¿Hasta dónde podemos hablar de justicia?

Sí, podemos hablar de justicia, aunque nadie sabe cuán lejos puede llegar al intentar responder preguntas como esas. Me refiero a preguntas filosóficas, que son aquellas que nos sumen en honda perplejidad y que, tal como indica Isaiah Berlin, no sabemos dónde buscar las correspondientes respuestas.

Gracias por permitirme compartir esta mesa sobre “¿Podemos hablar de filosofía?”, con dos destacados filósofos, como es el caso de Osvaldo Guariglia y de Souleman Bachir-Diagne, aunque tengo que decirles que –tal como me ha ocurrido otras veces en encuentros parecidos a éste- me siento en alguna medida un impostor, puesto que no soy filósofo, y ni siquiera profesor de filosofía, sino profesor de filosofía del derecho, una filosofía regional o especializada que, lo mismo que acontece con la filosofía general, se ve en duros aprietos para explicarse a sí misma.

Además, me pregunto si la fijación de un Día Mundial de la Filosofía no podría equivaler a uno de esos tantos compromisos formales que se asumen fácilmente con ella, mientras por otra parte decaen los compromisos más verdaderos que tenemos con la disciplina. Sin embargo, no es posible pensar mal de UNESCO, sino, por el contrario, celebrar que en París se hayan efectuado ya tres versiones anteriores de este Día que por primera vez se realiza fuera de esa ciudad. Un encuentro como éste, no sólo por lo que pasa durante él, sino por toda su larga preparación previa, por los registros que quedan de su desarrollo, y por las publicaciones y debates que le siguen, confiere mayor visibilidad a una actividad que, como la filosofía, no es sólo asunto de expertos, sino de todas las personas. Como solía decir Karl Popper, todos somos filósofos, al menos en cuanto todos compartimos ciertas preguntas fundamentales y de difícil respuesta; tal es el caso, por ejemplo, de cuál pueda ser el sentido de nuestra vida, qué nos espera luego de morir y qué debemos hacer para comportarnos frente a los demás de acuerdo a una cierta idea de bien que hayamos forjado autónomamente o a la que, por lo menos, hubiéremos adherido con similar autonomía.

De entrada voy a dar una respuesta afirmativa a la pregunta que nos reúne en esta mesa, que inquiera, como ustedes saben, si acaso podemos hablar de justicia.

Sí, podemos hablar de justicia, aunque nadie sabe cuán lejos puede llegar al intentar responder preguntas como esas. Me refiero a preguntas filosóficas, que son aquellas que nos sumen en honda perplejidad y que, tal como indica Isaiah Berlin, no sabemos dónde buscar las correspondientes respuestas.

Debo admitir que por largo tiempo di crédito a la afirmación de Wiitgesntein acerca de que sobre las cosas que no se puede hablar más vale la pena callar. Por largo tiempo –digo-, hasta que caí en cuenta que se trata de una afirmación autoritaria, puesto que uno puede hablar sobre lo que le de la gana. Ya se que uno puede hablar sobre lo que quiera y que otra cosa es hablar con sentido. Pero para llegar a hablar con sentido a veces puede ser inevitable empezar a hacerlo sin mucho sentido, como quien dice a tientas. Sin perjuicio de que una aseveración como la del notable pensador austríaco sugiere, erróneamente, que alguien sabe con seguridad cuáles son las cosas acerca de las cuales no podríamos hablar.

Admito, sin embargo, que “justicia” pudiera ser de aquellas grandes palabras sobre las que no podamos hablar, aunque, y de acuerdo a lo dicho antes, más que certificar un impedimento como ese, de lo que se trata es de hablar sobre la justicia hasta donde sea razonablemente posible. Como saben quienes trabajan en el campo de esa filosofía regional o especializada que es la filosofía del derecho, Alf Ross, el notable iusfilósofo escandinavo, decía que hablar de justicia –normativamente, se entiende- equivale a dar un golpe sobre la mesa. Una imagen algo brusca, desde luego, pero con la que quiso significar que la justicia es un ideal irracional, esto es, que no disponemos de manera racional posible para probar el mayor valor de verdad de un ideal de justicia cualquiera sobre los restantes que compiten con él en las preferencias de las personas.

Al decir “Esto es justo”, o “Esto no lo es”, como hacemos, por ejemplo, cuando sostenemos que la propiedad privada es una institución justa, o que lo es su contraria, la propiedad de tipo colectivo, lo que haríamos realmente equivaldría a dar un golpe sobre la mesa,destinado a zanjar de ese modo una discusión que no puede ser resuelta por medios racionales. Lo que las personas tenemos por justo o injusto, como también lo vio Kelsen, contemporáneo de Ross, no representa otra cosa que nuestras creencias subjetivas, acaso sólo nuestras preferencias e, incluso, únicamente nuestros intereses, seamos o no conscientes de ello, y, en caso de serlo, lo admitamos o no en nuestros diálogos y discusiones con los demás.

