:
1) toda cosa concreta es cambiable y
2) a lo largo de todo proceso emergen nuevas propiedades, aunque estos principios eran compartidos por todas las teorías procesuales.
De hecho, la ontología defendida por Bunge no era, propiamente, dialéctica sino dinamicista, o, si se prefería, conservaba lo que aún vivía y desechaba lo ya superado de la vieja dialéctica. Además, el enfoque dialéctico se caracterizaba por la búsqueda de polaridades y por la exageración de la importancia de los conflictos tanto en la naturaleza como en la sociedad o el mismo pensamiento, a expensas de la cooperación y de cualquier otro mecanismo de cambio. Pero, en opinión del científico y filósofo argentino, esta concepción era típica de una etapa primitiva del pensamiento: la ciencia no busca polaridades sino que pretende encontrar pautas objetivas, leyes científicas que en muy pocas ocasiones son polares y, cuando el conflicto es real, es tal su complejidad que generalmente desborda ese estrecho marco.
Más allá de la total pertinencia de las críticas de Bunge, algunas de ellas compartidas por el propio Sacristán, su enfoque no refuta la visión aquí discutida, posición alejada de toda concepción ontológica general postulada con deseo de permanencia [31]. Como no podía ser de otro modo tratándose de una noción con tanta tradición filosófica incorporada, son diversos los significados del término que pueden hallarse en su obra, pero no hay inconsistencia entre ellos y acaso pueda verse un hilo conductor que los enlaza y que, en mi opinión, tiene que ver directamente con lo que fue una divisa vital e intelectual de Sacristán [32]. La siguiente:
Hace ya más de treinta años que un científico y filósofo inglés, procedente de dos de esas tradiciones críticas [marxismo y filosofía analítica] J. D. Bernal describió con pocas palabras lo que imponen de derecho a una cultura universitaria sin trampas premeditadas los resultados de esos doscientos años de crítica. Modernizando su formulación puede hoy decirse: hay que aprender a vivir intelectual y moralmente sin una imagen o “concepción“ redonda y completa del “mundo”, o del “ser”, o del “Ser”. O del “Ser” tachado.
Para Sacristán, la aspiración dialéctica, praxeológica si se quiere, podía ayudar a realizar este empeño, esta finalidad esencial con los mejores instrumentos disponibles.
En el conjunto de su obra, hay usos del concepto que no tienen especial relevancia teórica, simple sinonimia de otras nociones afines. Pueden ser traducidos, sin pérdida de significatividad, por “filosofar marxista”, por “concepción fluyente de lo real o de nuestras teorías” o, en ocasiones, por interrelación conflictiva, no amigable, entre partes o elementos de un determinado sistema. En algunos usos, con innegable arista irónica, “dialécticos” refiere directamente a filósofos hegelianos o hegelizados.
En Jesuitas y dialéctica, un trabajo de 1960, los usos del término encajarían dentro de estos usos. Cuando Sacristán comenta los ensayos de Bochénski, Calvez o Wetter sobre el materialismo dialéctico utiliza el término como sinónimo de filosofía marxista. Igualmente, en otras ocasiones, por lo demás no muy numerosas, pueden verse usos no esenciales que quedarían subsumidos dentro de esta primera acepción.
Empero, ya en esos primeros textos hay pasos que van en una dirección más propia, que apuntan hacia una interpretación más singular. Cuando Sacristán señala en este artículo publicado en Nuestras ideas que, efectivamente, hay oscilación en el marxismo pero no entre positivismo y antipositivismo, sino entre conocimiento positivo de la experiencia científica y de la práctica social y la generalización de esa experiencia en una cosmovisión provisional, para insertarla nuevamente en la experiencia científica y la práctica social -y, por tanto, con posibilidad de ser corregida o falsada-, en vez de trasformarla en una verdad supraempírica, inmutable y metafísica, y que este oscilar, este hacer intelectual, recibe el nombre de “pensar dialéctico”, esta anunciando una aspiración epistémica, una búsqueda filosófica, compartible o no, pero en todo caso con dotación de sentido y muy alejada de cualquier consideración de la dialéctica como lógica alternativa o infalible metodología no fijista.
