El centenario del nacimiento de Isaiah Berlin (1909-1997), historiador de las ideas e insigne representante del pensamiento liberal, llega en un momento de cambio. La desaparición del marxismo del panorama cultural permitió hace veinte años recuperar figuras como la de Berlin, que se habían resistido a las modas socializantes. Pero ahora se tambalea el modelo capitalista, ensalzado por las tendencias liberales. Puestos a examinar las ideas de Berlin, nada más significativo que su libro Cuatro ensayos sobre la libertad (1), un clásico del pensamiento político.
El abanico de cuestiones afrontadas por Berlin en este libro es amplio: la novedad que aporta el siglo XX a las ideas políticas engendradas por la Ilustración; la pluralidad de factores que influyen en la evolución social y la dificultad para aceptar el determinismo histórico; el rechazo de cualquier intento de querer descubrir una armonía y una perfecta jerarquización en los valores, etc. Y, como sustrato común de todos esos asuntos, la gran cuestión de la libertad, que merecidamente da título a este volumen.
Una historia sin leyes
Los orígenes continentales de Berlin (nació en Riga en 1909) quedaron sepultados por sus largos años en Inglaterra, y esta circunstancia biográfica dejó una impronta decisiva en su obra. Berlines, en primer lugar, un empirista. Por eso, cuando afronta el problema del determinismo histórico, se guarda mucho de pretender demostrar que carece de fundamentación racional. Resulta obvio que no comparte la postura determinista. Pero con su armamento intelectual sólo puede decir que, si aceptáramos el determinismo histórico, carecerían de sentido todas las atribuciones morales que empapan nuestro lenguaje cotidiano.
Berlin pone también en guardia contra el racionalismo, que desea encontrar un sentido, una dirección unívoca a la evolución histórica. Porque –dirá– no solo los cientificistas creen que la historia –como si fuera una ciencia natural– obedece a unas leyes precisas; lo mismo piensan esos metafísicos racionalistas, cuando opinan que todos los seres tienen unos fines específicos, derivados de su naturaleza.
En una cosmología construida de acuerdo con esa metafísica teleológica, no habría espacio para la libertad, ya que todo ha de desenvolverse siguiendo las leyes ínsitas en la estructura de la realidad, que dirigen a cada uno hacia sus fines. Por tanto, si fuera cierta, cuanto mejor conociéramos la realidad, tanto más exactamente podríamos predecir el futuro. “Para un ser omnisciente, que ve por qué nada puede ser distinto de lo que es –afirma Berlin–, los conceptos de responsabilidad y de culpa, de justicia y de injusticia, son necesariamente conceptos vacíos”.
Una de las más largas y enconadas polémicas teológicas (la controversia de auxiliis entre dominicos y jesuitas en los siglos XVI y XVII) es así liquidada por Berlin con cierta desenvoltura. Al mismo tiempo, deja caer una espesa sombra de duda sobre la existencia de ese ser omnisciente, que resultaría incompatible con nuestra libertad. Berlin no tiene aquí en cuenta la existencia de toda una corriente de pensamiento que mantiene una metafísica teleológica, compatible con la libertad humana; pues en el hombre, ser dotado de razón, la naturaleza no comporta una actuación predeterminada, sino que consiste en la posibilidad de dirigirse libremente hacia su fin.
En todo caso, una vez que Berlin considera despejado el camino de enemigos de la libertad, puede abordar en el tercer ensayo del libro el estudio de los dos conceptos de libertad: la libertad negativa y la libertad positiva. Este escrito constituye, a juicio de la crítica, un texto clásico del pensamiento liberal del siglo XX.
Las dos libertades
Entiende Berlin el contenido de la libertad negativa como aquello que responde a la pregunta:
¿cuál es el área dentro de la cual se debería dejar al sujeto hacer lo que quiere?
En este sentido han entendido la libertad los modernos, desde Erasmo –o aun desde Ockham– hasta nuestros días. Es la libertad de los derechos individuales, la que permite el desarrollo de la propia personalidad, ideas e inclinaciones, sin coacciones externas.
Los filósofos optimistas, como John Locke o Adam Smith, no ven dificultad alguna en hacer compatible el orden y el progreso social con el máximo de libertad negativa. Los pesimistas –Hobbes es el prototipo– tenderán a reducirla al mínimo, con el fin de evitar la autodestrucción de la sociedad que seguiría como consecuencia inevitable de las luchas entre los hombres.
¿Dónde se sitúa Berlin en esta escala de optimismo-pesimismo?
Con su ponderación habitual, es consciente de que la renuncia a cualquier interferencia externa sobre la libertad negativa conduciría a situaciones sociales de injusticia y desigualdad insostenibles. Al mismo tiempo, da la razón a Stuart Mill al afirmar que el intervencionismo excesivo produce sociedades grises que aplastan la originalidad de los individuos.
La libertad positiva, que ya conocieron los antiguos, deriva del deseo de cada individuo de ser dueño de sí mismo. Responde a la pregunta: ¿quién ejerce el poder? Esta libertad ha adoptado diversas modalidades. En el terreno personal, sugiere ya la existencia de un hombre en lucha consigo mismo, en el que una parte de su yo debe controlar la otra. En la vida social y política, se identifica con la lucha por conseguir la soberanía. Con expresión sintética, es la libertad para; mientras que la negativa es la libertad de.