No es de extrañar, en consecuencia, que ambos autores hayan escrito sendas obras acerca de la democracia como forma de gobierno, en las que no sólo la describen o tipifican como tal, sino en las que dan razones para preferirla a otras formas de gobierno. Mucho más explícito que Ross en este sentido, Kelsen sostiene que al no poder decidir racionalmente sobre ideales de justicia en pugna –por ejemplo, los que se expresan en dos o más programas de gobierno que quieren conseguir respaldo ciudadano-, la democracia permite que todos los ideales o programas puedan concurrir y debatir entre sí de cara a los ciudadanos, de manera que al final sea la mayoría quien decida cuál de ellos podrá ser legítimamente implementado desde el gobierno.

Aun así, es decir, aun cuando “justicia” pueda no ser más que la palabra con la que significamos nuestras creencias, preferencias e incluso intereses, algo, no se cuánto, pero algo podemos hablar acerca de la justicia, incluso normativamente. Por ejemplo, yo me atrevería a hablar de justicia, normativamente, a propósito del desafío que consiste en balancear libertad e igualdad, sin que ninguno de esos valores tenga que ser sacrificado en nombre del otro. Con igualdad, por cierto, no me refiero en este caso a la igualdad jurídica ni política de las personas, sino a la igualdad en las condiciones materiales de vida de la gente. Mejor aun, me refiero a una cierta igualdad en dichas condiciones de vida, la mínima que se requiere desde el punto de vista de la dignidad humana y la mínima que se necesita también para que la libertad tenga sentido. Y lo digo de esta manera, puesto que la titularidad y ejercicio de las libertades –de la libertad de pensar, de expresarse, de reunirse, de asociarse, de emprender- carecen de mayor sentido para personas que viven en condiciones de pobreza extrema o de indigencia. En otras palabras, ¿qué sentido pueden tener tales libertades para quien no come tres veces al día? Nuestras sociedades capitalistas se parecen bastante a un trasatlántico donde unos pocos viajan cómodamente instalados en camarotes de lujo, mientras la mayoría tiende sus mantas como puede sobre la cubierta o en bodegas, sin olvidar a los que nadan alrededor de la nave y tratan de subir a ésta. Pues bien: ¿qué sentido pueden tener las libertades para quienes nadan y tratan desesperadamente de subir a la embarcación? En consecuencia, son necesarias sociedades más igualitarias desde el punto de vista de las condiciones de vida no sólo en nombre de la igualdad, sino en nombre también de la propia libertad.

Asimismo, y antes de hablar propiamente sobre la justicia, quiero decir que si hay algo que me llama la atención en la manera de encarar nuestros debates éticos contemporáneos es lo mucho que se alude a los valores y lo poco que se menciona a las virtudes, como si en materias de orden moral lo que contara fueran los valores que declaramos y no las virtudes que practicamos.

Lo que quiero decir es que la moralidad de una persona, así como la de una sociedad cualquiera en su conjunto, no depende de los valores que se prefieren, sino de las virtudes que efectivamente se practiquen. Y si menciono esto, así sea de paso, es porque por momentos uno tiene la impresión de que todo lo más que tenemos que hacer en el orden moral es una suerte de declaración jurada acerca de cuáles son nuestros valores para exhibirla luego ante nuestros semejantes y sacar así patente de buenos chicos, olvidando el hecho de que el talante moral de los individuos depende, mucho antes que de los valores que se declaran, de cuánto se practican o no esos hábitos de bien que llamamos virtudes. De nada sirve, por ejemplo, decir que la justicia es uno de nuestros valores si no somos capaces de llevar a cabo actos de justicia reiterados. Y reiterados hasta el punto de que se nos transformen en auténtico hábito, el hábito que, precisamente, nos transforma en hombres justos.

Quizás la palabra “virtudes” huela a viejo. Par muchos tal vez la palabra “virtudes” ha adquirido un sabor rancio, parecido al de las prédicas que nos daban los sacerdotes de los colegios católicos en que muchos estudiamos. Pero demás está decir que aquí no nos referimos a las así llamadas virtudes teologales, ni tampoco exclusivamente a aquellas que explicó Aristóteles en su “Etica a Nicómaco”, sino también a virtudes pudiéramos decir modernas, tales como el pluralismo, la tolerancia, la solidaridad,y aun el humor.