Más allá de estos primeros atisbos, los usos más propios del concepto en la obra de Sacristán pueden ser agrupados en tres apartados:
1) la dialéctica entendida como estilo de pensamiento [33];
2) la dialéctica concebida como objetivo gnoseológico consistente en buscar visiones de conjunto, totalidades provisionales [34] a partir de los variados resultados del hacer científico más consolidado, sin olvidar aportaciones de las ciencias sociales ni de saberes pre-teóricos ni tampoco aproximaciones artísticas o filosóficas generales, y
3) la dialéctica vista como aspiración al conocimiento de singularidades, objetivo normalmente desechado, o no sentido como central, por el conocimiento científico tradicional [35].
Un hilo conductor que uniera los diversos nudos de esta taxonomía podría dibujar el siguiente arco: la dialéctica sería una forma general de pensar, temperada pero con agudizado vértice crítico, que intentaría construir síntesis de conocimientos o aproximaciones parciales, de carácter científico-artístico-filosófico, sin olvidar conocimientos empírico-prácticos de tradiciones culturales no institucionalizadas [36], que permitieran una aprehensión creativa, documentada (y, por supuesto, ni redondeada ni inmutable) de singularidades, de “totalidades concretas”, con la finalidad explícita, en el ámbito de la política, de intervenir en las prácticas sociales transformadoras de orientación socialista. No siempre la dialéctica sería una aspiración estricta y puramente gnoseológica [37]: la XI tesis sobre Feuerbach, su misma noción de la filosofía y del filosofar, y la comprensión del marxismo como tradición política revolucionaria planean cercanas a lo largo y ancho de la concepción de Sacristán.
El probable origen de esta aproximación a la dialéctica -tan opuesta en su época a los vientos del Oriente lejano o del Occidente próximo, fueran estos de alguna ortodoxia no siempre cansina o de heterodoxias no siempre sugerentes- ha sido señalado por Antoni Domènech en los siguientes términos: la dialéctica marxista procede de la línea Kant-Hegel; en esta tradición es entendida como una facultad especial que rebasa la parcialidad y abstracción del entendimiento, de la razón analítica o instrumental. La facultad humana capaz de superar la rigidez del entendimiento es la Razón propiamente dicha que podrá aprehender fluidamente la realidad, no como un todo integrado y abstracto sino en su concreción. Sacristán habló reiteradamente de “totalidades concretas” -ya desde su prólogo al Anti-Dühring- pero se negó a aceptar esa forma de entender la dialéctica dependiente de una facultad especial. Sugiere Domènech que una de las claves para entender la inspiración de Sacristán pasa por no olvidar que su formación filosófica básica tiene un pie en la fenomenología y otro en la tradición analítica. ¿Qué pasado común tienen, filosóficamente hablando, ambas tradiciones? Franz Brentano, quien se presentó a sí mismo como restaurador de la prudencia y sensatez aristotélica frente a los excesos de los varios sistemas idealistas modernos. Recuérdese por otra parte, prosigue el autor de El eclipse de la fraternidad, que Sacristán solía presentar su noción de dialéctica en contraposición no con la concepción kantiana de la imposibilidad de conocer la cosa en sí, donde se situaría la línea hegeliana, sino enfrentada a la idea aristotélica de que el conocimiento es siempre saber de lo universal. Domènech recordaba una imputación no marginal de Sacristán a la gnoseología del Estagirita que enlaza con uno de los puntos señalados: el sesgo patricio de la reflexión de Aristóteles se hace patente en la exclusión de la práctica (poiética) como fuente de conocimiento, pero es esa práctica precisamente la que “nos obliga a un conjunto de operaciones cognitivas de ajuste flexible, de representación global y de concreción que proporcionan un tipo de conocimiento que está vedado a la, por lo demás imprescindible, theoria”[38] .