La erupción revolucionaria
Los partidarios de la libertad positiva deben afrontar el problema de cómo coordinar las libertades de todos los ciudadanos. Es decir, ¿cómo puede darse un orden social armónico allí donde muchos individuos quieren autodirigirse? Sólo es posible –responderán– si se establece una legislación racional que ponga a cada uno límites claros y aceptados por todos.
Esto es posible –piensan– porque cualquier problema social o político tiene solución racional, capaz de ser demostrada con tanta claridad que ningún hombre puede rechazarla. Si alguno no la acepta es que aún no es racional, y hay que educarle o corregirle. “Si no admitimos la libertad de pensamiento en química o en biología –decía Augusto Comte–, ¿por qué debemos admitirla en la moral o en la política?”.
No necesita Berlin extenderse mucho explicando las posibles lecturas antiliberales de que es susceptible el concepto de libertad positiva. Los hospitales psiquiátricos de la antigua URSS no serían más que una radical y coherente consecuencia.
Es el riesgo que Berlin detecta en las revoluciones, en cuanto erupción del deseo de libertad positiva: la lucha para que la soberanía pase al pueblo o a otro grupo social distinto del que la retenía anteriormente. Pero no es obligado que con ellas venga un aumento de la libertad individual. Simplemente el poder cambia de manos. Y la historia enseña que, con frecuencia, a las revoluciones siguen periodos en los que incluso se disfruta de menos libertad que antes. Piénsese en la Revolución francesa y el sucesivo Terror; en la bolchevique y los decenios de opresión.
Del conflicto al compromiso
Libertad positiva y libertad negativa no son, por tanto, dos aspectos de la misma noción de libertad, sino dos acepciones distintas e incluso potencialmente conflictivas. Los que creen en la libertad negativa quieren reducir la autoridad en cuanto tal, sea quien sea quien ocupe el poder; mientras que los partidarios de la libertad positiva pretenden que el poder (con una consistente autoridad) caiga en sus manos. Por consiguiente, a falta de un razonable compromiso, ambas facciones caminan hacia el conflicto.
También en este punto prevalece en Berlin la mentalidad británica, más inclinada a subrayar la importancia de la libertad negativa. Pero esa preferencia, cuyo corolario cotidiano sería la característica privacy británica, no es en Berlin absoluta e incondicionada. ¿Dónde encontrar el punto de equilibrio entre ambas libertades? ¿Qué límites hay que poner a la libertad negativa?
Para Berlin, esas preguntas no tienen una respuesta precisa. De una parte, es necesario reconocer una amplia libertad negativa, ya que es el modo de manifestar en la práctica que las personas se guían por fines y valores diversos, entre los cuales no es posible establecer una jerarquía objetiva. De otra parte, hay que reconocer modestamente que esos valores no siempre son conciliables; y que no es posible, por tanto, alcanzar una síntesis final perfecta entre libertad personal y orden social.
Caducos pero importantes
Para concluir, Berlin afirma que, además de permitir que cada uno elija los valores que prefiera, es preciso que todos abandonemos las nostalgias infantiles de certeza. Hay que ser conscientes de que esosvalores por los que guiamos nuestra vida son caducos, y que no pueden pretender una validez eterna. Pero no por eso son menos importantes. “Darse cuenta de la validez relativa de las propias convicciones y, sin embargo, defenderlas sin retroceder –dice Berlin citando a un contemporáneo– es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro”.
Después de las declaraciones de agnosticismo y de empirismo que hemos encontrado ya en estos ensayos, no puede extrañar esta profesión final de fe relativista. Sorprende únicamente, en un pensador sutil como Berlin y en una afirmación tan importante, la ausencia de matices: que no distinga entre un plano propiamente político, el terreno ético y la fe religiosa.
Se puede dar la razón a Berlin sin dificultad cuando afirma que el concepto de libertad negativa es característico de la modernidad. Y ciertamente en los últimos tiempos la sociedad pide que el poder público y las instituciones se replieguen, para permitir que los ciudadanos gocen de mayor autonomía.
De este modo, cuestiones con hondas implicaciones éticas, que hasta hace poco tenían una dimensión pública sobresaliente, están siendo ahora desplazadas al terreno de lo privado. Quedan así al arbitrio de los individuos en mayor medida que antes. Las creencias y prácticas religiosas han sido las primeras en experimentar este proceso; y detrás han ido el derecho familiar, la ética sexual, las cuestiones relativas al inicio y al final de la vida humana. Perdidas las certezas, nadie se siente con derecho a imponer a los demás lo que ya no sería sino una opinión entre otras.
Solo opiniones
Esta neutralidad religiosa y ética es un factor crucial en el proceso de secularización de la sociedad. Más aún, es lo que constituye ese proceso en su doble acepción: como autonomía de la política respecto a la religión; y como descristianización, como abandono de los principios religiosos en la vida social. Acepciones que no han de considerarse necesariamente unidas, pero que en la práctica caminan muchas veces juntas.