Quisiera celebrar también el auge de la ética, en concreto de las así llamadas éticas aplicadas, las cuales –dicho de una manera quizás algo gruesa- impelen a determinados colectivos o sectores de la sociedad –por lo común agrupaciones o segmentos profesionales- a preguntarse cómo deben comportarse en sus respectivas áreas de trabajo para que su conducta pueda recibir aprobación desde un punto de vista moral. Se trata de colectivos que aspiran a ser juzgados no sólo en su eficiencia y tampoco únicamente en la legalidad o juridicidad de sus actuaciones, sino en la moralidad de éstas. Ética judicial, ética forense, ética periodística, ética médica, ética empresarial, ética política. A eso me refiero con la expresión “éticas aplicadas”, que no se preguntan acerca de cómo debemos comportarnos para que nuestras acciones puedan recibir aprobación moral desde una idea general del bien y la virtud, sino cómo debemos conducirnos en determinados ámbitos de trabajo de acuerdo a lo que moralmente se espera de cada uno de éstos en particular. Dicho auge está muy bien, por cierto, en la medida en que cada una de las distintas éticas aplicadas responda a una sincera determinación de los correspondientes sujetos y no se transformen, deliberada o inconscientemente, en una cortina de humo que se tiende por algunos para que la mayoría de sus colegas en una determinada profesión, semioculta detrás de esa cortina, continúe con el juego sucio de siempre.

Otro asunto inquietante en relación con las éticas aplicadas es cómo ellas consiguen tener una presencia adecuada en los planes de estudio de las respectivas profesiones, por ejemplo, en el caso de la formación de abogados y de jueces, un ámbito en el que por décadas he sido testigo de cómo a un fácil en que la ética profesional no puede constituir una asignatura aislada dentro del plan de estudios en la que las demás asignaturas puedan descansar en lo que a ética profesional se refiera, sino tema y preocupación transversal de todos los cursos, sigue en el hecho que ninguna de las asignaturas que se preocupe seriamente de la ética de los futuros jueces y abogados.

Certificar la evidente transversalidad del tema se transforma entonces en que, por filiarla como asunto de todas las asignaturas, la ética profesional se transforma en los hechos en materia de ninguna. De este modo, una transversalidad temática, que sugiere reparto o, mejor aun, presencia múltiple, se transforma en ausencia.

Con todo, la ética profesional, sea del abogado, del juez, del médico, del periodista, o de quien quiera quesea, no tiene que transmitir un código moral determinado, sino más bien, a partir de casos concretos, reales o imaginarios, permitir un mayor desarrollo de la sensibilidad ética y un ejercicio del correspondiente criterio ético de los futuros profesionales.

Voy a analizar ahora el tema de la justicia en la perspectiva en que solemos hablar de ella quienes trabajamos con el derecho. Esa perspectiva es la de un marco o criterio, de tipo sustantivo, a partir del cual puedan ser evaluadas, en cuanto a su justicia, las decisiones normativas que adoptan quienes están facultados para producir derecho al interior de una comunidad jurídica cualquiera, en especial legisladores, autoridades administrativas y jueces. En otras palabras, es de las leyes, de las resoluciones administrativas y de las sentencias judiciales que los juristas acostumbramos preguntar nos si acaso son justas o injustas, para lo cual tenemos que disponer de algún criterio previo sobre el particular.

En primer lugar, diré que la justicia, entendida como el acto del hombre que inquiere por un criterio superior que establezca con cierta nitidez y exactitud aquello de debe ser en relación con lo que son o pueden ser los derechos positivos dotados de realidad histórica, es, como no cabe duda, una de las cuestiones que más fuertemente –y, aún, apasionadamente – ha preocupado y preocupa a los juristas de las tiempos y de los sitios más diversos. Ello es producto, en lo fundamental, del hecho incontestable de que el hombre, junto a su facultad de conocer, cuenta también con una determinada aptitud para valorar, la que la insta y le conduce a una incesante formulación de apreciaciones estimativas acerca de los objetos y fenómenos que le rodean.

El hombre conoce y, a la vez, quiere. Quizá quiere, o llega a querer, precisamente porque conoce, o bien, por la inversa, conoce porque es capaz de querer las cosas de un modo distinto a como éstas son; sin embargo, de lo que no cabe duda es que el hombre no siempre quiere las cosas del modo en que las conoce.

Todo hombre, por naturaleza, apetece saber –dice Aristóteles –; y añade, por su parte, Zubiri que la conciencia del hombre no es sólo conciencia cognoscente; es también conciencia moral.