Aunque la dialéctica, como se apuntó, no sea un procedimiento o camino normado y bien definido que permita llegar a la verdad o al hallazgo de soluciones, sí puede ser en cambio una forma, un estilo no normativizado de pensar, útil para subir algún peldaño o para encarar adecuadamente situaciones y análisis. ¿Cuál sería la característica básica de este estilo de pensamiento al que adjetivamos de dialéctico? ¿Qué papel juega en el proceso de elaboración e interpretación de nuestras teorías? Holton [39] ha mostrado la complejidad de los factores que intervienen en el alumbramiento de nuevas concepciones y teorías, en el trabajo científico practicado en el “contexto de descubrimiento”, en los procesos mentales que permiten a los científicos llegar a adquirir o a conjeturar una nueva explicación. Sería interesante, señala Holton, “pillarlos por sorpresa y ver su imaginación en marcha”, dado que normalmente los aspectos más subjetivos de la investigación han estado excluidos de la práctica científica transmitida y de las consideraciones de muchos historiadores, por no hablar del menosprecio, generalizado durante años, entre epistemólogos positivistas ortodoxos. Nos deberíamos situar en ese contexto, tratando de comprender el momento del alumbramiento del concepto, de la hipótesis, de la conjetura científica. El mismo Einstein, nos recuerda su editor, urgía a los historiadores a que concentrasen sus esfuerzos en comprender cómo los científicos pensaban y luchaban con sus problemas.
Es acaso en este punto señalado por el autor de La imaginación científica donde podemos situar la acepción de la dialéctica como estilo de pensamiento, como forma de pensar sistemas u objetos de conocimiento mirándoles por delante y detrás, en positivo y dando la vuelta al calcetín por así decir, mirando las dos o más caras, algunas de ellas ocultas u ocultadas, de toda situación. La idea valdría tanto para el trabajo del investigador como para la reflexión del filósofo o del escritor [40]. Un científico social puede saber que la circulación del capital internacional en los inicios de los noventa era veinte veces mayor que la circulación de capital transnacional a principios de los setenta y deducir, a partir de este hecho y de datos y consideraciones complementarias, que todo ello ha redundado positivamente en el comercio mundial, en el consumo responsable de los ciudadanos y en su propio bienestar. Pero puede intentar también girar, dar la vuelta a esa información, mirarla desde otra atalaya, penetrar en ella y ver que la composición interna de ese capital, a lo largo de esos veinte años, ha ido transformándose radicalmente [41]. Si a principios de los setenta el 90% de las transacciones estaban relacionadas con el comercio o con la inversión a largo plazo (ambas, aceptémoslo provisionalmente, generadoras de riqueza sostenible), en los años noventa por el contrario la situación se había invertido casi por completo: el 90% de estas transacciones eran estrictamente especulativas y sólo el 10% restante respondía al comercio y a la inversión a largo plazo. De este modo, las previsiones y predicciones anteriores podrían quedar alteradas por esta nueva “mirada dialéctica”, por este mirar en negativo, volviendo de revés, el “brillante panorama”. Sería este estilo de pensamiento el que le permitiría al investigador social ahondar en datos e informaciones, y ver o intentar ver los diversos aspectos presentes, algunos de ellos conflictivos y ocultados, en el análisis comparativo que está realizando. El modo de pensar dialéctico, este estilo de pensamiento, permitiría entonces una mirada más ajustada, menos sesgada, menos entregada, menos conforme, mirada que aspiraría a observar y comprender el mayor número de caras del complejo poliedro que representa toda situación social de interés.
