El Dios que no nació [Reseña]

Si tuviese que resumir en una frase “El Dios que no nació. Religión, política y el Occidente moderno”, de Mark Lilla, lo haría así: “Un estudio honesto de un agnóstico sobre la importancia de la religión en las ideas políticas. Importancia que, aunque no comparte personalmente, trata de entender”.
El libro es un agradable relato, por pasajes complejo por su erudición, en el que se describe la gran oposición de la modernidad entre la teología política y la filosofía política. Bajo esta perspectiva aborda el pensamiento político-religioso deHobbes, Rousseau, Kant, Hegel, y Locke. Así como de Troeltsch, Bloch, Rosenzweig, Barth, Buber, entre otros.

El común denominador es que todos se plantearon teóricamente la cuestión del influjo político de la religión. Desde una tradición agnóstica y racionalista, los primeros pretendieron explicar el fenómeno desde una perspectiva heredera de “La Gran Separación”, es decir, la tajante distinción entre la razón y la fe, o entre lo natural y lo sobrenatural, con un evidente y exclusivo énfasis en la primera de estas díadas.

Por su parte, los segundos se mueven en el enigmático campo de la teología política. Su obsesión es extraer de la Revelación y la Biblia conclusiones y elementos concretos para organizar la vida del hombre en sociedad. La descripción del pensamiento de estos autores contribuye a esclarecer el fenómeno de las religiones políticas modernas, estudiado lúcidamente por Michael Burleigh.

El autor, profesor de la Universidad de Columbia, admite su adscripción a “La Gran Separación”. Reconoce que dicha tradición racionalista y agnóstica es minoritaria históricamente, y constituye un frágil experimento. Más aún, hay “pocas razones para esperar que otras civilizaciones sigan nuestro insólito camino”. Desde allí aborda con honestidad la que considera que es la corriente de la orilla contraria, las teologías políticas. Con cierta imprecisión, porque existen vías, acaso intermedias, para reconocer el papel público de la religión que no se encuadran ni en la teología política, ni en la filosofía moderna racionalista. La mejor muestra de ello es Tocqueville, y quienes hoy defienden la sana laicidad del Estado.

Es incomprensible la mención acerca de la ausencia de “pensadores católicos modernos en este estudio”. La razón es “el aislamiento institucional de la educación superior católica y la actitud hostil de la Iglesia ante la sociedad moderna a lo largo de la mayor parte del siglo XIX. Contar la historia católica requeriría otro libro”, aclara. No obstante, si bien no se aborda en detalle el pensamiento de autores católicos (eso explicaría la ausencia de DeMaistre, Donoso Cortés, Kierkegaard y Schmitt, aunque no la de Pascal, a quien cita), parece incuestionable que el principal referente de la tradición racionalista moderna es el catolicismo, específicamente sus más destacados autores como San Agustín y Tomás de Aquino, por su defensa de la centralidad de la metafísica en el estudio de la realidad y la apertura a una dimensión trascendente de la existencia humana, que trae consigo consecuencias sociales. Esta omisión es un error en el enfoque del texto, en la medida que hace énfasis únicamente en autores judíos y protestantes, pues en efecto fueron estos quienes desarrollaron la teología política con mayor coherencia teórica e impacto. Pero el libro se queda incompleto al desconocer que los filósofos modernos no sólo tuvieron como interlocutores a los teólogos de la política, sino también a los filósofos y teólogos cristianos, así como a la tradición intelectual y cultural en la que se situaron.

“El Dios que no nació” es un valioso texto, que tiene el mérito de abordar el tratamiento moderno del fenómeno religioso en Occidente.

Después de leerlo, la conclusión es evidente: no se trata de un fenómeno que surgió en la mañana del 11-S, ni tampoco de una moda intelectual o mediática. Más bien, es un asunto que siempre ha estado presente, y que hoy en día ha sido “redescubierto” por intelectuales y académicos que se percataron que no lo pueden ignorar ya más. “Tenemos dificultades para dejar a Dios enpaz”, sentencia Lilla. Y tiene razón.
Fuente: http://www.elmundo.com/sitio/noticia_detalle.php?idedicion=1858&idcuerpo=1&dscuerpo=Secci%C3%B3n%20A&idseccion=3&dsseccion=Opini%C3%B3n&idnoticia=159058&imagen=090401070438ivan.jpg&vl=1&r=opinion.php

COLOMBIA. 9 de septiembre de 2010

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