El derecho positivo, entendido como una específica normatividad reguladora de la conducta social del hombre, es, con preferencia a otros, uno de aquellos fenómenos propios de la existencia humana que los hombres no se reducen meramente a conocer –para saber así qué espera de ellos esta normativa y cuáles serán las consecuencias desfavorables que se seguirán en caso de no acomodarse a ella –, sino que, además, se trata de un fenómeno que, por su alto grado de imbricación en la vida de todos los individuos, resulta permanentemente enjuiciado o valorado por éstos a la luz de unos determinados criterios o ideas acerca de lo que cada cual entiende como lo debido o lo que debe ser. El derecho, con ser creación humana, es de aquellas que menos indolencia provocan en los individuos, especialmente porque éstos se encuentran advertidos acerca del carácter coercible de sus normas y de la consiguiente posibilidad de verse privados de ciertos bienes deseables –como la vida, la libertad, el patrimonio y el honor – en caso de no ordenar su conducta a las exigencias de comportamiento que esas mismas normas les dirigen. Este interés por la justicia, así como la importancia objetiva de ésta, hicieron exclamar a Aristóteles, como se recordará, que ni la estrella de la tarde ni el lucero del alba son tan maravillosos como la justicia.

Esta apreciación estimativa del derecho positivo la lleva a cabo todo hombre y, por lo mismo, también los juristas, aun cuando éstos suelan confinarse a una función de mero conocimiento y exposición acríticas de un determinado derecho vigente. En verdad, la identificación y descripción comprensivas que los juristas llevan a cabo de un determinado ordenamiento jurídico positivo, no presuponen necesariamente, por parte de esos mismos juristas, ni aprobación del ordenamiento jurídico de se trate ni, tampoco, adhesión política a la autoridad que lo ha instituido como tal. Por lo mismo, todo jurista puede pronunciarse moralmente acerca de los contenidos prescriptivos que ha identificado y descrito como pertenecientes a un ordenamiento jurídico dado, como también oponerse políticamente a la autoridad que se encuentre en el origen de este ordenamiento.

Hay, pues, mucha razón en el tipo de argumentación propuesto por Von Wright en su conferencia inaugural del Congreso Mundial de Filosofía del Derecho y Filosofía Social, realizado en Helsinki en 1983, en el sentido de que el positivismo jurídico está en lo cierto cuando sostiene que el derecho no es lo mismo que la moral, lo cual se aprecia, por ejemplo, en la función de cabe asignar a ésta como modelo para enjuiciar la corrección de aquél, aunque no lo está, sin embargo, cuando, en nombre de la pureza del derecho, el positivismo insiste en eliminar toda consideración de orden moral acerca del derecho legislado y de su interpretación de los juristas.

La neutralidad valorativa con que el jurista debe proceder ante su objeto de estudio –el derecho positivo – tiene así únicamente el sentido de atenerse a lo dado que para aquél tiene el trabajo de verificar y dar cuenta de ese derecho, pero no puede entenderse que ella alcanza, de modo alguno, a las posibilidades de crítica moral y política del derecho y de las autoridades u órganos encargados de dictarlo. Así, vedar al jurista estas posibilidades constituye, cuando menos, una extensión indebida del postulado de la neutralidad valorativa; pero puede también esa prohibición enmascarar, en lo más, un interés no siempre confesado: el de hacer desaparecer a los juristas como instancia de crítica moral y política del derecho positivo y de la autoridad encargada de dictarlo, precisamente, con el propósito de inmovilizar un determinado ordenamiento jurídico y de preservar el poder de la correspondiente autoridad. La neutralidad valorativa, que tiene un alcance claramente metodológico, no importa entonces abdicación valorativa.

Así, entonces, y como ocurre con toda ordenación de la conducta, el derecho restringe la libertad y confina a los individuos a conducirse únicamente dentro de la zona de lo lícito y de lo permitido. Por lo mismo, para nadie puede resultar indiferente cuáles sean en un momento y lugar dados los específicos contenidos prescriptivos de un determinado ordenamiento jurídico positivo con realidad histórica, puesto que, según lo que ha sido dicho, la limitación de la libertad y la amenaza de sanciones coactivas, constituyen, respectivamente, la temperación de un instinto primario del hombre, a saber, no recibir órdenes más que de sí mismo, y, a la par, una cierta especie de agravio para éste: la que trae consigo toda advertencia o conminación.