Una reflexión pareja puede verse en las páginas que Elster dedicó a la dialéctica en su ensayo sobre Marx [42]. Elster nos recordaba aquí dos frases de William Blake, un contemporáneo de Hegel: “No hay progreso sin contrarios” y “Nunca se sabe lo que es suficiente a menos que se conozca lo que es más que suficiente” [43]. La forma de decir hegeliana era algo distinta -tesis, antítesis y síntesis, o posición, negación de la posición y negación de la negación- pero, probablemente, se están defendiendo las mismas ideas sobre el cambio y la estructura del proceso. Es cierto, señala el autor de Uvas amargas, que muchos procesos “dialécticos” puestos como ilustración de estas triadas hegelianas son controvertidos, pero no lo son tanto en otras ocasiones. Si consideramos el desarrollo de las ingenuas creencias religiosas infantiles, a través de etapas de duda y vacilación, hasta las creencias reflexivas del adulto, es plausible pensar que el paso directo, sin eslabones, de una etapa de ingenuidad a una etapa de madurez reflexiva sea imposible, e incluso que no haya retorno posible de esta etapa a la primera, en coincidencia con las características de la síntesis -o de la negación de la negación- de los sistemas hegelianos. Sea como fuere, como el mismo Elster señala y Sacristán seguramente compartiría, no hay aquí ningún modelo universal, ninguna teoría general.
En la segunda de las acepciones, cabe distinguir tres usos relacionados: el primero, destacado por el propio Sacristán, tendría que ver con lo que en la teoría general de sistemas [44] se ha presentado como el estudio de conjuntos de elementos que además de interactuar con el medio están a su vez constituidos por partes ligadas entre sí, por interacciones fuertes en absoluto despreciables. Un sistema sería algo más que la mera suma de sus partes. El segundo está relacionado con la integración e interrelación de diversas disciplinas científicas: estaríamos aquí ante objetivos de investigación que no quedarían totalmente subsumidos dentro de una única especialidad académica, sin menosprecio alguno, innecesario es decirlo, de las divisiones clásicas [45]. Finalmente, la dialéctica remitiría a las cosmovisiones o concepciones del mundo nunca pensadas como formas definitivas de aproximación teórica.
El enfoque interdisciplinar, totalizador, coincidiría con lo señalado ya en 1972 por D. H. y D. L. Meadows, J. Randers y W. W. Behrens [46]. El ser humano, sostenían los autores, se enfrenta cada vez con mayor frecuencia con una serie de problemas interrelacionados, como el deterioro del medio ambiente o la incontrolable expansión urbana, que ellos agrupaban bajo la denominación de “la problemática”. Las interrelaciones entre los diversos componentes son tales que parece imposible, e improcedente gnoseológicamente, separar de la maraña de “la problemática” algunas cuestiones para tratarlas aisladamente. De este modo, nuestros métodos habituales de análisis, “nuestros enfoques, nuestras políticas y estructuras gubernamentales fracasan cuando se enfrentan a situaciones tan complejas”. Esta visión integradora, esta visión global, tiene precedentes insospechados: por ejemplo, entre miembros del Círculo positivista de Viena [47] .
Sacristán trató el tema de las cosmovisiones en varios de sus ensayos [48]; especialmente, en su prólogo al Anti-Dühring. Una concepción del mundo, señalaba, no es un saber idéntico al de una ciencia positiva; sería, más bien, una “serie de principios que dan razón de la conducta de un sujeto, a veces sin que éste se los formule de un modo explícito”. Estos principios o creencias pueden ser inconscientes en el individuo que obra, estando, sin embargo, explicitados parcial o totalmente en la cultura de la sociedad en la que éste individuo vive. Las cosmovisiones o concepciones constan de dos partes interrelacionadas: la contemplativa o teórica y la práctica o sistema de juicios de valor. De la consideración teórica de que “el hombre es una naturaleza herida” se pasa “de forma bastante natural”, señalaba, sin que exista una implicación estricta ni falten contraejemplos, a la regla práctica que postula someterse a la autoridad. La existencia de una forma explícita de determinada cosmovisión no permite, sin más añadidos, averiguar “cuál es la concepción del mundo realmente activa en esa sociedad”. Detrás de la cosmovisión subyacente a los derechos humanos, recordaba Sacristán, ha habido históricamente en muy diversas realidades sociales otras creencias efectivas, menos legitimadas y mucho menos universales.
