Estoy seguro que usted, lector, y yo, articulista, compartimos el anhelo de vivir en una sociedad justa y amigable, porque pensamos, como Aristóteles en La Política, que “las instituciones son obra, todas ellas, de la benevolencia mutua; es la amistad lo que lleva a los hombres a la vida social”. Entonces, a la hora de pensar en cambiar la política distributiva debemos ir por partes, para aclarar algunos posibles acuerdos y desacuerdos nuestros sobre la realidad argentina:
¿Pensamos que es mejor identificar a los pobres para darles un subsidio, ropa, comida y consumos cotidianos o preferimos que tengan más plata en sus bolsillos para que los compren en el mercado general?
¿Creemos que los servicios públicos básicos, como el agua y las cloacas, la electricidad, el gas y el transporte tienen que subsidiarse con una tarifa social para los pobres o elegimos que todos los paguen igual y que los pobres puedan pagarlos porque tienen más ingreso?
¿Identificamos a los servicios de salud y a la educación como beneficios que cada familia puede mejorar en el mercado de acuerdo a su ingreso, sobre una provisión básica garantizada para todos, o pensamos que deben ser estrictamente igualitarios, y gratuitos en el momento de recibirlos, quedando ambos fuera del mercado?
¿Adherimos a la idea de que la legislación laboral actual es toda progreso social o a la opinión de que contiene aspectos que implican sobreprotección para algunos grupos y que ello conspira contra el bien común y, principalmente, contra los derechos del creciente contingente de trabajadores informales y menos calificados?
¿Pensamos que está bien que los derechos a la jubilación, seguro de desempleo y asignación familiar los tengan los ciudadanos de la economía en blanco, con la esperanza de que algún día cubran a todos los trabajadores con el regreso a los mercados de trabajo de hace 50 o 60 años, dejando para el resto alguna forma de asistencialismo, o pensamos que el cambio en esos mercados es estructural y hay que universalizar, dentro de la Seguridad Social, un ingreso básico independiente del trabajo, primero para los niños, discapacitados, embarazadas y desocupados, y luego para toda la población como ingreso universal de ciudadanía, con los recaudos necesarios para que no desaliente la voluntad de trabajo?
Aún reconociendo la regresividad social del sistema impositivo argentino, ¿creemos que hay que respetarla por los riesgos de desaliento a la inversión o merma de recursos fiscales o preferimos una reforma paulatina expandiendo la recaudación de los impuestos a la ganancia, al patrimonio, a las rentas financiera y minera y a los consumos suntuarios, aliviando la carga de los populares, siguiendo el ejemplo de países de capitalismo lozano con sistemas mucho más progresivos?
¿Respalda el extendido subsidio a la producción automotriz, al transporte caminero, y a la red de autopistas, en la presunción de que ello favorece el nivel de la demanda global y en general a los números de la macroeconomía o piensa que lo mismo podría lograrse, y con mucha más calidad de vida social, si parte de esos recursos se canalizaran al desarrollo de la red ferroviaria, pavimentos, agua, gas, electricidad y vivienda popular?
Son apenas algunos ejemplos de disyuntivas mayores, pero si usted, en los puntos enumerados, eligió siempre la segunda opción, sepa que pensamos lo mismo; si en algunos difirió, es bueno que nos sentemos a conversar y evaluar nuestros fundamentos; si en todos eligió la primera, reconozcamos que la discusión será no sólo difícil, sino probablemente estéril: pero no nos odiemos, y busquemos el voto ciudadano para dirimir democráticamente las diferencias.
Pero si conversamos, una primera dificultad que debemos superar es la tiranía de los clisés clasificadores: ¿cuáles asertos serán consagrados como progresistas y cuáles condenados como reaccionarios? No es fácil escapar a la compulsión etiquetadora. ¡Simplifica tanto las cosas! Pero usted y yo somos inteligentes, y le propongo que evaluemos las opciones, no por el revuelo de prejuicios que cada una provoca, o por los ejemplos históricos contradictorios que evoca, sino por una seria y actual expectativa por sus resultados, dentro de los márgenes de falibilidad que usted y yo conocemos y respetamos en el pensamiento prospectivo bien inspirado.
Claro que tendríamos que ponernos de acuerdo en algunos puntos delicados. Por ejemplo, que están equivocados quienes piensan a la extendida informalidad laboral meramente como enfermedad de la economía y mala conducta de empresarios perversos, frente a los que creemos que, si bien la tendencia es por cierto limitable, corresponde a un cambio estructural impuesto por la modernidad que diversifica las modalidades del trabajo, al menos en el futuro previsible. O llegar a coincidir en que la recomendación de diferenciar y focalizar ciertos servicios sociales en los pobres, con el argumento de que ello es más “eficiente” y evita el riesgo inequitativo de que los aprovechen quienes no los necesitan, esconde la consciente o inconsciente intención de tranquilizar y separar a los pudientes, que tienen más poder en la sociedad, diferenciando dos categorías de ciudadanía, y conformando a los postergados con limosnas sociales presupuestarias.
Y, además, pensar que los sistemas de servicios sociales universales son instrumentos poderosos de integración y cohesión social, o en su fragmentación, de lo contrario. O compartir la idea de que una concepción de sociedad diferente también incluye un Estado distinto, que, por ejemplo, desarrolle tecnoburocracias y procedimientos eficaces para la administración de un sistema impositivo más redistributivo y mejore la provisión de servicios públicos, incluidos los de educación y salud, los provea el propio Estado o los regule en el sector privado, limitando la frondosidad de programas asistenciales de subsidios discrecionales, con sus dudosos padrones de beneficiarios y verificaciones intrincadas (estos programas, aunque sean irreemplazables en ciertos pocos casos, frecuentemente son útiles sobre todo para la burocracia que los administra y aquellos dirigentes políticos que los aprovechan), y pensando que los tiempos exigen hoy un perfil de servicios sociales más sofisticado que atiendan al cuidado de situaciones extendidas, como muchas de vulnerabilidad que se dan en la niñez y en la vejez .
En fin, probemos de coincidir en que la redistribución central la realiza el nivel de retribución al trabajo, pero a la par, y muy protagónicamente, el Estado a través de los impuestos, los beneficios de la seguridad social, el acceso del pueblo a los servicios públicos, a la vivienda, y las prioridades de inversión pública, la rectoría de la educación y la salud por fuera del mercado. En suma, todas estas cosas, y de ninguna manera la dádiva del Príncipe, por mucha cosmética de satisfacción de derechos que le inventemos y legislemos.
Y una vez más le insisto en la regla de hierro de que poco se puede hacer por los pobres sin ocuparse de los ricos (y los no tan ricos, que son muchos en nuestra sociedad). Salvo que usted crea, como aquel personaje de Carlos Fuentes, que “el que es pobre es por su gusto. No hay clases dominantes. Hay individuos superiores”.
Usted me dirá, probablemente, que el camino redistributivo es conflictivo, y es seguro que tiene razón. Pero para lidiar con eso inventamos la buena política. Y ciertamente acuerda conmigo en que vivir obliga permanentemente a optar, en lo personal o colectivo.
Y como yo supuse, al principio, que los dos aspirábamos a una sociedad justa y amigable, conjeturemos sobre la alternativa de seguir la tendencia actual a una creciente desigualdad: lo dejo a su imaginación y preocupación, lector.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1473258-cambiar-la-politica-distributiva
15 de mayo de 2012