No vamos a ocultar que Marc Richir es un autor difícil. Ha elaborado una filosofía con un lenguaje altamente refinado y, por tanto, como le pasa a Kant, Hegel, Husserl y Gustavo Bueno, más que simplemente leerlos hay que estudiarlos. Pero el gran público que lee periódicos, ¿no tiene derecho a estar informado de todo lo humano y lo divino? No creo que haya, salvo a efectos profesionales, una escisión clara entre especialistas de las ideas y vulgo inculto, sino que las aguas corren muy revueltas.
La contingencia del déspota. Marc Richir. Brumaria A. C., Madrid, 2013, 443 páginas
Marc Richir mantiene con España, y con Asturias más concretamente, una estrecha relación, desde su visita a Oviedo en 2010 y gracias también a la serie de artículos que en torno a él se vienen publicando en la revista Eikasía. Prueba de esta buena reciprocidad es que La contingencia del déspota aparece editada antes en español que en francés, con una esmerada y meritoria traducción de Fernando Comella. Un joven investigador español especializado en Richir, Pablo Posada Varela, es el principal responsable de esta “contingencia” y el encargado del estudio introductorio y de las aclaraciones terminológicas. Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina y Pelayo Pérez, que han presentado recientemente el libro en Madrid, no son en absoluto inocentes de esta pleamar fenomenológica.
¿Por qué hay déspotas?; aún peor, ¿por qué hay tiranos?, e, incluso, ¿por qué la “democracia” se transmuta tan fácilmente en despotismo y convive abiertamente con la tiranía?, parece ser la pregunta que se plantea nuestro filósofo franco-belga. La respuesta pretende anclarse lejos de la ideología. Arranca de los estudios antropológicos de Pierre Clastres sobre las sociedades primitivas, sociedades “sin coerción” política aunque sí sometidas a múltiples constricciones. Toma aliento también en los estudios de filosofía política de Claude Lefort y en la historiografía de la Grecia y Roma antiguas, pasando entre otros por Maquiavelo y Robespierre y prestando especial atención a algunos acontecimientos paradigmáticos de lo que llama lo “sublime” en política, como fue la Revolución francesa. La última pata de la mesa se sostiene sobre el propio andamiaje fenomenológico que nuestro autor viene meticulosamente elaborando y que pretende a la vez una refundición de la fenomenología estándar que arrancó con Husserl.
Uno de los principios en los que se sostiene Richir se refiere al hecho de que el ser humano es el único animal que vive “desdoblado”, porque su psiquismo sería incapaz de llevar a cabo una adherencia total de sí consigo mismo. Por otra parte, más allá de la “vida social” de las hormigas, aparecen en el hombre dos tipos de vínculos: el humano y el social (éste se resuelve ipso facto en un vínculo político), de modo que en el hacerse de esos vínculos se van constituyendo tanto los grupos sociales como los sujetos individuales (en el juego de afectividades que se desarrolla durante la lactancia). Determinados esquematismos fenomenológicos que funcionan en el psiquismo humano y en las relaciones interindividuales (primero en “interfacticidad” para pasar luego a la intersubjetividad propiamente dicha) dan cuenta del modo como se construye la humana naturaleza a la vez en los sujetos y en los grupos. En este escenario “arcaico” de constitución del hombre viene a desplegarse un fenómeno decisivo: la institución simbólica, que tiene como función, entre otras, establecer puntos de equilibrio, en el conjunto de sentidos posibles que se generan tanto individual como colectivamente. Las instituciones simbólicas discurren paralelas a la solidificación de sentidos y al lenguaje (previo a toda lengua).
El vínculo social precisa de la institución simbólica de un jefe en torno al cual se articulen y se neutralicen las diferencias disgregadoras del grupo. Aunque este jefe, según Clastres, no ejerce su función investido de poder coercitivo, sino solo como mediador en el grupo y, según Richir, porque a través de él la comunidad se siente ligada a un origen trascendente (mitológicamente elaborado) que es fuente de estabilidad y razón de su equilibrio político, en el que no cabe la coerción. Pero estas sociedades están sometidas a su disgregación, por efecto de algún tipo de desestabilización, y, entonces, se abre la posibilidad de que el equilibrio simbólico entre la trascendencia mitológica y la jefatura funcional sea ocupado con una nueva institución simbólica: la tiranía originaria.
La tiranía puede sobrevivir a base de introducir un complejo juego de simulacros, que viene a ocupar los puntos de equilibrio sociales constituidos anteriormente. A partir de esta irrupción estratégica del poder, basada en la violencia, el miedo, la servidumbre voluntaria (La Boétie) y la fascinación por lo pseudosublime del simulacro tiránico, la historia queda abierta a un repertorio de contingencias (no cíclico) de gobierno, que en buena medida intuyeron bien Platón y Polibio, y que pasan por el despotismo de un príncipe o un rey, por la timocracia, la oligarquía o la democracia, con recaídas en la tiranía frecuentemente, siempre huyendo de la anarquía o descomposición del vínculo político.
La sociedad política ha quedado escindida en dominadores y dominados (Maquiavelo), en gobernantes y pueblo, de modo que a la voluntad general (Rousseau) no le queda otra escapatoria que volver siempre que pueda al “momento de lo sublime” (revolución), desde donde poder barrer los simulacros interpuestos entre el vínculo social y la trascendencia absoluta del poder, lugar vacío en el que ningún dios ni ninguna instancia de poder concreta deberían situarse
Fuente: http://www.lne.es/cultura/2014/03/17/contingencia-despota/1557805.html
17 de marzo de 2014