Es filósofo. Acaba de publicar La mirada de Proust. Redención y palabra (Editorial Triacastela)
Es simplemente insoportable que la polaridad entre trabajo embrutecedor y el pavor a perderlo se haya convertido en el problema mayor de la existencia
Las expresiones de lo cabalmente humano surgen, indica Aristóteles, cuando está resuelto todo lo relativo no sólo a la subsistencia, sino también al ornato de la vida, es decir, resuelto también lo que hoy denominaríamos dignidad del entorno, empezando por la propia casa. Como todo animal, el hombre tiende a desplegar las capacidades con las que se halla dotado por naturaleza. El asunto es determinar bien cuáles son las que caracterizan al hombre en el seno de la animalidad, pues si es frenado en estas, el eventual desarrollo de otras, no impedirá que ese animal quede mutilado en su especificidad. Obviamente si la lucha por la subsistencia se convierte para el ser humano en casi exclusivo fin, entonces, a la vez que es mutilado en su capacidad de conocer es mutilado en su capacidad de simbolizar.
Pues bien, precisamente cuando las medidas económicas apagan el alma de los ciudadanos, cuando la sumisión a agotadoras jornadas laborales tiene doloroso contrapunto en la ausencia de trabajo (o en el pánico a perderlo), se impone como exigencia política el restaurar la pregunta sobre la esencia de la condición humana y la tarea que respondería a tal condición. ¿Está el ser humano condenado a pensar que subsistir es ya mucho y así condenado a esa tortura a la que para algunos remitiría (por razones más o menos etimológicas) el término mismo trabajo, o es pensable una sociedad en la que la tarea esencial de todos y cada uno sea aquella en la que se fertilizan las facultades que nos caracterizan como especie singular entre otras especies de seres vivos y animados?
Se ha dicho muchas veces que los niños dan muestras de gran curiosidad analítica e inclinación a explorar y descubrir, las cuales a menudo quedan ulteriormente paliadas, o simplemente abolidas. Me atrevo a conjeturar que cuando mostraba tal disposición el niño no hacía otra cosa que responder a nuestra específica naturaleza animal. El animal humano tiende a nutrir y desplegar sus facultades cognoscitivas y creativas, ni más ni menos que como el águila o el caballo tienden a activar sus capacidades innatas para el vuelo o el galope.
El hombre ha domesticado individuos de la especie canis-lupus canalizando y utilizando las facultades naturales de los mismos hasta hacer de ellos aliados y cómplices en la lucha contra la adversidad del entorno. Mas tanto para ser eficaz vigilante de las tierras o el rebaño, como para ser auxiliar en la caza, el lobo-perro ha de permanecer tal, ha de mantener la agudeza de sus facultades, ha de conservar rasgos esenciales de su condición específica, cosa que no ocurre cuando es confinado en un ámbito de exposición o en un angosto espacio urbano. Pues el individuo que no despliega las potencialidades de su especie queda subsumido en lo genérico, reducido a mero animal, o incluso a mero ser vivo.
Lo tremendo es, sin embargo, cuando tal reducción, tal mutilación en la propia naturaleza, se efectúa con el propio ser humano. Y ello ocurre cuando desaparece de su horizonte, de su ámbito cotidiano de vida, el objetivo de fertilizar y desplegar las facultades de razón y de lenguaje que hacen su especificidad animal. Enorme regresión no ya respecto a los proyectos emancipatorios de la modernidad, sino también respecto a la concepción del ciudadano que tenían los griegos.
En el momento en el que se critica con demagogia la existencia de subvenciones para los teatros líricos no es ocioso recordar que en la Grecia que mantenía abismales jerarquías sociales, los ciudadanos con menos recursos recibían una ayuda para que pudieran asistir a las representaciones trágicas, señalando así la frontera que les separaba de los esclavos, excluidos del teatro, como signo terrible de que la condición de esclavitud deshumaniza, de ahí el imperativo absoluto de abolirla en sus formas encubiertas. Tragedia versus esclavitud, cabría decir.Toda forma de esclavitud, impide al ser humano tanto la lúcida asunción del conflicto trágico inherente a su condición como reconocer en sí mismo la exigencia de conocimiento desinteresado, eso que algún político presenta como propio propio de exquisitos ociosos. La tesis que estoy defendiendo es muy clara: esa disposición de espíritu que conduce al arte, a la ciencia y a la filosofía es algo de lo que nadie puede hallarse radicalmente privado sin verse amenazado en su humanidad.
Por eso es tan urgente denunciar las teorías pragmáticas que presentan como único bien al que colectivamente podamos aspirar la posibilidad de que alguna disminución de la amenaza laboral alivie un tanto el ofensivo terror al que los trabajadores se ven sometidos. Es simplemente insoportable que la polaridad entre trabajo embrutecedor y pavor a perder tal vínculo esclavo se haya convertido en el problema subjetivo esencial, en el problema mayor de la existencia. El tiránico orden social que posibilita tal cosa no es in-humano (sólo los humanos son susceptibles de forjar prisiones físicas o espirituales) sino literalmente des-humanizador, una máquina para impedir que los humanos seamos cabalmente tales.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2012/02/27/opinion/1330368877_113454.html
26 de marzo de 2012