Las andanzas del ingenuo en el extranjero (innocent abroad) configuran un fecundo subgénero de la literatura norteamericana de los dos últimos siglos.
El contraste -y, a veces, dramático choque- entre el modo de entender el mundo del americano entusiasta y partidario de lo nuevo, y la cultura y las costumbres de una Europa envejecida, cínica y resabiada, constituye el marco temático de docenas de novelas estadounidenses. Yéndonos lejos, podríamos encontrar sus antecedentes en Las cartas persas -con el punto de vista del regard étranger: la mirada extranjera- y, más tarde, en la literatura más o menos satírica (y nada ingenua) del Grand Tour. La novela del inocente en el extranjero suele ser, en definitiva, una variante de la de iniciación. Buena parte de la obra de Henry James se centra en el desajuste de esos inocentes (especialmente mujeres) en Europa: de la sensible Daisy Miller a la inteligente Isabel Archer (Retrato de una dama, nueva edición en Mondadori), las heroínas de James suelen ser trágicas víctimas de ese desencuentro cultural. También los escritores (y cineastas) españoles se han sentido atraídos por esas americanas “inocentes”. Ahí tienen, por ejemplo, a la Nancy de Sender (La tesis de Nancy). Y estos días encuentro en mi lectura (en pruebas) de La noche de los tiempos, la última novela de Antonio Muñoz Molina (que se publicará el 19 de noviembre), un personaje admirable -Judith- que me trae a la memoria a algunas de ellas. El concepto de “inocente en el extranjero” se deriva de Innocents Abroad, la célebre narración de viajes (1869) de Mark Twain, que publica Ediciones del Viento con el título de Guía para viajeros inocentes. El libro, que fue el mayor best seller del autor (70.000 ejemplares vendidos en el primer año), es la crónica de un divertido periplo por el Mediterráneo (incluyendo “excursiones” al interior) de un grupo de turistas americanos. Twain afila la pluma y la sátira: su regard étranger está presto a rastrear imposturas y lugares comunes, a levantar las alfombras del prejuicio, a criticar el oportunismo religioso y la banalización interesada del pasado. Un estupendo travelogue de uno de los grandes clásicos norteamericanos.
Enfermos
No nos engañemos, la visión de Tarzán sumariamente ataviado con un taparrabos selvático “puede dañar psíquicamente a los adolescentes (…), desviando peligrosamente su atención de la sexualidad femenina”. A su vez, la mórbida carne de las hembras constituye siempre una insidiosa “tentación”. Durante cuarenta años, una abigarrada, esquizoide y recelosa tropa de mentes sucias (sucesivamente clérigos, militares, “camisas viejas”, miembros del Opus Dei, tecnócratas) se encargó de preservar nuestra bendita inocencia de las asechanzas de los atávicos enemigos del alma: el mundo, el demonio y la carne. Así se titulan precisamente los tres grandes bloques en que Alberto Gil divide la exposición de La censura cinematográfica en España (Ediciones B), un apasionante recorrido por la más palmaria forma de control ideológico de la Dictadura. Centrándose en personajes, formas y resultados más que en contextos políticos e ideológicos, Gil repasa las obsesiones de los suspicaces censores a partir de las notas y comentarios en que explicitaban sus prescripciones (“aliviar el recíproco restregón en la litera del tren”, en Con la muerte en los talones), o de los edictos del temido lápiz rojo con que tachaban escotes y alargaban faldas, cambiaban títulos o diálogos, y modificaban incestuosamente parentescos. Los aspectos anecdóticos se ven reforzados en los recuadros de “momentos estelares”, donde se recogen piezas antológicas de los atrabiliarios reprobadores. Así nos enteramos, por ejemplo, de que les preocupaba la imagen que pudiera dar en La pantera rosa el policía Clouseau, “tonto, además de cornudo”; o de las razones por las que Vivir su vida, de Godard, fue autorizada (“sólo para cineclubes”), a pesar de que “todo ese cerebralismo cinematográfico está trascendido y movido por (…) filosofías confusas, que sólo a un completo escepticismo pueden llevar a nuestra juventud”. En ese contexto crecimos los cinéfilos de mi generación: ahora entiendo lo nuestro. Y eso que aún no velaba por nosotros Martínez Camino, tan santo varón.
Filósofos
Casi todos los filósofos, tanto los que “no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo” (a Marx eso le parecía poco), como los que han intentado (con resultado variable) transformarlo, saben, como Heidegger, que “la verdad acontece inventándola”. En eso se parecen a los novelistas. Y son los (grandes) narradores, además, quienes mejor han asimilado las teorías de los filósofos: sería difícil entender, por ejemplo, a Proust sin Bergson, o a Beckett o Bernhard sin Schopenhauer. Antonio Machado, que tenía su vena filosófica (pero que, probablemente, habría sido un detestable novelista), también coincide con el autor de Ser y tiempo: “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa”, dice en uno de aquellos Proverbios y cantares, que dedicó, por cierto, al filósofo (e inventor, por tanto) Ortega y Gasset. Los filósofos interpretan e inventan (y a veces, haciéndolo, contribuyen indirectamente a que otros -incluidos Hitler o Pol Pot- “transformen”). Mientras la novela -la reina indiscutible del mercado del libro- parece experimentar otra de sus periódicas crisis de crédito a causa del cansancio de un sector del lectorado (y de la falta de planteamientos renovadores, y de la inflación de narraciones de vocación mimética), cada vez es más frecuente observar la presencia de libros de “pensamiento” en las mesas de novedades. Así, la nueva Biblioteca de Grandes Pensadores de Gredos, cuyas primeras entregas llegan estos días a las librerías, pretende reunir lo más significativo de cada filósofo en volúmenes de precio asequible y correcta presentación: una colección cerrada y limitada a 38 “grandes pensadores”, de Platón a Wittgenstein. Dejando aparte las hipérboles de los paratextos editoriales (“la Pléiade española”, etcétera), la colección viene a cubrir un hueco cultural importante: no pocas de las obras que se publicarán están descatalogadas o son de difícil acceso. Cada tomo viene acompañado de una extensa introducción a cargo de un especialista (los dos primeros: Nietzsche, por Germán Cano, y Wittgenstein, por Isidoro Reguera) y de cronología, bibliografía y glosario. Para conseguir precios ajustados, Gredos ha retomado traducciones (no siempre las mejores) publicadas con anterioridad, lo que produce ciertos desequilibrios en la calidad del resultado. En todo caso, el proyecto es encomiable, no sólo por la evidente ambición editorial, poco frecuente en una época en la que se tiende a rehuir los riesgos y a infravalorar el fondo, sino también por la relevancia de la mayoría de los especialistas comprometidos. Y es que los (buenos) editores -como los filósofos y los novelistas- también inventan.
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/portada/Inocentes/enfermos/filosofos/elpepuculbab/20091017elpbabpor_21/Tes
SPAIN. 17 de octubre de 2009