El filósofo y escritor nunca se repondrá de «su incomparable infancia» en el mar y las carreras hípicas
Verano e infancia son para Fernando Savater (San Sebastián, 1947) sinónimos indisociables de la felicidad. Y cuando este catedrático de Filosofía recién jubilado habla de la felicidad lo hace siempre para referirse a ella con mayúsculas. No estamos hablando de una sensación de euforia o de bienestar más o menos prolongada, no. La felicidad, concepto a la que este agitador del pensamiento ha dedicado no pocas páginas, consiste en una dicha plena cuyo secreto estriba posiblemente en su simplicidad. «Los veraneos de mi niñez representan para mí la plenitud», confiesa sin reparo el profesor, que con frecuencia recurre a la cita de un pensador francés -«nunca me repondré de mi incomparable infancia»- para ilustrar hasta qué punto esa felicidad ha condicionado toda su trayectoria vital.
Savater vivió en San Sebastián hasta que su padre, que era notario, fue trasladado a Madrid. Tenía entonces 13 años pero ya intuía que nunca iba a poder desligarse del todo de la ciudad donde tan dichoso había llegado a ser. El también novelista describe en una de sus obras -‘Mira por dónde. Autobiografía razonada’- los territorios donde transcurrió su niñez. Su familia vivió en sendos pisos de las calles Garibay y Fuenterrabía, «el cogollo de San Sebastián», como él mismo lo denomina. «Pasé mi infancia en esa repisa urbana, cuyas calles son unánimemente inolvidables porque todas concluyen en el monte o el mar. Todas tienen un más allá extraurbano, una promesa de paisaje. La puerta verde del monte, la azul del mar y en medio, apretadas, las calles, las plazas, los parques. Nunca saldré de esa prisión coqueta, un poquito relamida, que mendiga ingenuamente el arrobo del ‘¡qué bonita es!’. Cuando la deje para siempre seguiré en ella, en los sueños del exilio o desde la muerte».
Con Savater, como se ve, no hay medias tintas, sobre todo cuando se trata de evocar su infancia. La descripción que hace unas páginas más adelante de la playa de La Concha, prolongación natural en los veranos del paisaje de su niñez, constituye otra apasionada declaración de amor: «… para mí el mágico ‘onfalós’ del universo entero, el punto en que los lugares confluyeny refluyen hasta convertirse en el Lugar, desde cuyo repliegue esencial parte de nuevo la redistribución del espacio, siempre ha sido y seguirá siendo la playa de San Sebastián. Ahí se remansa, minúscula y potente, la marea del mundo».
En ese ‘onfalós’ (el ombligo de la tierra en la mitología griega) de arena y mar se sumergía con entusiasmo el niño Savater todas las mañanas de verano acompañado por su madre y sus tres hermanos. Lo cuenta por teléfono desde Mallorca con un tono en el que se adivina cierto regusto de nostalgia: «Desde primera hora de la mañana estábamos los cuatro hermanos deseando ir a la playa y mi pobre madre se resistía para no bajar tan temprano. Llegábamos al toldo que teníamos en La Concha y empezábamos a jugar a las cosas más triviales: hacíamos castillos de arena, corríamos, nos peleábamos, nadábamos… A última hora de la mañana mi padre salía de la oficina y se acercaba hasta el toldo para estar un rato con nosotros; entonces aún se podía ver en la playa a señores vestidos con sus zapatos y todo».
El ejercicio físico no es algo que uno asocie a la figura de Savater. El escritor, sin embargo, se confiesa aficionado a practicar la natación, sin duda un legado de aquellos veranos de sal y risas infantiles. «Aprendí a nadar con unos amigos de mi padre que además eran de Salamanca, lo que por cierto resulta muy poco náutico. Era un catedrático y con su ayuda y la de su mujer conseguí empezar a mantenerme a flote casi sin darme cuenta. Con el tiempo me aficioné y me aventuraba a ir nadando al gabarrón (una plataforma con trampolín y toboganes anclada a unos 150 metros de la orilla) e incluso a la isla de Santa Clara». Nadar sigue siendo a día de hoy el único ejercicio que practica con cierta asiduidad el profesor, que a sus 63 años aún se atreve a realizar travesías acuáticas de cierto relieve. «Ya no voy a la isla porque me da miedo el tráfico de barcos en la bahía, pero de vez en cuando recorro La Concha en paralelo a la orilla nadando por la línea de boyas».
