San Benito de Nursia, el gran promotor de la vida monástica, prohíbe taxativamente la carcajada en su famosa Regla, para mejor imitar a Cristo. La infiltración platónica se había metido en el claustro.
Desde que, allá en la adolescencia, leyese El nombre de la rosa, he querido escribir sobre este asunto. Son varios los pasajes de la novela de Umberto Eco en los que Jorge de Burgos, el malvado fraile ciego, disputa con el protagonista, fray Guillermo de Baskerville, sobre la risa. Para Burgos, «la risa es signo de estulticia» y quien ríe «no cree en aquello de lo que ríe, pero tampoco lo odia»; es decir, quien se ríe del mal no está dispuesto a combatirlo, quien se ríe del bien no está dispuesto a abrazarlo. Para fray Guillermo, por el contrario, la risa es un «signo de racionalidad» distintivo del hombre, puesto que «los monos no ríen». En la novela de Eco, Jorge de Burgos representa el retrógrado oscurantismo eclesiástico, opuesto al luminoso racionalismo del protagonista. Se trata, naturalmente, de una burda manipulación.
En realidad, estas dos concepciones de la risa reproducen el eterno debate entre Platón y Aristóteles. Afirmaba Borges (parafraseando a Coleridge) que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos, que no hay debate alguno que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón: «A través de los siglos y las latitudes cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas». Y las diversas actitudes ante la risa no hacen sino reproducir el conflicto de Platón y Aristóteles. En su diálogo Las leyes, Platón afirma que el hombre virtuoso no debe reírse; y en el Filebo califica la risa de fea y transgresora de la armonía, un placer propio de locos, bufones y gente vil. Por el contrario, Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, distingue las risas vulgares de las risas inteligentes, y sostiene que los hombres que no dicen cosas graciosas y que se fastidian con quienes las hacen suelen ser «salvajes» y «rígidos». Esta misma visión sobre la risa la tuvo el más aristotélico de los filósofos medievales, Santo Tomás de Aquino, que considera que las diversiones y los juegos constituyen un «descanso para el alma». Curiosamente, El nombre de la rosa pretende ser, en última instancia, una refutación de la filosofía escolástica, cuyo máximo representante fue Santo Tomás de Aquino. Aquí se prueba cuán burdamente manipulador podía llegar a ser Umberto Eco.
En otro momento de la novela, Jorge de Burgos afirma: «El ánimo sólo está sereno cuando contempla la verdad y se deleita con el bien que ha realizado, y la verdad y el bien no mueven a risa. Por eso Cristo no reía». No es una idea original del personaje de Eco, sino una infiltración del pensamiento platónico que, en efecto, tuvo muchos partidarios en el ámbito eclesiástico. El primero en execrar la risa fue San Basilio, quien allá por el siglo IV dejó escrito que «el Señor ha condenado a los que ríen en esta vida». Y luego llegaría San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, quien formuló de manera tajante que Cristo no había reído nunca. Lo hizo en medio del debate que sostenía contra los arrianos, que habían introducido en los oficios religiosos elementos propios de la mímica que podían mover al fiel a la risa. Para Crisóstomo, la risa es demasiado humana; y Cristo, que era también Dios, no habría reído nunca para distinguirse de los mortales. El argumento es endeble e impropio de un hombre cuyo mote significa literalmente “pico de oro”; pues, para distinguirse de los mortales, Cristo podría haber elegido excluir otros muchos gestos o achaques humanos. Pero lo cierto es que aquella idea hizo fortuna; y así, por ejemplo, San Benito de Nursia, el gran promotor de la vida monástica, prohíbe taxativamente la carcajada en su famosa Regla, para mejor imitar a Cristo. La infiltración platónica se había metido en el claustro.
A la postre, la idea de que Cristo no había reído jamás prevaleció durante siglos y ha mantenido su vigencia hasta nuestros días. Prueba evidente de ello es que jamás la tradición iconográfica pintó a Jesús riendo y siempre prefirió representarlo en actitudes serenas, de una bondad mayestática. Así hasta que finalmente el arte religioso entró en barrena; y entonces Cristo -¡horror de los horrores!- empezó a sonreír melifluo y merengosín, pero sin llegar a reír nunca. Resulta muy significativo, por ejemplo, que Luis Buñuel, para golpearnos con una imagen blasfema en su película Nazarín, nos muestre un Ecce Homo con todos los atributos de la Pasión riendo a carcajadas.
Mostrar a Cristo riendo se ha considerado, en efecto, sacrílego o al menos indecoroso en la tradición iconográfica. Pero ¿es cierto que Cristo no riese nunca, como afirma el personaje de Eco? Procuraremos responderlo en nuestro próximo artículo.
Fuente: http://www.religionenlibertad.com/risas-divinas–57316.htm
8 de junio de 2017