Limitándose a aspectos teóricos, Sacristán sostenía que las afirmaciones de la vieja filosofía sistemática, de los viejos dogmas religiosos y de las concepciones del mundo tradicionales carecían de rasgos del saber científico como la intersubjetividad y la capacidad predictiva, y dado que estos atributos dan a los seres humanos “una seguridad y rendimiento considerables”, el conocimiento que los posee desplaza, en cuanto a conocimiento de las cosas del mundo, al pensamientoespeculativo de la filosofía tradicional, pensamiento más vago, menos operativo, menos controlable. Las dificultades señaladas eran además insalvables: toda concepción del mundo contiene afirmaciones no resolubles por los métodos decisorios del conocimiento positivo como la existencia e inexistencia de Dios, la finitud o infinitud del Universo, o el sentido o falta de sentido de esas mismas afirmaciones, enunciados estos que nunca podrán ser objeto de demostración ni de prueba empírica.
Empero, aunque el conocimiento positivo no pueda fundamentar enteramente, sí puede abonar una determinada filosofía general más que otra. Así, la aceptación de la teoría de la evolución no parece abonar una interpretación literal de la creencia cristiana de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios. Sin probar su falsedad, la hace poco plausible [49]. Las concepciones del mundo, que tomen la ciencia como cuerpo básico de conocimiento real, se encuentran a la vez por delante y por detrás de la investigación positiva: por detrás, intentando generar una cosmovisión de acuerdo con los resultados de la investigación positiva; por delante, inspirando o motivando la investigación positiva misma. Si la concepción que inspirase la investigación psicológica fuera antropológicamente dualista, señalaba Sacristán, ¿cómo podría explicarse entonces el interés de la psicología por cuestiones de orden fisiológico? Este interés presuponía otra concepción de las relaciones mente-cuerpo. De lo anterior, infería una sugerente crítica al intento de “pureza científica” que puede presidir, y de hecho preside, algunas comunidades de investigadores: si los científicos se mecen en la impura ilusión de actuar de forma independiente de toda cosmovisión, corren el riesgo de someterse, inconscientemente si se quiere, a la concepción del mundo vigente en la sociedad en que ellos desarrollan su tarea, porque no hay comunidad humana sin cosmovisiones y no hay científico que pueda vivir totalmente ajeno a su entono socio-cultural [50].
Tres años más tarde, en su penetrante comentario sobre El asalto a la razón [51], Sacristán apuntó una rectificación terminológica y conceptual: tiene que existir, señalaba, una ajustada mediación entre la consciencia de la realidad, tal como ésta se presenta a la luz del conocimiento de cada época, el juicio valorativo que nos merezca esa realidad “y una consciencia clara de las finalidades entrelazadas con esa valoración, finalidades que han de ser vistas como tales, no como afirmaciones (pseudo)teóricas”. Si la expresión había arraigado, señalaba, podíamos seguir llamando a la consciencia de esa mediación “concepción del mundo”, pero acaso fuera conveniente “terminar incluso en el léxico con el lastre especulativo romántico”. Siguiendo la forma de decir de algunos historiadores de la ciencia de aquellos años, Sacristán proponía términos menos ambiciosos como visión previa o hipótesis generales.