Ahora bien, si el derecho positivo, con sus diversos y cambiantes contenidos prescriptivos, conduce a la búsqueda y fijación de un criterio de justicia, por referencia al cual ese mismo derecho pueda ser luego calificado de justo o injusto, lo cierto es que, por lo mismo, el hallazgo de tal criterio, en cuanto posea o se encuentre dotado de un determinado contenido, permite enseguida la emisión de los correspondientes juicios de justicia, entendiendo por éstos aquellos que, enunciados sobre la base de un determinado ideal de justicia, califican de justa o injusta la actividad de las personas u órganos encargados de la producción jurídica, a la vez que el contenido delas normas u otros estándares que resultan de esta misma producción.

Cabe señalar, pro lo mismo, que los juicios de justicia son posibles sobre la base de tres supuestos, a saber, primero, que exista un determinado derecho positivo con realidad histórica al que se tratará de evaluar en su justicia o injusticia; segundo que exista un determinado criterio o ideal de justicia, por referencia al cual ese mismo derecho positivo pude ser finalmente calificado de justo o injusto; y, tercero que exista un sujeto interesado en llevar a cabo la confrontación entre el ideal de justicia y el derecho positivo, a fin de verificar el grado en que éste realiza dicho ideal.

De estos tres supuestos necesarios para que puedan tener lugar los juicios de justicia, no cabe duda de que el más problemático resulta ser el segundo de ellos, o sea, el que dice relación con la existencia de un criterio de justicia que permita llevar a cabo esa evaluación positiva o negativa a que esta clase de juicios puede ser finalmente reducida.

En efecto, el derecho positivo –primer supuesto para la formulación de los juicios de justicia – es siempre un dato que se puede verificar de manera objetiva, establecido que todo grupo humano reconoce alguna forma de ordenación jurídica y que ésta, más allá de las divergencias que puedan naturalmente surgir acerca de su sentido y alcance, es invariablemente puesta por alguna autoridad o consenso y posee siempre un determinado contenido que se reparte, por así decirlo, entre los diversos continentes de normas o fuentes formales del derecho. Por lo mismo, siempre será relativamente posible esclarecer qué es y qué no es derecho positivo en un momento y lugar dados. Las normas jurídicas y otros estándares del derecho constituyen prescripciones de deber ser, como no cabe duda, pero no por ello dejan de ser algo, de constituir un determinado factum al que el hombre puede aproximarse con fines de conocimiento y de valoración.

Lo mismo, y por lo expresado en la parte inicial de este trabajo, siempre habrá, también, uno o más sujetos interesados en evaluar críticamente la actividad creadora de derecho y el contenido de éste, puesto que esa actividad y este contenido caen necesariamente dentro de una esfera de intereses próximos y vitales para todo individuo mínimamente consciente de su propia persona y de su situación dentro de la sociedad.

¿Pero qué decir, en cambio, del criterio o ideal de justicia que, en lo sustantivo que éste tiene, es el que, a fin de cuentas, permite al sujeto, por vía de la comparación o cotejo con el derecho positivo, concluir que éste realiza o no, y en qué grado, el contenido de ese mismo ideal?

Al respecto, cabe señalar lo siguiente:

La historia de las ideas jurídicas, políticas y morales enseña que los hombres han forjado siempre ideales de justicia, ya sea que se los presente bajo esta misma y estricta denominación, o bien como programas de gobierno, exhortaciones para la acción pública o demandas para la reforma o la sustitución de un determinado derecho legislado.

Esa misma historia muestra, también, que los hombres han elaborado no sólo uno, sino múltiples ideales de justicia.

Igualmente, es posible advertir que a la multiplicidad de ideales de justicia se añade la diversidad de los mismos, en cuanto sus contenidos no son siempre similares y resultan, a menudo, contrapuestos entre sí, como cuando se dice, por ejemplo, que el aborto es justo en determinadas hipótesis, o que no lo es en caso alguno; o que la propiedad privada de los medios de producción es una institución justa, o que lo es, en cambio, el régimen de propiedad colectiva de tales medios; o que la pena de muerte es justa frente a determinados delitos, o que no lo es en absoluto.

Ahora bien, de la existencia, multiplicidad y, por sobre todo, de la diversidad de los criterios que acerca de lo justo han sido ideados históricamente, resulta un problema que puede ser estimado fundamental en relación con la naturaleza y verificabilidad de los juicios de justicia, a saber, el de si es o no posible fundar racionalmente la verdad o preeminencia de uno determinado de esos criterios de justicia por sobre los restantes.

Una opinión, de la que puede ser fiel exponente el jurista italiano Giorgio del Vecchio, se inclinará por la respuesta afirmativa, y admitirá, en consecuencia, que es posible a la razón trazar un ideal de justicia que permita valorar el derecho positivo; otra, en cambio, de la que Kelsen puede ser el arquetipo, sostendrá precisamente lo contrario, negando la posibilidad de una demostración o argumentación racionales que conduzcan a la identificación de un determinado criterio como el mejor o el verdadero. Para Kelsen, como es sabido, tras la formulación de los distintos ideales de lo que es justo se esconden nada más que los intereses o, cuando menos, la simple subjetividad del sujeto que lleva a cabo esa formulación.