Una vez puesto en marcha este proceso, resulta difícil de detener, y vemos caer cada día nuevos valores desde su estatus de verdades objetivas al terreno de la opinión. Se pone así en peligro la cohesión social, sin que el civismo y la tolerancia sean capaces de colmar las grietas que se abren cada vez más profundamente en el tejido social.
Isaiah Berlin, y con él otros razonables y moderados liberales, desearían evitar los efectos negativos que produce el libertarismo extremista. Esos ambientes liberales comparten la creciente preocupación por revalorizar los aspectos éticos en la vida empresarial, en la actuación política o en el control de las manipulaciones genéticas. Y a este respecto, es significativo que Berlin recibiera en 1988 el premio Giovanni Agnelli “para el estudio de la dimensión ética en las sociedades avanzadas”.
Insuficiencia de la tolerancia
¿Conseguirá este renovado fervor ético atajar el peligro de desintegración social? Sería muy de desear, pero hay motivos fundados para dudarlo. Desde una óptica cristiana, la ética no se concibe como un mero conjunto de reglas dictadas por una autoridad externa, para dirigir el comportamiento de los hombres.
Con una visión más honda, el pensamiento cristiano ha ligado la ética a la realidad de las cosas, a la verdad que Dios nos ha manifestado –en la Creación y en la Revelación– sobre la naturaleza y el destino del hombre.
De otra parte, la moral cristiana no se ha contentado nunca con prescribir unos retoques externos para moderar los excesos humanos, sino que ha procurado siempre una profunda conversión personal. Pero la búsqueda de la verdad del hombre resulta un camino difícil para un pensamiento liberal que, como Berlin nos enseña, es empirista y relativista; mientras que es de temer que la conversión personal se revele un sendero demasiado empinado cuando por toda fe se profesa un tibio agnosticismo. Han pasado cuarenta años desde la primera edición de este libro. ¿No se ve hoy –también entre autores del campo liberal– que predicar la tolerancia es insuficiente para la regulación social?
La vida de un historiador de las ideas
Isaiah Berlin nació el 6 de junio de 1909 en Riga (Letonia), entonces provincia del imperio ruso. Fue el único hijo de una familia judía. Su padre, comerciante de madera de los bosques bálticos, detectó tras la Primera Guerra Mundial el crecimiento del antisemitismo y tuvo el acierto de trasladarse con su familia a Londres en 1921.
El Isaiah Berlin adolescente fue enviado primero a un colegio privado y en 1928 pudo ingresar en un buen college de Oxford, el Corpus Christi. Pronto se convirtió en un alumno brillante y prometedor, con un gran dominio del inglés, aunque no fuera su lengua materna.
Fue el primer judío en ser elegido para recibir una beca en el prestigioso All Souls College de Oxford, con un salario digno sin más obligación que trabajar en investigaciones propias. A partir de entonces se le abrieron las puertas de la sociedad anglo-judía y de la tradicional clase alta.
Visitó Palestina, donde conoció el conflicto entre judíos, árabes y británicos. Su relación con Weizmann y el proceso de creación del Estado de Israel le obligaron a replantearse su identidad judía. Afirmaba sentirse ruso por cultura y tradición, y de hecho escribió ensayos sobre figuras como Tolstói, Bakunin y Aleksandr Herzen, y tradujo a Turguénev.
En los años 40 trabaja para los servicios de Información y diplomático en Nueva York, Washington y Moscú. Después de la Segunda Guerra Mundial, emprende una carrera gloriosa. Gana una cátedra de Teoría Social y Política en la Universidad de Oxford, da clases en Estados Unidos, se casa en 1956 con una mujer rica que estimula su creación intelectual. En 1967 ayuda a fundar el Wolfson College de Oxford, y se convierte en su primer presidente.
Recibió la Orden del Mérito en 1971 y el Premio Jerusalén en 1979. Fue presidente de la Academia Británica entre 1974 y 1978. Murió en 1997.
La obra de Berlin es amplia, pero dispersa en artículos y recensiones publicados en revistas especializadas. La mayoría de los libros publicados son recopilaciones de artículos. Solo en dos casos preparó directamente su edición: Four Essays on Liberty (1969) y Vico and Herder (1976).
Entre sus obras se encuentran una biografía de Karl Marx, El erizo y la zorra, Contra la corriente: ensayos de historia de las ideas, Libertad y necesidad en la historia, El fuste torcido de la humanidad, Impresiones personales…
La mejor biografía sobre Berlin es la de Michael Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida (Ed. Taurus, 1999). Para conocer sus ideas en un contexto de entrevista es interesante Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbegloo (Anaya & Mario Muchnik, 1993).
El centenario de su nacimiento está dando lugar a diversas conmemoraciones, y el comité oficial para el evento ha creado la página http://www.berliinriga.com/.
Fuente: http://www.cope.es/cultura/31-05-09–libertad-isaiah-berlin-56216-1
Madrid, Spain. 31 de mayo de 2009
Me gustaria que se profudizara mas en el concepto que I. Berlin tenia acerca de que es la filosofia.