No hay, empero, renuncia de la finalidad: el ideal dialéctico, en esta acepción que se está comentando, no es contradictorio con la aspiración a una “cosmovisión” -hipótesis general, visión previa o paradigma- que recomponga, en la medida de las fuerzas teóricas existentes, las piezas del mosaico aportadas por el conocimiento positivo -u otros saberes empíricos, pre-teóricos [52] y artísticos-, sin olvidar que esa recomposición no es definitiva, ni está ni puede estar absolutamente justificada, ni goza de los atributos de la certeza y exactitud sin tacha. Su sino sería más bien el de un hacer y rehacer ilimitado: tejer interminablemente durante el viaje sin término de una Penélope y un Ulises activos [53]. Admitiendo, siguiendo a Poincaré [54], que la ciencia se construye con hechos al igual que las casas se construyen con piedras y que una colección de hechos no genera ciencia automáticamente como tampoco un montón de piedras constituye una casa por sí mismo, tampoco el simple amontonamiento de saberes científicos, artísticos y prácticas sociales generaría cosmovisiones atractivas. El trabajo dialéctico no consiste solo en seleccionar ajustadas piezas para la tarea sino en ponerse manos en la masa, elaborando creativamente la síntesis perseguida. No hay automatismo en el proceso [55].
Y sin olvidar, por otra parte, los riesgos adyacentes. En este hacer creativo podemos efectuar no sólo desplazamientos arriesgados sino saltos en el vacío. Sacristán mismo, comentando Ecodynamics. A New Theory of Societal Evolution [56], observaba que intentando esbozar “un esquema del universo entero, y particularmente de la tenue parte del mundo que constituye el medio temporal y espacial de la especie humana”, Boulding usaba metáforas de alto riesgo cognoscitivo al sostener que el automóvil es tan especie como el caballo, o que los artefactos humanos entran en relaciones ecológicas entre ellos y con artefactos biológicos, sin olvidar el marco ecológico general que le permitía hablar de “poblaciones de palabras”, “de la energía como poblaciones de ergios”. No había duda de los riesgos especulativos, presentes incluso en tradiciones tan cuidadosas como la analítica, sobre todo si concebimos estas cosmovisiones more geometrico o si les otorgamos larga duración temporal. Vistas, por el contrario, como aspiración no realizable en todos sus nodos, como ideales regulativos, pueden ejercer un positivo papel en el desarrollo del amplio e intrincado arco del conocimiento y, especialmente, constituir una decisiva ayuda para dar respuesta a la cuestión a la que cualquier filósofo, cualquier ciudadano, sigue estando obligado: intentar saber a qué atenerse de la forma más documentada posible.
Finalmente, en opinión de Sacristán, el rechazo de la afirmación clásica de la epistemología tradicional de que no había ciencia sino de lo universal, de que el individuo no era ni podía ser objeto de tratamiento científico, tenía ya un lejano motivo en la noción de explicatio de Spinoza. De hecho, el término Entwicklung [57]tenía la motivación de traducir la palabra latina del filósofo pulidor [58]. Además, era piedra de toque en la filosofía de Leibniz: la tesis leibziana de la existencia de una noción completa de substancia singular era, en su opinión, “la expresión más cargada de este tipo de teoría del conocimiento que vive de la pasión por la inteligibilidad de lo singular concreto” [59].
Este programa gnoseológico del conocimiento de los singulares, de las totalidades concretas, irrumpió destacadamente en el campo de las ciencias sociales [60]. Sacristán narraba así su historia: la lucha contra la Revolución francesa, contra su tendencia codificadora y su visión universalista e igualitaria del derecho fue lo que motivó la primera disputa del método en ciencias sociales en el área del derecho: frente al racionalismo ilustrado, antirracionalismo; frente al universalismo, particularismo; frente al igualitarismo, jerarquización. Todo ello podía ser englobado, desde el punto de vista de la historia cultural europea, en lo que solemos llamar “romanticismo”. En los dos grandes países de la reacción antinapoleónica -Prusia y Gran Bretaña-, el romanticismo fue casi siempre, con pequeñas excepciones -Heine, en Alemania, o Shelley, en Gran Bretaña- posición de la derechaextrema, romanticismo consciente de reacción. Pero precisamente era en esos dos países, y en el ámbito romántico, donde había nacido, a él se podía atribuir con justicia el mérito de haber suscitado “la disputa del método”.
