Filósofo
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Las verdades, en una sociedad abierta y deliberativa, siempre dependen de la mayoría y la capacidad de convencimiento de quienes con intereses particulares buscan el respaldo de los demás
Se fantasea mucho con la democracia griega antigua. Algunos la suponen el paraíso perdido de la democracia como sistema político.
Otros recrean en su imaginación un reducido grupo de ciudadanos dedicándose a debatir las cuestiones de Estado, el significado de la vida y el cultivo de las artes.
Imágenes que nos han forjado libros y películas, cándidos profesores de filosofía y demagogos profesionales. Nada más sencillo para cercenar la realización de un proyecto humano que su idealización. Con la democracia ha funcionado eficientemente.
Partir de Platón tiene sus grandes riesgos. La fuerza de sus argumentos, la belleza de su prosa, encandila a niveles tan esenciales que dificulta ver su tiempo y la democracia real que forjó Atenas.
No es la forma ideal mencionada en el primer párrafo, pero frente al gobierno oligárquico anterior al siglo de Pericles, representó un nuevo fundamento a la vida en sociedad y al valor de cada individuo que se considerara ciudadano.
Por supuesto excluyó a todas las mujeres y la inmensa mayoría que era considerada esclava, pero estableció que no era la fortuna personal o el apellido lo que definía los derechos y deberes políticos.
De los textos platónicos heredamos una mala imagen de los sofistas –no sin válidos motivos- que los presenta como simples habladores, embaucadores, payasos por contrato para obtener respaldos en el foro, cuando preciso es reconocer que fueron los primeros políticos profesionalesen democracia.
Si no es la fortuna, ni el código genético, lo que dicta la cuota poder de que dispones, y no se apela a la fuerza como mecanismo de sometimiento, entonces queda el argumento, el convencimiento como fuerza de la política.
Las verdades, en una sociedad abierta y deliberativa, siempre dependen de la mayoría y la capacidad de convencimiento de quienes con intereses particulares buscan el respaldo de los demás.
La verdad, como esfuerzo racional o experiencia trascendente, tiene que dar cuenta a las mayorías de sus argumentos si aspira a ser ley o norma en democracia.
Con las dictaduras es sencillo, sólo hay que convencer al dictador. Razón tenía el autor de La República: no nos gobiernan los filósofos y, gracias a Dios, no lo harán.
La democracia demanda debate, su calidad indudablemente depende del nivel educativo de los participantes y la responsabilidad de los líderes, pero el autoritarismo nunca es su corrección.
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