El traslado de la familia a Madrid puso punto final a aquellos veraneos interminables en la capital donostiarra. «A partir de entonces solíamos alquilar una casita en la sierra madrileña, en Torrelodones o Becerril, hasta que mi padre cogía las vacaciones y nos íbamos todos a pasar un mes en San Sebastián». Savater guarda un grato recuerdo de aquellos estíos en el interior. «Pasábamos mucho tiempo en un hotel de campo que se llamaba La Berzosa, enclavado en plena sierra y rodeado de jara y pinos; la selección de fútbol solía concentrarse allí en aquella época».
A solas con el padre
En el exilio madrileño, que es como él mismo llama a la época en que tuvo que alejarse de San Sebastián, no había ni olas ni playas aunque por lo menos tenía a mano el hipódromo de La Zarzuela. Las carreras de caballos, además de una afición, representan para el filósofo donostiarra una forma de ligazón sentimental con el pasado. «Mi padre empezó a llevarme al hipódromo de Lasarte cuando yo tenía 5 años; para mí eran ocasiones revestidas de cierta solemnidad porque era de los pocos sitios en que estábamos él y yo a solas fuera del hogar, ya que mis hermanos aún eran demasiado pequeños y mi madre sólo acudía de cuando en cuando».
Savater conserva en su álbum familiar una foto tomada en el hipódromo donostiarra que a buen seguro constituye uno de sus principales tesoros sentimentales. En ella se le ve aún niño junto a Claudio Carudel, un muchacho francés que con el tiempo se convertiría en el mejor jinete que se ha paseado por los hipódromos españoles. La estampa irradia una sensación de plenitud que explica la pasión con la que el pensador evoca aquellos estíos. ¿Puede haber algo mejor que conocer aunque sólo sea para una foto a alguien que hace volar a los caballos? Si además eso ocurre en una de esas tardes luminosas de verano en las que el hipódromo de Lasarte se viste de esplendorosa campiña uno entiende que el niño Savater estuviese condenado a convertirse durante el resto de sus días en rehén de sus arrebatos hípicos.
El entusiasmo por el turf que le inculcó su padre le ha llevado a recorrer los hipódromos de medio mundo. Se podría decir que Ascot, Longchamp o Epson, escenarios de las principales citas del calendario hípico internacional, constituyen para él una suerte de segunda casa. Ha escrito varios libros sobre el mundo de las carreras de caballos, que es además el eje de la trama de la ‘Hermandad de la buena suerte’, la novela con la que ganó hace un par de años el Premio Planeta.
Hace ya tiempo que los movimientos del escritor en San Sebastián están limitados por las amenazas. Su vehemente oposición a la violencia de ETA, sustentada en una paciente labor de deslegitimación de su discurso, le ha convertido en un símbolo para buena parte de la ciudadanía. Pese a todo, sigue siendo fiel a su ciudad y a su memoria sentimental. «Mi día ideal de verano lo pasaría en San Sebastián, en una de esas jornadas soleadas pero de ambiente fresco. Empezaría por darme un buen paseo por la línea de costa, hasta la punta de Sagüés o el Peine del Viento, y luego me iría a la playa a darme un baño y nadar un rato. Comería y me iría a ver las carreras en el hipódromo aunque tampoco me importaría quedarme en casa leyendo o escribiendo algo. Como tengo la suerte de llamar trabajo a lo que además de darme de comer me divierte no puedo quejarme».
Su apartamiento de la actividad docente -se jubiló hace tres años- no ha cambiado demasiado los veraneos del escritor, que sigue reservando un hueco para sus baños en La Concha y sus visitas a Lasarte. Es posible que los escenarios donde tan dichoso fue de niño no brillen ya con la intensidad de entonces, pero seguro que aún guardan destellos de aquella felicidad.
Fuente: http://www.eldiariomontanes.es/v/20100720/sociedad/destacados/concha-hipodromo-20100720.html
SPAIN. 19 de julio de 2010