La tercera acepción de dialéctica remitía, pues, al rechazo de la afirmación clásica de que el individuo no era ni puede ser objeto de tratamiento científico [61]. En sus clases de metodología de las ciencias de 1984-1985 [62] daba Sacristán el siguiente ejemplo: si realmente lo que uno se proponía era conocer íntima, estéticamente, un determinado objeto, como un viejo péndulo que conservábamos en casa de un familiar, no se podía satisfacer nuestra curiosidad meramente en base a las leyes físicas del péndulo, entre otras cosas porque esas leyes no sirven para todo péndulo, y además no representan a ninguno de ellos en particular. Ningún péndulo tiene toda su masa concentrada en un único punto como postula el modelo. Pues bien, para toda la escuela histórica por un lado, y para Marx en paralelo con ella, el objeto de conocimiento era similar a este péndulo doméstico. Su interés es el conocimiento individualizado de ciertos momentos históricos, con la diferencia en el caso del Marx maduro que éste había asumido que para su investigación necesitaba la economía clásica, las matemáticas y el conocimiento positivo de disciplinas naturales que, de forma limitadora, operaban en el subsuelo de la investigación. A diferencia de la escuela histórica, Marx tenía asimilada la necesidad metodológica del trabajo teórico puro pero su finalidad epistémica era afín: la comprensión de presentes históricos o de momentos concretos y definidos de nuestro pasado histórico; en el caso de su obra principal, en el caso de El Capital, la comprensión de la singularidad del capitalismo.
Por todo ello, en su opinión, dialéctico sería un adjetivo aplicable a un producto intelectual caracterizable por rasgos como su globalidad y totalidad y el carácter endógeno de la explicación, que implica, en mayor o menor medida, un punto de vista histórico dado que no existen objetos sociales (ni naturales) atemporales. Podremos decir entonces que una teoría será más o menos dialéctica en la medida en que sea más o menos englobante, autoexplicable e histórica. Para la construcción de estos productos históricos, englobantes, endógenos, para la aprehensión dialéctica y revisable de estas singularidades, un estilo intelectual atento a los conflictos o contraposiciones ocultas, que no olvide las propiedades emergentes de los sistemas, que una con rigor los diversos saberes positivas (y afines) y que no renuncie a cosmovisiones documentadas, es un excelente plan de trabajo, un magnífico programa de investigación, “un Studium generale y hasta un vivir general para todos los días de la semana” [63]. John Berger [64] ha expresado una idea complementaria:
[…] Yo creo que evolucionamos a través de la práctica y no de la teoría. Evolucionamos haciendo cosas, no pensándolas. Y también creo que hay que hacer cosas con otros y no solos. De la acción conjunta es de donde sale la energía para avanzar. Se cree que la energía proviene del interior […] en realidad la energía nos viene dada desde fuera.
***
Si como quería Thomas Huxley, la gran tragedia de la ciencia es la muerte de una hipótesis por culpa de un hecho mediocre, no sería un drama menor que la interesante (y no inactual) lectura de Sacristán de la dialéctica marxiana y temáticas afines, así como la propuesta gnoseológica a ella adherida, fueran desconsideradas por una presentación desenfocada. El lector distinguirá tema de aproximación. Sea como sea, los materiales incorporados al presente volumen merecen la compañía de una observación kantiana. He optado, comentaba Kant sobre su propia Crítica de 1781 en su diario, por el método de la escuela con preferencia al libre movimiento del espíritu y del ingenio
[…] aunque sabía que, siendo mi propósito hacer que toda cabeza reflexiva participe de mi investigación, la sequedad de este método habría de arredrar a aquellos lectores que buscan ante todo el lado práctico. Y aunque hubiera estado en posesión de un gran ingenio y de los más cautivadores encantos como escritor, habría prescindido de ellos, pues es muy
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=97314
SPAIN. 20 de diciembre de 2009