Por lo mismo, y de acuerdo con el punto de vista antes señalado, Del Vecchio considerará a la Filosofía del Derecho como la disciplina de define el Derecho en su universalidad lógica, investiga los orígenes y los caracteres generales de su desarrollo histórico, y lo valora según el ideal de la justicia trazado por la pura razón.

Por su parte, Kelsen, situado en la trinchera opuesta, confesará, en una pequeña obra dedicada al tema de la justicia, que en verdad “no se ni puedo decir qué es la justicia, la justicia absoluta, ese hermoso sueño de la humanidad. Debo, pues, darme por satisfecho con una justicia relativa y decir qué es para mí la justicia”.

Este mismo antagonismo es iluminado por otro jurista contemporáneo –Hart – cuando afirma que los que piensan que es posible a la razón humana acceder a ciertos criterios seguros acerca de lo que debe ser, dicen a los segundos, o sea, a los que niegan esa posibilidad, “Ustedes son ciegos”, mientras que éstos, por su parte, replican, con no menos énfasis, “Ustedes están soñando”.

Adviertan ustedes que este problema –el de la posibilidad de una opción racional entre los diversos criterios en pugna – se agrava aún más si se piensa que, para no pocos, la función específica del ideal de justicia trazado por la razón no se reduce al de servir como un mero paradigma o modelo, a partir del cual se pueden enjuiciar críticamente los contenidos del derecho positivo y la actividad de los órganos o autoridades encargadas de su producción, sino que, mucho más allá de todo eso, tal función se eleva a la de una fundamentación de la validez del derecho positivo, de donde se sigue que éste alcanzaría el carácter de tal, con un consiguiente pretensión de obligatoriedad, únicamente en el caso de que sus contenidos estuvieren en consonancia con la materialidad del determinado criterio de justicia escogido para este efecto. En el caso de la primera de estas dos funciones, el derecho positivo se instituirá como tal con independencia del criterio de justicia con que luego es evaluado, de modo que la operación estimativa puede arrojar tanto la conclusión de que el derecho investigado es justo o injusto, sin que pierda su carácter de tal – de derecho positivo – en el evento de estimárselo injusto. Por la inversa, en el caso de la segunda de tales funciones, y como consecuencia de presentar el criterio de lo justo como el fundamento de validez del derecho positivo, éste no podría existir sino en armonía con dicho criterio, de donde resultaría la redundancia de la afirmación “este derecho positivo es justo” y la contradicción lógica de la que dijere, por su parte, “este derecho positivo es injusto”. Por lo mismo, en el primer de los casos mencionados, el criterio de justicia desempeña una función valorativa, mientras que en segundo tal función es de tipo ontológico.

Yo, tengo que admitirlo, me cuento entre los ciegos. Ciegos que no por serlo se niegan a levantarse y marchar en este tema, pero que prefieren hacerlo despacio, calculando cada paso, deteniéndose siempre que les asalte una duda acerca de por donde ir, apoyándose en el bastón de las propias convicciones, aunque, asimismo, en el brazo del transeúnte aun ocasional que pueda darnos mayor seguridad al momento de cruzar la calle. Ciegos que en asuntos de índole moral se comportan más como brújulas que como radares, es decir, con conciencia de que es posible descubrir y señalar un rumbo, mas no determinar la exacta posición de nuestro objetivo. Ciegos que suelen ser llamados relativistas, o escépticos, aunque habría que aclarar estos términos antes de continuar.

Por lo mismo, si ustedes me lo permiten, voy a concluir esta intervención con una suerte de taxonomía de los temperamentos morales. La he planteado otras veces, pero esta me parece una ocasión más que apropiada para volver a hacerlo.

Un primer tipo es el de los indiferentes, que son aquellos que, llamados a dar un juicio moral sobre determinado asunto jurídico relevante –por ejemplo, si está o no moralmente justificada la pena de muerte en presencia de ciertos delitos – se encogen sencillamente de hombros y declaran no tener juicio alguno que emitir al respecto.

Siguen a continuación los desinformados, que son aquellos que quieren llegar a tener un juicio moral sobre el asunto que se les consulta –con lo cual se diferencian de los indiferentes –, pero que antes de formarse ese juicio piden disponer de suficiente información sobre el asunto de que se trata. Así, alguien que es interpelado con la pregunta ¿Está usted de acuerdo con que el derecho de su país permita producir niños de probeta?, bien podría decir que antes de responder necesita que le expliquen qué se entiende por niño de probeta y cuáles son exactamente las distintas técnicas para producirlos.

La desinformación no es propiamente un temperamento moral, sino una condición en que un sujeto puede hallarse frente a un determinado asunto moral de discusión, puesto que es frecuente que demandemos mayor información antes de adoptar y emitir un pronunciamiento moral acerca de asuntos o materias especialmente complejas.

Luego vienen los neutrales, esto es, los que se interesan por el asunto moral de que se trate y tienen un juicio formado sobre el particular –lo cual los diferencia de las dos categorías anteriores –, pero que, por alguna razón estratégica, prefieren no dar a conocer ese juicio. Tal sería el caso, por ejemplo, de un profesor de derecho que silencia momentáneamente su parece acerca de la pena de muerte para favorecer de ese modo una mejor y más abierta discusión entre sus alumnos.

En rigor, tampoco se trata de un temperamento moral, puesto que nadie puede permanecer permanentemente neutral frente a todas las discusiones morales, sino de una opción que por alguna razón puede hacerse por un sujeto en determinadas circunstancias.

Aparecen enseguida los relativistas, que serían aquellos que consiguen formarse y a la vez emitir un juicio moral acerca de lo que se encuentra en discusión, pero que consideran que todos los juicios morales que puedan pronunciarse al respecto, por distintos y aún contradictorios que sean entre sí, tienen igual justificación y, en consecuencia, ninguno de tales juicios, ni siquiera el propio, puede resultar preferible a los demás.

Distinto es el caso de los escépticos: éstos también son capaces de tener y de expresar el juicio moral que se les pide – lo mismo que los relativistas –, pero, a diferencia de estos últimos, prefieren su propio juicio moral al de los demás y están dispuestos a ofrecer algún tipo de argumentación en su favor, aunque admiten que ni ellos ni nadie cuenta en último término con métodos propiamente racionales y concluyentes que permitan probar con certeza el mayor valor de verdad de uno cualquiera de los distintos juicios morales que puedan hallarse en conflicto en un momento dado.

A continuación, pueden ser identificados los falibles: éstos tienen convicciones fuertes en el terreno moral y, a diferencia de los escépticos, creen que es posible demostrar racionalmente la corrección o el mayor valor de la verdad de las mismas, pero, a la vez, reconocen su propia falibilidad, o sea, admiten la posibilidad de estar equivocados, y aceptan oír los argumentos que puedan darles personas que piensan distinto acerca del asunto moral en discusión.

Los absolutistas, en cambio, están en la misma posición que los falibles, aunque con una diferencia importante: no admiten la posibilidad de estar equivocados en lo que concierne a sus convicciones de orden moral, y si se muestran interesados en acercarse a quienes piensen distinto no es –como en el caso de los falibles – para aprender eventualmente de esas otras personas, sino para convertirlas.

El último tipo es el de los fanáticos, que son iguales a los absolutistas, aunque con una característica diferenciadora muy clara y atroz: buscan a los que piensan distinto no para convertirlos, sino para eliminarlos.

De todo los temperamentos o tipos morales antes identificados, sólo son claramente reprobables, en nuestro parecer, los indiferentes y los fanáticos.

Por otra parte, nadie responde siempre y plenamente a uno determinado de esos tipos o temperamentos, sino que, según la índole, interés e importancia de los problemas morales que se discuten, los sujetos suelen desplazarse entre una y otra de las posiciones antes identificadas.
Filósofo, abogado, periodista, Doctor en Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, Profesor titular de Introducción al Derecho y de Filosofía del derecho en la Universidad de Valparaíso, Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile desde 1995, Miembro Correspondiente de la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia, de España, ha sido Miembro del Comité Ejecutivo de la Asociación Internacional de Filosofía del Derecho y Filosofía Social entre 1987 y 1995; Miembro del Consejo Superior de Educación, en representación de las Universidades Estatales de Chile. Fue Rector de la Universidad de Valparaíso desde 1990 a 1998. Dirige la Revista de “Ciencias Sociales” de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Valparaíso desde 1973 a la fecha. Es también Director del Anuario de Filosofía Jurídica y Social de la Sociedad Chilena del mismo nombre desde 1983 a la fecha. Fue Asesor cultural de la Presidencia de la República (2000-2003) y responsable del proyecto de ley de la nueva institucionalidad cultural, que creó el Consejo Nacional de Cultura y las Artes en 2003.

Entre sus libros más destacados se cuentan: Derecho, desobediencia y justicia, Edeval, Valparaíso, 1977, reeditado en 1997; La cultura jurídica chilena, Corporación de Promoción Universitaria, 1988; Derecho y moral ¿Tenemos obligación moral de obedecer el derecho?, Edeval, 1989, reeditado en 1999; Estudios sobre Derechos Humanos, Edeval, 1991; Presencia de Bobbio en Iberoamérica, Edeval, 1993; Filosofía del Derecho, Editorial Jurídica de Chile, 2001; Norberto Bobbio: Un hombre fiero y justo, Fondo de Cultura Económica, 2005; El Jinete en la lluvia. La cultura en el gobierno de Lagos, Aguilar, Santiago. 2005. Designado como uno de los 100 Embajadores de la ciudad de Valparaíso, 2005.

Fuente: http://www.comisionunesco.cl/Unesco/filosofia/dia_mundial/mesas_redondas2.htm

7 comentarios ¿Hasta dónde podemos hablar de justicia?

  1. JMM

    ¿HASTA DÓNDE PODEMOS HABLAR DE JUSTICIA?
    Agustín Squella.
    Podríamos considerar que una parte de su tesis es la siguiente:

    “Sí, podemos hablar de justicia, aunque nadie sabe cuán lejos puede llegar al intentar responder preguntas como esas. Admito, sin embargo, que “justicia” pudiera ser de aquellas grandes palabras sobre las que no podamos hablar, aunque, y de acuerdo a lo dicho antes, más que certificar un impedimento como ese, de lo que se trata es de hablar sobre la justicia hasta donde sea razonablemente posible”.

    Por otra parte, es notable que en el documento nocita textualmente a la Ley Natural, sin embargo expone lo siguiente:

    “ … La justicia, entendida como el acto del hombre que inquiere por un criterio superior que establezca con cierta nitidez y exactitud aquello de debe ser en relación con lo que son o pueden ser los derechos positivos dotados de realidad histórica, es, como no cabe duda, una de las cuestiones que más fuertemente ha preocupado y preocupa a los juristas de las tiempos y de los sitios más diversos …”.

    Como especie de una de sus conclusiones podríamos considerar lo siguiente:

    • Algunos (“los que estan soñando”) piensan que es posible a la razón humana acceder a ciertos criterios seguros acerca de lo que debe ser.
    • Otros (“los ciegos”) niegan la posibilidad, de que es posible a la razón humana acceder a ciertos criterios seguros acerca de lo que debe ser.

    “Yo, tengo que admitirlo, me cuento entre los ciegos.

    Ciegos que no por serlo se niegan a levantarse y marchar en este tema, pero que prefieren hacerlo despacio, calculando cada paso, deteniéndose siempre que les asalte una duda acerca de por donde ir, apoyándose en el bastón de las propias convicciones, aunque, asimismo, en el brazo del transeúnte aun ocasional que pueda darnos mayor seguridad al momento de cruzar la calle.

    Ciegos que en asuntos de índole moral se comportan más como brújulas que como radares, es decir, con conciencia de que es posible descubrir y señalar un rumbo, mas no determinar la exacta posición de nuestro objetivo.

    Ciegos que suelen ser llamados relativistas, o escépticos, aunque habría que aclarar estos términos antes de continuar”.

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  2. frank cordoba

    gracias, es esplendido. esto me ha servido para una exposicion en un video-foro acerca de la justicia y otros temas.
    gracias.

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  3. kirpa nataly

    hola soy estudiante derecho de la universidad cooperativa de colombia y el una catedra me pudieron aescribir una tesisi donde el argumento central era ” la pena de muerte no está moralmente justificada en ninguna ocación”. y quisiera saber si esto es verdad por que para mi concepto la pena de muerte en algunas ocaciones si esta justificada…..

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  4. cErOz

    Buena información. La Justicia solo se puede entender como Jusnaturalista o Juspositivista y actualmente podemos observar dos tipos de Justicia: Vertical y Horizontal. Saludos.

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  5. JM

    Jose:

    En atención a tu mensaje,  agradecemos el interes en participar proporcionando articulos relacionados con filosofia y sera de mucha ayuda que consideren lo siguiente:
     
    El documento que se deseen se publique, envienlo como archivo adjunto, de preferencia en Word o Pages a: [email protected]

    Incluye en la informacion:  nombre del autor;  la fuente,  esto es, nombre de la institucion o bien de donde se origino.

    Fecha que consideren le corresponde.

    En funcion de la tematica filosofica, nosotros lo clasificaremos y publicaremos en cualquiera de las siguientes secciones:  COLUMNA LIBRE; NOTICIAS;  ARTICULOS (Sección principal); o FOROS.

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